DOS HERMANAS

    No llegaron a ser tan famosas como su padre, pero casi. Se llamaban Adela y Baldomera y tuvieron unas vidas dignas del ejemplo que su progenitor les dio. Su padre era Mariano José de Larra, el escritor y articulista romántico y atormentado, que se descerrajó un tiro por desamor. Adela fue la que, sin comprenderlo bien, descubrió el cuerpo sin vida de su padre exclamando: “Papá se ha caído de la silla”(1). Tenía seis años.

    Fruto del matrimonio de Mariano con Josefina Wetoret, las dos hermanas darían mucho que hablar. De pequeñitas, como si el destino las preparara para ello, hacían progresos en lo que más tarde, de mayores, les iba a servir; Adela, la mayor, aprendía música y baile; Baldomera, la menor, que no fue reconocida por su padre, se aficionó a los números.

    Ambas tuvieron mucho que ver con los tiempos en los que reinó Amadeo de Saboya, aquel italiano al que España, después de despedir a Isabel II de su oficio de reina, le ofreció la corona española, y que también acabó siendo despedido, o mejor dicho él mismo se despidió poco después sin comprender a la nación sobre la que debía reinar, y sin que ésta hiciera mucho por comprenderle a él.

    El nuevo rey llega a España por mar y nada más hacerlo sufre su primer revés. Su principal valedor, el general Prim, ha sido asesinado, la víspera de su llegada, en la calle del Turco de Madrid. Solo, sin amigos, con muchos enemigos, busca consuelo, hasta la llegada de su esposa, en una guapa madrileña de nombre Adela, conocida por su belleza y los tirabuzones que cuelgan sobre sus orejas. Por ello se le conoce como “la dama de las patillas”. Tres meses tardó en llegar la reina a España, tiempo en el que el rey acudía oculto bajo una capa española a la residencia de la señora de García Noguera, que ese era el nombre del rico marido de Adela.

La Cibeles
La diosa Cibeles fue testigo de las idas y venidas del rey, camino
del palacete en el que vivía Adela en el Paseo de la Castellana.

    Poco después, antes de cumplirse los dos años de reinado, Amadeo volvió a Italia. La marcha de Amadeo dejó sin trabajo a un hombre, médico de profesión. Su nombre era Carlos de Montemayor y su cliente el rey a cuyo servicio estaba. Ahora sin trabajo abandona España y a su mujer Baldomera. Ésta comienza a verse en dificultades económicas, se ve en la necesidad de pedir, y lo hace a una vecina suya. Le pide una onza de oro y le promete devolverle dos en el plazo de un mes. Baldomera cumple lo prometido. La operación se repite una y otra vez, su fama crece. Funda la “Caja de Imposiciones”. Recibe dinero, cada vez en mayores cantidades, y lo remunera puntualmente, ahora con un rédito del treinta por ciento con los recursos que no deja de ingresar. Adela es simpática, amable, con don de gentes y admirada. La avaricia alcanza a todos, pobres y ricos. Al fin sucede lo inevitable. La pirámide que ha construido, de la que ella es única gestora, está a punto de desmoronarse. Tiene mucho dinero pero ya no entra el suficiente para mantener el engaño. Un cliente pide se le devuelva el capital, y sucede lo inevitable. Baldomera pone pies en polvorosa. Sube a un tren que le lleva a Francia, llevándose consigo todo el dinero que puede. Por fin es detenida y entregada a la justicia española, que la trata con benevolencia, en parte porque sus propias víctimas la perdonan y abogan por ella. Una condena de seis años y un rápido indulto la dejan en libertad.

    Hay incertidumbre sobre su final. Unos la sitúan en Cuba, otros en Argentina, puede que permaneciera en España bajo el amparo de su hermano Luis Mariano. Estuviera su final en uno u otro lugar, fue libre aunque pobre, tan pobre como era cuando pidió prestada su primera onza de oro.

(1) Sobre la atormentada vida de Larra y su suicidio se puede leer el artículo "Locuras... de amor".

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IMPERIALISMO

    Si no hay duda sobre la manera en la que Cartago fue borrada de la faz de la tierra, sí hay misterio sobre su fundación. Una mezcla de mito y realidad empañan el conocimiento sobre la fundación de una ciudad, capital de una república, que influyó durante siglos y ha dejado huella en la humanidad.

