EL XIX. ¿EL ESPERANZADOR SIGLO XX?

   La perdida de Cuba y Filipinas en 1898 supuso el definitivo descalabro del sistema de turnos ideado por Cánovas, asesinado el año anterior. Ni Sagasta, ya anciano, ni Silvela, el nuevo lider conservador lograrían evitar el principio de una carrera hacia el desastre, por más que parte de la intelectualidad de la época, aún no conocida como “La generación del 98” ya pensara y exigiera una regeneración de la Nación absolutamente imprescindible, dando la razón a los que ya antes: Costa, Giner de los Ríos, Ganivet... habían luchado por cambiar el estado de las cosas.

   Porque lo cierto es que se había perdido una guerra primero en Santiago y en Cavite, y en los despacho de París después, y de forma humillante; pero en el fondo, en un país inculto y adormecido, nada pasaba; si acaso que quince millones de españoles ya no verían partir a sus hijos hacia una muerte casi segura en unas colonias inseguras(1); y otros tres millones, indolentes, se daban por satisfechos con seguir disfrutando de espectáculos taurinos en la plazas o funciones teatrales o zarzuelas en los coliseos. Ni la monarquía vio tambalear, con la pérdida de las colonias, la base sobre la que se apoyaba el trono. “España no tiene pulso”, diría Silvela, y no sin razón.

   El 17 de mayo de 1902 Alfonso XIII alcaza la mayoría de edad. Es nombrado rey. No pierde tiempo, viste por primera vez el uniforme de Capitán General y se dispone a reinar. Acaba de cumplir 16 años y parece tener las ideas claras, quién sabe si equivocadas, y quien sabe también si ciertos facultades premonitorias, pues había escrito poco antes en su diario: “Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando la patria; cuyo nombre pase a la historia como recuerdo imperecedero de su reinado; pero también puedo ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros, y, por fin, puesto en la frontera…”(2)

   También en su primer discurso como rey dejó claro lo que ya algunos sabían y muchos sospechaban, que siendo un rey constitucional, heredaba los últimos modos del absolutismo. Alusiones frecuentes a “mi reinado”, “mi pueblo”, siendo yo “el primero en jerarquía”, así lo demuestra.

Alfonso XIII, por Mariano Benlliure. Museo BBAA. de Valencia.

   Tras los fastos de la entronización, que fueron muchos y agotadores, un inmaduro, caprichoso y autoritario Alfonso XIII convoca Consejo de Ministros en el Palacio Real. Dura prueba por el gran esfuerzo que deben  realizar los miembros de un gobierno en el que la media de edad rondaba los setenta años y su presidente, el agotado Sagasta, a punto de cumplir los setenta y siete.

   Unas primeras palabras de don Práxedes dando la bienvenida al joven Rey dan comienzo a las discusiones. Porque eso fueron. Con su flamante uniforme, el rey de 16 años quiere hacer uso de los galones que su guerrera muestra. Y se dirige al general Weyler.

   Don Valeriano Weyler es ministro de Guerra. Premiado hasta no caber una condecoración más en su chaqueta, es un hombre de conversación lacónica, acostumbrado a mandar y a ser obedecido, que ha tomado medidas drásticas, pero necesarias, en el cuerpo militar. Recién perdida la guerra con los Estados Unidos, España languidece con una Marina sin barcos y un Ejército con demasiados oficiales y sin soldados. A algunos de estos, los vueltos de Cuba, los premia procurándoles empleos municipales de serenos, conserjes o matarifes; y para reducir el número de oficiales, incentivando los retiros, reduciendo los presupuestos de las academias militares.

   Parco en palabras también en los consejos de ministros, aquel 17 de mayo tiene que romper su costumbre, pues el rey, inquisitivo, pregunta por las causas del cierre de las academias militares. Weyler da pertinentes explicaciones, que son criticadas por el rey y replicadas éstas con oportunas razones por el ministro una y otra vez. No está el general acostumbrado a ese trato, pero se contiene. Sagasta por fin interviene dando la razón al rey empeñado en que las academias se abrieran de nuevo. El general calla disciplinado.

   No contento con esta victoria el rey adolescente, toma una constitución, lee a los ministros el artículo 54 y advierte:
   ─Como acaban de escuchar, la Constitución me confiere la concesión de honores, título y grandezas; les advierto que desde hoy, el primer día de mi reinado, me reservo absolutamente el uso de ese derecho.
   Una última rebeldía en aquel consejo de ancianos ante el impertinente mozalbete la protagoniza el duque de Veragua, don Cristóbal Colón de la Cerda, Ministro de Marina, que con la misma Constitución en las manos lee el artículo 49: “Ningún mandato del rey puede ser llevado a efecto, si no está refrendado por un ministro”. Tablas.

   Seis meses después dimite Sagasta, que al poco fallece. El último soporte del turnismo, pese a los inconvenientes del sistema, desaparecía. Con dos años de retraso los tiempos y modos del siglo XIX parecían llegar a su fin. Otros caminos estaban a punto de emprenderse.

