MUJERES EN LA HISTORIA. LA ILUSTRACIÓN

   La edición de una nueva obra de la serie “Mujeres en la Historia” publicada por M.A.R. Editor que ve ahora la luz es, como siempre, una gratísima noticia. Es además, a diferencia de otras ediciones de esta serie, quizás la más genuinamente femenina. Es cierto que las anteriores ediciones recogían relatos escritos por mujeres y que las protagonistas de los mismos eran mujeres también, pero eran figuras femeninas aisladas, como cápsulas flotando en un mundo masculino, en una sociedad en todo, y en lo cultural también, dominado por los hombres, sin influencia apenas de aquellas disidentes de lo injusto.

   Las protagonistas en esta ocasión son mujeres de la Ilustración, aquel movimiento intelectual en el que la razón, la ciencia y el librepensamiento trataron de imponerse a la superstición, la magia y el dogmatismo. Y ello en una época, la del siglo XVIII, en la que no era fácil para las mujeres subirse al carro de esa nueva modernidad, pero en la que, al menos, alguna de ellas  llegaba al borde del camino y lo intentaba. Ya Pedro Rodrigo de Campomanes, un gran ilustrado, uno de aquellos hombres que gobernaron en los tiempos de Carlos III, dijo que “La mujer tiene el mismo uso de razón que el hombre; sólo el descuido que padece en su enseñanza la diferencia”.  

   Tantos siglos asignando roles a cada género había producido una inercia imparable e incuestionable al parecer. Que la educación de las niñas, por la que Campomanes abogaba, sería uno de los frenos, quizás el más potente para detener esa inercia, lo vieron también las mujeres de la época. Una de ellas, Mary Wollstonecraft, a la que la antología dedica un relato, obra de Carmen Paloma Martínez, no sólo lo dijo, sino que en su “Vindicación de los derechos de la mujer” lo dejó escrito. En Francia, durante la Revolución, acaso fruto postrero de esa época ilustrada, tuvo la esperanza de dar algunos pasos en ese sentido, mas la muerte se la llevó joven, sin saber si esa inercia comenzaría a frenar su ímpetu infausto.

   Pero lo que sí pudo conocer antes de morir es cómo una española conseguía lo que ninguna otra había logrado antes. Y si es indudable que la política educativa del que fue llamado “El mejor alcalde de Madrid” y sus ministros, algo tuvo que ver, también es razonable mantener la duda de ser la causa principal, por ser excepción y no la regla de lo que sucedería en adelante.

                                                       *

   Y es que Maria Isidra Guzmán y de la Cerda era hija de dos grandes de España, el conde de Oñate y de la duquesa de Nájera, lo cual, ya es, como se diría ahora, una forma políticamente incorrecta de presentarla para este propósito; pero es que cabe la duda, y no por la ausencia de méritos que, de no anteponer su rango y ascendencia, hubiera logrado la gracia real.

   Y como la inercia es energía y por tanto fuerza y acción, la reacción debía presentarse indiscutible. María Isidra fue una de esas mujeres reactivas que logró meter la cabeza en un mundo vedado. De sus cualidades intelectuales poco hay que decir por evidentes, así lo vieron la mayoría de sus coetáneos, a los que quizás hubiera sido necesario recordarles las palabras de un humanista dichas dos siglos atrás, cuando a propósito de la enseñanza y capacidad de las mujeres decía que “nadie debe engañarse diciendo que por ser mujeres para las ciencias son inhábiles, pues si ellos y ellas aprendiesen a la par, yo creo que habría tantas mujeres sabias, como hay hombres necios”.

   Dejaba de ser una niña, como quien dice, y ya era, no sin oposición, académica de la Real Academia de la Lengua, pero sin letra, sin sillón, miembro honorario sólo. Ausente del listado de académicos de número de la ya vetusta Institución, quizás hicieran aquellos sesudos hombres oídos sordos a las palabras del humanista Guevara.

   Al poco, y por orden real, María Isidra se examinaba en Alcalá de Henares. Tenía 17 años cuando aquel 6 de junio de 1785 recibía el grado de Maestra y Doctora en Filosofía y Letras Humanas. ¡Qué poco se lo ha reconocido nadie después! ¡Cuánto olvido!