    Varias leyendas se entremezclan. Las últimas, apoyadas en las que vienen de atrás, alteran las versiones de lo que pasó, hasta que Virgilio, encumbrado escritor, en La Eneida, impone su versión al mundo. Convierte al mítico Eneas, el héroe troyano perseguido por los dioses, en amante de Dido(1), fundadora de Cartago. Pero Eneas, manejado por los dioses, que le atormentan, abandona a Dido, que apenada, se quita la vida.

    Sin embargo, dentro de la incertidumbre histórica en la que nos sumerge la mitología cuando pretende ser Ciencia, se nos habla de Dido, una princesa de Tiro, que quedó viuda por el asesinato de Sicarbas, y se vio obligada a dejar Fenicia.

    Acompañada de varios nobles tirios llega al norte de África. Conoce a uno de los jefes de las tribus de la región y, astuta, lo convence para que le entregue toda la tierra que sea capaz de abarcar con una piel de buey. Dido corta la piel de toro en finísimas tiras que va atando entre sí por sus extremos. Por fin, extiende la piel del buey sobre el suelo. La larga tira de piel, una vez extendida, comprende un enorme perímetro, en cuyo interior cabrá Cartago.

    De su esplendor y su poderío económico y militar la historia dice mucho: Amílcar Barca, Asdrúbal y Aníbal dejaron magníficas páginas escritas para la Historia. Sus victorias y también sus derrotas sirvieron para dejar admirables páginas en la literatura: Salambó, la hija de Amilcar Barca, es la protagonista en la novela que Gustave Flaubert situó en los tiempos que siguieron a la derrota púnica en la primera guerra mantenida con Roma, cuando los mercenarios derrotados se sublevan contra sus jefes cartagineses.

    Cartago tras cada derrota se recuperaba, soberbia, de sus propias cenizas. Después de la segunda guerra púnica, con la muerte de Asdrúbal y la enigmática desaparición de Aníbal, Cartago se recupera rápidamente. Lleva camino de convertirse, otra vez, en un peligro para Roma, enemiga permanente de Cartago. Apenas han transcurrido diez años desde la última derrota cartaginesa, y Roma mira asombrada la fulgurante recuperación de su rival. En Roma se alzan voces reclamando la eliminación del enemigo. Catón, el gran orador, finaliza sus discursos, fuera cual fuese el asunto de los mismos, con la frase: “En cuanto al resto, Cartago debe ser destruida”. Y…se le hará caso.

    Al comenzar la tercera guerra púnica. Escipión Emiliano es el encargado de borrar Cartago de la faz de la tierra y a ello se dedica con todas sus fuerzas. Cartago es arrasada. La lucha había sido encarnizada. Los romanos avanzaban a sangre y fuego. Casi un mes estuvo la ciudad en llamas. Del medio millón largo de habitantes con los que contaba la ciudad, apenas sobrevivieron cincuenta mil, que acabaron como esclavos en su mayoría. El solar sobre el que hubo una ciudad fue cubierto de sal (2). Nada crecería sobre aquel suelo a partir de entonces. Sólo la memoria nos recuerda lo que allí hubo(3).

(1) La destrucción de Troya de la que Eneas, personaje mítico, logra escapar, está comprobado que sucedió unos quinientos o seiscientos años antes de la fundación de Cartago.

(2) En realidad se trataba de una ceremonia simbólica en la que se esparcía un poco de sal para declarar estéril la tierra enemiga.

(3) Los romanos fundaron una nueva ciudad en tiempos de Augusto, que también fue conocida como Cartago, y llegó a ser de gran importancia hasta su definitiva destrucción por los árabes.

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JUSTICIA A LA CARTA

    En el siglo XIV reinaba en Castilla Pedro I. Su reinado fue una sucesión constante de luchas, y su actitud le hizo merecer el apelativo de “el Cruel”, pero también se le conoce como “el Justiciero”.