(1) Ese gozo caería pronto en un pozo. Las guerras africanas, y sus exigencias a la Nación, volverían a azotar a las pobres familias españolas.

(2) Como así sería. La forma en la que sucedió el lector la puede conocer en este mismo blog, en el artículo : "Antes de que se ponga el Sol".

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HISTORIAS PICANTES

   El erotismo, en la segunda acepción de la Real Academia Española de la Lengua, dice ser el carácter de lo que excita el amor sensual. Es precisamente en el refinamiento de las maneras, en el sibaritismo de aquel carácter cuando la sensualidad se torna voluptuosa, irrefrenable. No hay mejor lugar que las paredes de los palacios, templos de la ociosidad unas veces, reinos de la indolencia otras, siempre refugio de los secretos peor guardados, para la difusión de las expansiones de sus habitantes, fueran estos reyes, nobles, funcionarios, o servidores del mundo o del cielo.

  Siempre atento el pueblo a las aventuras de quienes les mandan, no tardan sus correrías, cuanto más escandalosas más agrandadas, en ser comidilla en corros, tertulias, gacetas y al fin, si ciertos, figurar en los libros de historia.

    Hasta los más notables intelectos han abandonado alguna vez la razón y han sucumbido a pasiones voluptuosas. Tal ocurre, al menos así lo refiere el antiguo mito medieval de Filis, del que si la Historia no avala los hechos, sí se puede decir que son históricas las versiones y abundantes las representaciones artísticas del mito, usado para ilustrar el dominio que puede ejercer sobre el hombre la mujer, según narra la Canción de Aristóteles o Lai d’Aristote compuesta en el siglo XIII.

   Según una de las versiones del mito, siendo Aristóteles maestro de Alejandro, futuro rey macedonio, observó el excesivo celo que su pupilo mostraba por la cortesana Filis. Como censurara el tutor la distracción en sus estudios al joven príncipe por la atención desmedida prestada a la cortesana, cedió el alumno a las razones del maestro y se apartó de la hermosa Filis; mas no se conformó ésta, y la despechada, resentida, se propuso rendir al entrometido filósofo a sus encantos. Lo sedujo primero y sometido el maestro a la voluptuosidad de venus, lo enjaezó con arreos de bestia y cabalgando sobre él, lo obligó a pasearla, mientras fustigaba sus ancas, mientras Alejandro, advertido por la perversa Filis, oculto observaba la escena.

Ménsula en piedra caliza (S. XIV), representando el
 mito de Filis y Aristóteles. Museo de Historia. Valencia.

   También en la Francia de la Ilustración el pueblo seguía con interés las andanzas de su rey Luis XV. Olvidada la reina María Leczynska fue la favorita Marquesa de Pompadour la que durante un tiempo recibió las atenciones del rey y la que se ocupó de atender las necesidades nada ordinarias del monarca. Lúbrico hasta el extremo Luis, la marquesa más enamorada del poder que el rey le deja ejercer que del propio monarca, se toma en serio su trabajo como amante, primero como mujer, preparando espectáculos teatrales, contando las historias picantes que en los informes policiales se hacía presentar con todas las historias lujuriosas averiguadas en París y ya personalmente citando al rey en lugares preparados al efecto. Eran estos lugares casitas aisladas, próximas a palacio, a las que como en cuentos de hadas, el rey llegaba por sendas que le hacían creer estar en lugares lejanos, misteriosos o prohibidos. Y allí la encontraba a ella. Disfrazada, ya no era la marquesa de Pompadour. Era pastora unas veces, abadesa otras; jardinera un día, otro la encontraba ofreciéndole un tazón de leche como si fuera una campesina. Cualquier fantasía real imaginada, la marquesa lograba hacerla realidad.
   Después, pasados los años, la marquesa seguirá ejerciendo el poder. Será la gobernanta de los amores efímeros del rey y el Parc aux Cerfs, en Versalles, cantera y lugar de todas las lascivias del Bienamado, cuando ya no lo era tanto.

   También las reinas han sido protagonistas de las picardías de los sentidos. Muchas son las anécdotas protagonizadas por Isabel II, la castiza reina española. Tenía la reina como confesor al Padre Antonio María Claret, prelado con olor de santidad, pero también con un especial empeño en moderar, sino suprimir, las diversiones en palacio y desde luego que nada en la reina ni en las damas que frecuentaban la corte incitaran a la concupiscencia de quienes acudían a palacio. Se vanagloriaba de haber reducido los convites, los bailes y los besamanos. En estos es donde más empeño ponía, pues en ellos lucían las damas generosos escotes, en cuyos abismos era difícil evitar cayera derrotado algún general, algún banquero o político de los que para el acto se reunían. Pocas veces el padre Claret, guardián de las buenas costumbres, asistía a aquellas veladas que tan poco le gustaban. Aunque en cierta ocasión sí lo hizo; y el disgusto fue tan grande al comprobar la descocada exhibición de una de las damas asistentes que, incontenible, no pudo hacer otra cosa que acercarse a la reina y amenazar diciendo: “O se cubre, o se marcha, o me marcho”. Isabel, oveja buena y fiel, a ratos, de la Iglesia tranquiliza al pastor:
   ─Pero, padre, si es la moda; y la moda nos lo impone. Usted tranquilo, con no mirar.