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   No dirá quien estas pocas, torpes y escasamente ilustradas letras escribe que fuera la Ilustración solución a los problemas de abandono y desprecio de los que durante siglos fue objeto el intelecto femenino, relegándola de foros o de simples reuniones en las que se trataban asuntos de “hombres”. No, no se dirá eso aquí, pero sí que en esta época algo empezó a cambiar. Empezaron a surgir algunos salones, en los que damas cultas propiciaban encuentros y reuniones sin distinción de género, en los que la única exigencia era la educación, la cultura y el respeto. De alguna de ellas de habla en este libro.


   Y con su ejemplo, otras se atrevieron a dar la batalla. Como siempre le sucede al ser humano, no es preciso más que un estímulo para atreverse a hacer lo que parecía imposible conseguir; y piensa este pobre escribidor, que siempre tuvo muy presente este asunto, pero que últimamente está especialmente sensibilizado por el tema, que este libro es un reflejo de aquel impulso inicial, y del testimonio de algunas de las mujeres que en cualquier actividad, se atrevieron a darlo desde el escritorio, el lienzo, los salones, el convento, el castillo del un barco pirata o el hogar; sí, también el hogar. Mas no se crea el lector que encontrará un libro de militancia feminista. La antología, teniendo su trasfondo reivindicativo, es esencialmente un libro sobre mujeres que, por el solo hecho de ser valientes en un mundo difícil para ellas, dieron ejemplo, a veces sin pretensiones, de lo que son capaces cuando su impulso es mayor que la opresión. Así lo vemos en el magnífico trazo mostrado por Fátima Díez en su relato Zamba, un conmovedor relato sobre la esposa de Tupac Amaru; Rosi Serrano, hablándonos en una historia de amor y sangre con la costurera de la reina María Antonieta como protagonista;  Ana Gefaell, contándonos los recuerdos de Sor María Anna Agueda de San Ignacio o de Sol Antolín, narrando los lamentos, pero también las ilusiones de Josefa Jovellanos, hermana de su más famoso hermano, Gaspar.

   Si dije al principio que la aparición de este libro es una gratísima noticia; lo es por un doble motivo, el primero porque en esta ocasión, a la habitual participación de Montserrat Suáñez como autora de uno de los relatos dedicado a la madre de Napoleón Bonaparte, hay que añadir el encargo recibido para escribir el prólogo de la obra y su labor como directora de la edición. Tiene la obra, por mor de esta función y la erudición de su directora, además de los relatos de las autoras de hoy, una selección de textos clásicos escritos por las damas que en aquellos años tan importantes para la historia de la civilización supieron escribir y han llegado hasta nosotros; lo cual es muy de agradecer, pues no siempre es fácil el acceso a esos textos, a veces sólo disponibles en ediciones antiguas o caras.

   El segundo porque la antología rinde una equilibrada y sensata promoción de las mujeres como escritoras, sin militancias ideológicas, escribiendo sobre mujeres que reivindicaban sus derechos, a veces con la naturalidad de los actos más simples, consiguiendo que sea un libro para todos, sean mujeres u hombres, tengan la edad que tengan. Un libro, en definitiva, para las personas. Y ese enfoque si se le debe agradecer a alguien es a M.A.R. Editor, que en este tercer volumen ha querido y sabido promover lo que la marquesa de Châtelet, otra de las protagonistas de la antología por la pluma de Lorena San Miguel, en la bella portada del libro parece simbolizar al apoyar Émilie du Châtelet su mano sobre un globo terráqueo: el derecho de las mujeres al conocimiento del universo.
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IGUALDAD, LIBERTAD, LEY


                             ¡Oh, qué día tan triste en Granada
                             que a las piedras hace llorar
                             al ver que Marianita se muere
                             en cadalso, por no declarar.
                             Marianita sentada en su cuarto,
                             no paraba de considerar:
                             si Pedrosa me viera bordando
                             la bandera de la libertad!

   Y Pedrosa la vio, no bordando la bandera, como escribe García Lorca en su romance Mariana Pineda, pero sí con ella en su casa, pues con trampas y malas artes así lo había urdido.

   Todo había comenzado mucho tiempo atrás. Mariana se había casado, a sus quince años, con Manuel de Peralta y Valte, de inclinaciones liberales, pero Manuel falleció pronto, apenas tres años después y Mariana quedó viuda, pero prendido en ella el espíritu del trienio que terminaba justo entonces con la llegada del duque de Angulema y los Cien Mil Hijos de San Luis, que restituían el absolutismo más intolerante de Fernando VII.