    Se cuenta que en cierta ocasión se presentó ante el rey un muchacho reclamando justicia por la muerte de su padre a manos de un sacerdote que, durante una discusión, le había clavado una daga en el pecho, quitándole la vida. El rey preguntó al joven si habían castigado al clérigo por aquel crimen.
    ─Sí, se le condenó. No podrá decir misa durante un año─ contestó el muchacho.
    El rey asintió y preguntó al joven:
    ─Y tú, muchacho: ¿Serías capaz de matar al sacerdote, asesino de tu padre? El joven, resuelto, contestó afirmativamente.
    Tiempo después el rey presenciaba una procesión. De pronto se produjo un gran tumulto. El rey se interesó por lo que ocurría. Llevaron a su presencia al causante del altercado. Era un joven. Le habían detenido por dar muerte a uno de los sacerdotes que desfilaba en la procesión.
    ─Dime, muchacho: ¿Por qué lo has hecho? ─ preguntó el rey.
    ─Era un criminal. Mató a mi padre.
    El rey preguntó a los presentes si era aquello cierto, y la gente confirmo que lo que el joven decía era verdad, y que el sacerdote fue condenado a no decir misa durante un año.
    Entonces el rey preguntó al muchacho qué oficio tenía.
    ─Soy zapatero─ contestó.
    ─Pues, condenado quedas por el crimen que has cometido. Desde hoy hasta que pase un año te estará prohibido fabricar zapatos.

    Si el caso del rey castellano parece que forma parte más de la leyenda que de la historia, no ocurre lo mismo con lo hecho por Paul Magnaud, conocido como “el buen juez”, que sí está bien documentado, aunque sea poco conocido. Magnaud había nacido en Bergerac. Estudió Derecho y acabó convertido en juez. Su vida profesional transcurría con la normalidad del funcionario ocupado en dictar sentencias conforme a los Códigos vigentes. Un día, dicen algunos autores, estando en París, adquirió un ejemplar del Quijote, que al parecer leyó de un tirón. Nada sería igual desde ese momento. Como Alonso Quijano sobre Rocinante es Don Quijote, Magnaud en su tribunal se transformó en “el buen juez”.




    El asunto más conocido, que dio notoriedad a Magnaud, fue el de una mujer, que en 1898, había sido detenida acusada de robo. La mujer, Elisa Ménard, de condición muy humilde, acuciada por el hambre propia y de los suyos, hurtó una pieza de pan. El comerciante la denunció, pero ella se defendió alegando su estado de necesidad para el que no vio otra salida que el robo de aquel pan; y el juez Magnaud, entonces presidente del tribunal de Château-Thierry, también lo vio así. La sentencia fue benévola, pero sonada. Y no fue la única, siguieron otras que humanizaban la aplicación de la Ley. Conforme sus resoluciones seguían el dictado de su conciencia arreciaban en su contra las críticas de sus compañeros, que le criticaban y anulaban sus sentencias cuando eran apeladas en instancias superiores. Pero él, obstinado, luchó contra cuantos molinos aparecieron en su marcha y al fin cansados unos y compresivos otros, dejaron que el “buen juez” siguiera siéndolo.

    Y es que la necesidad no legitima el robo, pero nadie debe quedar sin pan con el que mantenerse vivo. Así lo entendió Magnaud, que como un nuevo Don Quijote, ha pasado a la pequeña historia de los hombres como “el buen juez”.
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DOS MUJERES EN GUERRA

    Aunque cuando se habla de la guerra de sucesión se piensa en la disputada a comienzos del siglo dieciocho entre los partidarios del archiduque Carlos, hijo del emperador austríaco y los seguidores de Felipe, el nieto de Luis XIV, tras la extinción de la rama española de la dinastía Austríaca, hubo otra poco más de doscientos años antes, que fue tan trascendental como aquella.

    El que sería Enrique IV nació el 5 de enero de 1425. A los doce años se le casa con Blanca de Navarra, que tiene la misma edad. Es un matrimonio de conveniencia y debido a la corta edad de los contrayentes los novios son separados y vuelven con sus padres a sus palacios respectivos. No es hasta tres años después cuando, creyéndoles ya fértiles y ante las malas relaciones entre Navarra y Castilla, se decide propiciar la unión, pero nada se consigue ni en lo político ni en lo dinástico. Finalmente, se solicita la nulidad del matrimonio. La falta de descendencia impone una solución y si el problema no es del rey, la reina debe ser sustituida.