   Pero el prelado sí miraba, inquisidor, y cuando aparecía ya sabían las damas como cubrir su“poitrine” con las gasas que para el caso llevaban ocultas, por si fuera menester usarlas y evitar así las malas caras del confesor real. Ni que decir tiene que, como vapores, aquellas gasas se desvanecían apenas el padre Claret abandonada el salón; y todos, damas y caballeros volvían a sus asuntos. A los de siempre.

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LA REBELIÓN DE LOS ESCLAVOS

   François-Dominique Toussaint era hijo de esclavos y él mismo lo fue.  A su padre, perteneciente a una familia real en su lejana tierra africana del golfo de Guinea, de poco le sirvió su rango cuando en Saint Domingue, la zona francesa de la isla La Española, cedida por España en 1697 por el tratado de Ryswick(1), pasó a ser uno más del medio millón de negros, convertidos en esclavos, que se ocupaban de mantener la prosperidad de los alrededor de treinta mil franceses que mandaban sobre ellos. Pero tuvo suerte el joven Toussaint y su dueño lo animó al estudio y concedió la libertad.

   Cuando en Francia, en 1789, se oyeron las palabras libertad, igualdad y fraternidad, en aquella porción francesa de la isla caribeña también se escuchó su eco, un eco engañoso, pues no para todos iba a sonar de igual manera.

   Las clases dirigentes, los Grands Blancs de Saint Domingue, trataron de ser parte de la nueva Francia, tener representación en ella para consolidar su poder, pero se les negó la pretensión. Optaron, pues, por constituir en la isla asambleas propias y demandar autonomía, sin contar con la autoridad de la metrópoli, lo que, pese a contar con el apoyo de los blancos menos influyentes e incluso de los mulatos propietarios, desembocó en el fracaso. Sin embargo, también a las “Gens de Couleur” llegó el mensaje de la revolución, y se rebelaron. Comenzaba la revolución haitiana. Era el principio del fin del esclavismo. Y en ese principio fue parte fundamental Toussaint, que añadiría a su apellido otro: L’ouverture, como reconocimiento a su inicial liderazgo por la libertad de los negros.

   Cabecilla carismático, Toussaint Louverture se refugió en la parte española de la isla, donde recibió instrucción militar, apoyo de los españoles y formó un ejército con el que se dio a la conquista de la zona francesa en su lucha contra el poder opresor. Un ejército de esclavos que no buscaba el incendio de las plantaciones de los blancos ni el saqueo de sus haciendas, como poco antes había sucedido en los tiempos del sacerdote vudú Boukman, sino su libertad, la que preconizaba la Declaración de los Derechos de Hombre y del Ciudadano.

Las plantaciones de caña de azucar eran la principal actividad
en la que más de medio millón de esclavos negros, sin derechos,
trabajaban para apenas treinta mil blancos franceses, sobre todo.

   Pero Louverture, que había combatido con españoles e ingleses en contra de los opresores franceses, cambió de bando al llegar Sonthonax, miembro de la Sociedad de Amigos de los Negros, enviado a Saint Domingue por la Asamblea Legislativa, que otorgó la libertad a los negros de la isla. Más tarde, la Convención, en 1894, decretó la abolición de la esclavitud. Libre, Louverture al mando de sus tropas hostigó la zona española de la isla. Un año después, por el Tratado de Basilea, España cedía a Francia su parte en La Española, a cambio de que Francia se retirara de las zonas ocupadas en Cataluña y las Vascongadas. Louverture ocupa la zona española y unifica la colonia toda ella bajo la soberanía de Francia, pero bajo su gobierno. Pero en la metrópoli las cosas han cambiado. Francia tiene un nuevo dueño, con nuevas ideas. Napoleón envía una flota y al general Leclerc al mando de un ejército con el que recuperar el control del gobierno y detener a Louverture, que llevado a Francia morirá preso en 1803.

   Pero su muerte no será el fin en los anhelos de independencia. Otros finalizarán lo que él había comenzado, no sin dificultades, pues siendo oprimidos antes, trataron de ser opresores después sobre su propio pueblo. Jean-Jacques Dessalines, lugarteniente de Louverture, logrará expulsar a los franceses, declarar la independencia, el 1 de enero de 1804, del recién bautizado Haití y, como Jacques I, proclamarse emperador. Se iniciaba para Haití un duro y penoso existir en libertad.

(1) En realidad esta cesión supuso el reconocimiento de derechos de lo que de hecho existía desde hacía casi un siglo, en el que el abandono por los españoles de aquel sector de la isla propició el asentamiento de bucaneros, filibusteros y todo tipo de piratas, principalmente franceses, en la muy próxima isla Tortuga primero, y de esa porción de “La Española, después y que terminó siendo colonizada por inmigrantes franceses.

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