   Por aquel tiempo el ministro Tadeo Calomarde nombró Alcalde del Crimen en la Real Chancillería de Granada a Ramón Pedrosa y Andrade, avezado sabueso e implacable perro de presa que se afanó en la persecución de los liberales de su demarcación. Su procedimiento era la tortura y el espionaje, y con la primera fue como consiguió que un revolucionario, Romero Tejada, rotos sus huesos, abiertas sus carnes, descubriera a muchos y que Mariana Pineda fuera puesta bajo vigilancia permanente al saber de sus relaciones con los liberales granadinos y los exiliados liberales en Gibraltar.

Casa familiar de Mariana Pineda en
la Carrera del Darro en Granada.

   Pero la actividad de Mariana no cesa. Asiste a reuniones, actúa como correo. Finalmente es detenida por Pedrosa, que la acosa, como liberal, y dicen que como mujer. Pero tiene que ser liberada. No hay motivos suficientes. Lejos de amilanarse continúa sus reuniones, ahora en la casa de los condes de Teba(1). En 1828 es detenido Fernando Álvarez de Sotomayor, comandante y primo de Mariana. Se descubren sus tendencias liberales y una carta que lo implica en un complot. Es condenado a muerte. Como nada se puede hacer por las buenas y Mariana no se resigna a perder a su primo, aprovecha la constante presencia de frailes en la prisión para concebir un plan de fuga. En las frecuentes visitas que le hace, introduce poco a poco las prendas precisas para confeccionar un disfraz. Nada falta para que el aspecto del prisionero sea el de un fraile cualquiera: hábito, cordón, rosario, y hasta un gorro negro. Si acaso hace falta algo más es un poco de suerte. El día 25 de octubre Álvarez, durante sus oraciones en la capilla, logra quedar solo unos instantes. No tarda mucho en salir de la capilla, ahora con su hábito de capuchino. Con la cabeza gacha y las manos juntas comienza un angustioso camino hacia la libertad.

   Que le abrieran las distintas rejas y lograra salir al patio y al fin ser libre antes de que descubrieran su falta, yendo disfrazado de capuchino, debió ser cosa de la providencia, pero el caso es que al poco estaba en casa de Mariana Pineda, de donde por considerarse lugar poco seguro, se trasladó a otros refugios.

   No tardo mucho Pedrosa en aparecer por la casa de Mariana en busca del reo fugado, y al no hallarlo allí, burlado, puso precio a la cabeza de Álvarez y cerco de vigilantes a la casa de Mariana.

   Como si fueran acicate para la su conciencia liberal, las intentonas liberales, como la de Torrijos o Manzanares, aplastadas por el régimen absolutista, no hacían más que fortalecer su espíritu. Encargó a dos costureras del Albaicín que confeccionaran una bandera liberal, pero el sagaz Pedrosa la perseguía tenaz, y enterado del encargo, ordenó a las bordadoras bajo coacción, después de que la cautelosa Mariana ordenara suspender el trabajo, que lo prosiguieran, grabaran las letras indicadas y terminado el trabajo lo llevaran a casa de Mariana.

   Llegado el día, las bordadoras entregaron la bandera, que Mariana, pese a haber anulado el encargo, guardó inocentemente en su casa. Inocente e incauta, pues el avieso Pedrosa se presentó de inmediato con varios soldados y el escribano de Cámara, Mariano Puga, que levantó acta del registro, en el que se descubrió la bandera en la que se hallaban bordadas las palabras: Igualdad, Libertad y Ley.

Puerta de Elvira. Granada. Junto a ella fue agarrotada
Mariana Pineda por el verdugo José Campomonte.

   Arrestada en su domicilio, Mariana es interrogada por un Pedrosa implacable. Pero de su boca no sale delación alguna. Enferma, se dispone su traslado al convento de Santa María Egipcíaca. En la última oportunidad, con ropas de anciana, en un descuido de sus vigilantes, logra salir de la casa, corre, pero es alcanzada. Requerida una pronta solución del caso por el ministro Tadeo Calomarde, se condenó a Mariana a la pena capital, que fue firmada por el rey. Nada podrá salvarla ya. El 26 de mayo de 1831, junto a la Puerta de Elvira, José Campomonte gira el tornillo del garrote que rodea el cuello de Mariana. Y se hizo el silencio.


 (1) El conde de Teba don Cipriano Palafox y Portocarrero y su esposa doña María Manuela Kirkpatrick fueros los padres de Eugenia de Montijo, futura emperatriz de los franceses.
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