    El príncipe necesita nueva esposa. Poco después estando el príncipe Enrique por tierras andaluzas acompañando a su padre en las luchas de reconquista le presentan a Juana de Portugal. El flechazo es inmediato. No tarda mucho en celebrarse la boda. Enrique y Juana están siempre juntos, pero el tiempo pasa y los herederos no llegan. Comienzan los rumores, como los hubo en tiempos de Blanca, pero por fin se anuncia la buena nueva: la reina está encinta. A su tiempo, durante el mes de febrero de 1462, nace una niña. La bautizan con el nombre de Juana, aunque la gente pronto la conocerá como La Beltraneja.

    La situación en el reino es complicada. El reinado de Enrique coincide con el paso de la Edad Media a la Moderna. Las cosas están cambiando. El feudalismo va tocando a su fin. El rey, tratando de hacerse fuerte, reparte títulos, crea una nueva nobleza afecta a su persona, pero enfrentada a la vieja nobleza. El más beneficiado es Beltrán de la Cueva, que de paje pasa a ser Duque de Alburquerque, y poco después Maestre de Santiago. Y esto último, de mucha importancia económica por las muchas rentas que da el título, es lo que decide al don Juan Pacheco, Marqués de Villena, a apartarse del lado del rey, al que conoce desde niño, y ponerse enfrente suyo. A partir de entonces, ya en 1464, se empiezan a oír voces que dudan de la paternidad de Enrique. Beltrán de la Cueva frecuenta mucho la corte, es el valido del rey, hombre de mucha confianza, y su constante presencia en palacio es un argumento difícil de combatir. El marqués lo sabe, le conviene que esto se crea y lo fomenta. La situación se polariza. Dos bandos se enfrentan, y en el que se enfrenta al rey están sus hermanastros, que pueden sacar tajada, heredar la corona.

    Si Juana no es la hija del rey, si su padre fuera el duque de Alburquerque, Alfonso, el hermanastro del rey sería el heredero. Muchos nobles piensan que eso sería lo mejor. Isabel también lo piensa.

Avila
En Ávila se celebró la famosa farsa en la que se entronizó al infante Alfonso.

    Enrique, de carácter débil, no aguanta bien la presión de sus enemigos. Aunque Alba, Alburquerque y otros le apoyan, enfrente también hay nombres importantes, el marqués de Villena el que más; de él dependían las treinta mil familias que habitaban en los veinticinco mil kilómetros cuadrados que le pertenecían de la ancha Castilla; don Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo; y claro, también don Alfonso y doña Isabel. El rey es obligado a una negociación. Se declara al infante Alfonso heredero. El rey acepta. Aunque no ha sabido defender los derechos de su hija, al fin ha logrado imponer una condición que no la deja fuera del juego. Alfonso será rey si se casa con Juana. Envalentonados, los nobles rebeldes están en Ávila. Con ellos está Alfonso, que se presta a la farsa. Se levanta un estrado, en él se colocan varias sillas, en una de ellas está sentado Alfonso, en otra hay un muñeco de trapo. Éste tiene una corona sobre la cabeza. Representa al rey don Enrique. Comienza la pantomima, al muñeco se le quita la corona y se le pone a Alfonso. Castilla tiene un nuevo rey, Alfonso XII.

    No para ahí la cosa. Entre los rebeldes las conspiraciones son constantes. El marqués de Villena, siempre interesado, es el primer conspirador. Pretende casar a su hermano con la princesa Isabel. No lo verán sus ojos. El hermano del marqués muere, dicen que envenenado; y envenenado, o eso dicen, muere también el infante. Isabel tiene vía libre. Quiere ser reina. Muchos nobles de Castilla están de su parte, primero en la política y tiempo después en la guerra en contra de Juana, que defiende sus derechos.

    En Ávila, cerca del monasterio de San Jerónimo de Guisando, con los famosos toros como espectadores y testigos, hay una reunión y se pacta un tratado (1). Aunque se imponen ciertas obligaciones a Isabel, que luego no cumplirá, fue muy perjudicial para Juana. La débil defensa que, una vez más, hace Enrique de los derechos de su hija induce a pensar que realmente Juana no es su hija, sin embargo cuando la guerra de sucesión se declare, cuando Juana luche por el trono, Beltrán de la Cueva apoyará a Isabel.


(1) El contenido del Tratado de los Toros de Guisando ha sido puesto en duda por varios autores, aún más, algunos dudan de su existencia, pues no existe original del mismo y hasta el siglo XIX no fueron publicados dos copias del mismo, que no coinciden plenamente entre sí.
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ALBA DE TORMES

    Dos personajes llenan la historia de esta pequeña población salmantina. Varón uno, hembra la otra, los dos sirvieron a su rey, el primero al terrenal, la segunda al celestial. El primero dejó huella en el castillo que aún queda. De la segunda hablará el viajero al final porque desde que llegó a Alba de Tormes y se quedó a vivir allí no ha dejado de fabricar la historia de la población, aún después de muerta; pero lo primero es lo primero, que las cosas hay que contarlas por orden: el viajero cuando llega a Alba de Tormes busca un mirador, porque piensa es la mejor manera de comprender lo que va a ver. Y qué mejor punto de vista que el que ofrece la torre del homenaje del castillo palacio. Todavía pertenece a la familia Alba, la noble familia que obtuvo el señorío, el condado, y después ducado en el siglo XV por concesión del rey Enrique IV; pero sería don Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque de Alba, Grande de España, y el viajero no sabe, y posiblemente no sepa nunca, cuantos títulos más quien culminaría la construcción del castillo, en cuya torre el viajero ve unas magníficas pinturas con escenas de las batallas en la que el Gran Duque, al servicio del emperador Carlos, ganó para sí honras y títulos; y para España lo mismo y naciones enteras. La torre está en perfectas condiciones. Esta administrada por el ayuntamiento, que la tiene cedida, cuentan al viajero que pregunta, por la casa de Alba, que ha corrido con los gastos de la restauración. Desde lo alto el viajero ve el río Tormes, el puente que lo cruza, por el que ha entrado en la población, y los tejados de casi todas las iglesias y conventos que llenan el pueblo. Y el viajero dice casi, porque a los pies del castillo la basílica de Santa Teresa está sin cubrir. Es neogótica. Se dibujó su planta, se elevaron pilares y columnas, pero en el arranque de los arcos, la obra se detuvo. Esto sucedió a finales del siglo XIX, y aún sigue así. El arquitecto que hizo los planos fue don Enrique María Repullés y Vargas, el mismo que levantó el edificio de la Bolsa de Madrid, que el viajero quiere que se sepa su nombre porque, no fue culpa suya la interrupción de las obras de un edificio que de haber sido terminado sería objeto de mucha admiración. El viajero ya a nivel del suelo se acerca a ver aquello que vio desde arriba, y una vez curioseado lo que parece ruina sin serlo se dirige a la plaza de Santa Teresa.

Alba de Tormes. Basílica de Santa Teresa

     En esta plaza el viajero entra en el convento de la Anunciación, en el que vivió, tras fundarlo, y murió(1) Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, Santa Teresa de Jesús, la santa abulense famosa por su santidad y su poesía. Y bien ganada que tiene su fama quien fue capaz de escribir versos tan sentidos:

                                       Vivo sin vivir en mí,
                                       y tan alta vida espero,
                                       que muero porque no muero.

    Tiene esta iglesia de la Anunciación los restos de la Santa. Una urna en la capilla mayor guardan sus restos, a excepción de un brazo(2) y el corazón, incorruptos, que se conservan aparte, y que son de mucha veneración por los fieles, especialmente de los albenses que siempre han dado muestra del celo con el que custodian y defienden los huesos de su Santa.

    En 1914 se presentaron en Alba de Tormes un grupo de carmelitas. Acudieron al convento de la Anunciación, el fundado por la santa, pero el pueblo, desconfiado, se puso en lo peor, pensó que los frailes llegados querían llevarse los restos de la santa y los vecinos empezaron a perseguirlos. Los frailes tuvieron que salir por piernas.

Alba de Tormes. Convento de la Anunciación.
  
     Por piernas no, pero sí en taxi tuvieron que marcharse los siguientes intrusos. El viajero, que está sentado en un banco de la iglesia, por lo cercano en el tiempo lo imagina en presente como si lo presenciase.

    Están en el interior de la iglesia Gregorio XVII, que así se hace llamar desde se hizo coronar papa, el conocido papa Clemente(3). Ha llegado desde El Palmar de Troya acompañado de ocho obispos. Resulta que en el interior de la Iglesia, viendo los restos de Santa Teresa coinciden con la corte papal un grupo de visitantes catalanes que reciben explicaciones del prior de los carmelitas. El prior, entre sus explicaciones, anuncia a los visitantes la próxima visita a Alba de Juan Pablo II, el papa de Roma, que está a punto de llegar a España. Oír esto, y ahí es Troya. Clemente a voces se reivindica:
    ─El verdadero papa soy yo.
    Siguen insultos hacia el prior, dicen que también hacia la santa, el papa de Roma y los visitantes que allí estaban. La algarabía es monumental. Un vecino cierra las puertas del templo, llega al campanario y tira con fuerza de la maroma. Suenan las campanas. El pueblo está alertado. Se acercan a la plaza en tropel. Corre un rumor: se quieren llevar el brazo de Santa Teresa. Clemente y sus obispos tratan de huir, llegan a sus coches, de poco les sirve, los coches empiezan a ser zarandeados. El prior insultado, el párroco y un teniente de alcalde les defienden como pueden. Por fin, la guardia civil interviene. Clemente y sus obispos, rescatados de la turba, son llevados a Salamanca. Volverán a Sevilla en taxi, porque uno de los coches está hundido en el Tormes y el otro reducido a un esqueleto chamuscado.

    El viajero, después de imaginar tan emocionantes sucesos, busca la calle de las Benitas, especie de ronda que rodea el pueblo. Sabe que allí está el convento de las Dueñas. Monjas benedictinas lo mantienen con su esfuerzo y la venta de productos que ellas mismas fabrican. El viajero entra en el zaguán del convento, toca un timbre que hay junto a una ventanita y acude una monja. El viajero pregunta a Sor Manuela, que así se llama la religiosa que se asoma, por las garrapiñadas que fabrican y, todo amabilidad, le enseña los paquetitos en los que las venden, con forma de cucurucho de distintos tamaños, con el sello de la orden impreso, mientras pregunta al viajero por su procedencia, si ha visto ya los restos de santa Teresa, si le ha gustado Alba… El viajero compra unos cuantos paquetitos, para ayudar y porque es goloso y se despide de Sor Manuela, y ya fuera del convento, del pueblo.


(1) Santa Teresa de Jesús murió el 4 de octubre de 1582 y fue enterrada al día siguiente, que no fue el día 5, sino el 15 debido al cambio de fechas previsto por el nuevo calendario gregoriano.
Sobre la ausencia de estos días en la historia de España se puede leer el artículo “El tiempo pasará” de la Historia trascendente.

(2) La otra mano se conserva en un convento de Ronda. Fue tenida por Francisco Franco, que la apreciaba mucho, y que dicen quiso tenerla a su lado al morir.

(3) Todo empezó cuando unas niñas dijeron ver a la Virgen en un descampado del Palmar de Troya. Visionarios y gentes aprovechadas trataron de beneficiarse del asunto, hasta que Clemente Domínguez Gómez más listo que todos los demás empezó a hablar. Acabó convenciendo a muchos. Fundó una orden, la de los Carmelitas de la Santa Faz, hizo fortuna, se hizo coronar papa, y creó su propia corte de obispos. Una gran basílica, aún en pie, compite con San Pedro. El papa Clemente falleció en 2005, pero allí siguen los seguidores de quien fue excomulgado por un papa, y él mismo excomulgó a otro.
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MORELLA

    No es muy grande, ni en tamaño ni en población, pero es enorme su historia. Sus calles rodean la parte baja de la muela en cuya cúspide está el castillo, pero el viajero antes de subir a la fortaleza corretea por sus calles: la de Blasco de Alagón, toda porticada, llena de tiendas y restaurantes, es de mucho provecho para el viajero. Allí comerá más tarde. Callejeando, el viajero busca una casa a la que llaman Rovira. Está en la calle de la Virgen y en la fachada tiene unos azulejos con la representación de un milagro, de los muchos que San Vicente hizo, que dicen sucedió allí. San Vicente tenía ya gran fama. Una familia se encargó de alojar al Santo. El cabeza de familia pidió a su mujer ofreciera lo mejor de la casa para agasajar al célebre taumaturgo; ésta quiso preparar al Santo el más exquisito plato y, perdido el sentido común, no le vino otra cosa a la cabeza que matar a su hijo, degollándolo, y guisarlo para ofrecérselo al invitado. Aun, para asegurarse de que el guiso estaba en su punto tomó un dedo del infante cocinado y lo probó. San Vicente con la clarividencia de quien está tocado por la gracia de Dios, sin que nadie le advirtiera, supo lo sucedido y tomando los trozos del niño lo devolvió a la vida, eso sí, sin el dedo que la demente madre se había comido.
                                            


    Y fue por este tiempo cuando hubo en Morella un importantísimo encuentro. En él se trató de dar solución al cisma de occidente, que mantenía a la Iglesia Católica dividida entre las obediencias romana y aviñonesa, y aún de una tercera: la pisana, porque poco antes, tratando de solucionar el problema de la bicefalia en el gobierno de la Iglesia, se organizó un concilio en Pisa para elegir un papa que sustituyera a los dos existentes con sedes en Roma y Avignon. El resultado no pudo ser más desafortunado: la existencia simultánea de tres papas. En Morella se reunieron Fernando de Antequera, el rey aragonés entronizado por el Compromiso de Caspe, Benedicto XIII, el papa Luna y San Vicente Ferrer. Las conversaciones no dieron el fruto deseado, pero sí una frase para la posteridad. Benedicto no abdicó, y desde entonces la testarudez mantenida por alguien contra toda adversidad se conoce como “mantenerse en sus trece”, el número romano que don Pedro de Luna llevaba tras su nombre papal, y del que nunca estuvo dispuesto a prescindir.

    El viajero sigue paseando. Hay en Morella muchos monumentos que el viajero va viendo, pero de todos la basílica arciprestal de Santa María es el que mayor arte atesora. Fue declarada monumento nacional en 1931, y con razón piensa el viajero, porque ya por fuera, el viajero admira sus dos portadas: la de los apóstoles y la de las vírgenes, una al lado de la otra, las dos góticas. Sobre ellas hay una leyenda que asegura fueron construidas simultáneamente, que los constructores fueron un padre y su hijo, y que mano a mano, uno al lado del otro, rivalizaron en la construcción de ambas entradas al templo. No está claro, de ser cierto, cual de los dos resultó vencedor en tal desafío, pero el viajero, puesto en el trance de ser juez no habría sabido que partido tomar.(1)


    Dentro del templo, a los pies del mismo, el viajero ve el coro y su escalera de acceso, magnífica ésta, llena su baranda de tallas hechas por el morellano Antonio Sancho y el italiano Jussepe Beli.

    Con los ojos bien abiertos el viajero sigue mirando puertas, murallas, conventos, como el de San Francisco, y el castillo, que lo domina todo y desde el que se protegía a la población.

    El castillo, hecho y rehecho varias veces, fue bastión de Ramón Cabrera, el general que tomó partido por el pretendiente Carlos Isidro, que se hizo fuerte allí en 1838, hasta que otro general, Baldomero Espartero, dos años después, tomó Morella por la fuerza, después de que Cabrera se negara a aceptar el fin de la primera guerra carlista, tras la firma de Convenio de Vergara firmado por el propio Espartero y Maroto.

    No es de extrañar que Cabrera, como casi cuatrocientos años antes había hecho el papa Luna, se mantuviera en su posición: en 1836 potenció la guerra de guerrillas, fueron capturados varios alcaldes isabelinos, y ejecutados. La respuesta, llena de venganza, no tardó en llegar: la madre de Cabrera fue detenida y fusilada en Tortosa. Los ecos de tal barbarie sonaron en toda Europa. La sinrazón campaba en la mente de los combatientes. Varias mujeres inocentes fueron asesinadas por las tropas de Cabrera. Al fin, la superioridad de las fuerzas isabelinas mandadas por Espartero puso en fuga a Cabrera, que pasó a Francia, hasta la segunda guerra carlista, en la que también participó.

    El viajero termina satisfecho su visita. Entró en Morella por la puerta de San Miguel, ahora sale por la de San Mateo, y se dirige a otros lugares.

(1) En 1840, durante el saqueo al que Morella se vio sometida durante el asalto del general Espartero, un incendio destruyó el archivo municipal donde se conservaban los documentos sobre la construcción de ambas puertas.
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