EL MONUMENTO A COLON: ARTE E HISTORIA

   Si hoy está Colón magnífico, su dedo índice señalando la mar océana, impertérrito ante los avatares que en el mundo acontecen cincuenta y dos metros por debajo de sus pies, fue gracias al esfuerzo de catalanes que así lo quisieron, que en suscripción pública aportaron parte de lo que iba a ser necesario para alzar tan colosal monumento. Porque no fue fácil erigir el monumento a Colón de Barcelona. Previsto su término en el plazo de dos años, se demoró seis su inauguración. Una capa de escombros primero, un banco de arena y las filtraciones de las aguas del puerto después eran inconvenientes que no se resolvieron hasta encontrar a ocho metros de profundidad un banco de piedra sobre el que afianzar la cimentación. Tampoco financieramente las cosas fueron fáciles; lo que se pensaba podría sufragarse con la suscripción pública, ante el aumento de costes, precisó la ayuda del Ayuntamiento, que aportó el importe necesario para lograr un feliz término de la obra. También el Estado ayudó. Varias toneladas de bronce provenientes de cañones fundidos fueron entregados para su refundición en forma de arte. Así, finalmente, se pudo llevar a cabo un proyecto que ya había nacido en los papeles en tiempos de la Primera República, y que aquel viernes, 1 de junio de 1888, iba a ver la luz cuando, tras descolgar la gran bandera de España que lo cubría, don Práxedes Mateo Sagasta, en nombre de la Reina Regente, declarase inaugurado el monumento.


   Y es que se había puesto la primera piedra en tiempos de Alfonso XII, mas este rey, el pacificador lo llamaron, no alcanzó a ver erigida la colosal obra, que lo es si atendemos a un primer detalle: el dedo índice con el que el navegante señala el horizonte alcanza los cincuenta centímetros; medio metro que parece poca cosa si pensamos en los casi ocho metros de la estatua del descubridor del Nuevo Mundo o la talla de su pie, cuya pisada deja una huella que mide 1,20 metros desde el talón a la punta del pie. Pero si estas magnitudes pueden impresionar en un monumento de sesenta metros desde su base hasta la cima, no es menor la admiración que despierta la labor escultórica que los artistas catalanes desarrollaron en él.

   Bajo la dirección de don Cayetano Buhigas Monrova, que también había realizado el proyecto, muchos fueron los artífices artísticos del monumento: Josep Llimona realizó sobre el pedestal de granito adornado por ocho leones de bronce, obra de Vallmitjana parte de los bajorrelieves originales, con escenas de Colón y los Reyes Católicos. Gamot Pagés Serratosa, Eduard Alentorn y Rafael Atché realizaron diversos grupos escultóricos y el propio Atché, la colosal estatua del marino genovés. Y muchos más participaron en la obra, para que aquel 1 de junio de 1888 Barcelona recibiera muy ilustres visitantes para contemplarla por primera vez. Acudieron a la Ciudad Condal la Reina Regente doña Cristina, el presidente Sagasta, también varios ministros del gobierno y una representación del ayuntamiento de Génova, su alcalde, el señor Castagnola a la cabeza, que con el alcalde de Barcelona, el señor Rius y Taulet, y resto de autoridades locales asistieron a la inauguración del monumento a Cristóbal Colón, un homenaje al navegante, parte de la historia y obra de arte al mismo tiempo, que aún podemos admirar. 
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EL COSACO DEL DON

   Acaba de comenzar el año 1775. El conde Pedro Panin conduce un prisionero camino de Moscú. Confinado en el minúsculo espacio delimitado por los barrotes de una jaula, el cautivo se ha enfrentado al imperio. Ganó adeptos, formó un ejército y luchó. Como casi diecinueve siglos antes el tracio Espartaco, Emelyan Pugachev ha desafiado al poder y, como entonces aquél, Pugachev va a pagar cara su audacia.

                                                         *

   No era de extrañar tales adhesiones. Poco antes, en agosto de 1767, se había publicado en Rusia un ucase por el cual se condenaba al látigo, y a realizar trabajos forzados y perpetuos en el exilio siberiano, a los siervos y campesinos que se atrevieran a formular cualquier queja o protesta por el trato recibido de sus amos terratenientes. En realidad, el decreto de la zarina no era sino una vuelta de tuerca más en el estado de regresión al que las miserables capas trabajadoras estaban sometidas. En el reinado anterior de la emperatriz Isabel era posible para el amo déspota desterrar a sus siervos a Siberia, pero como hombres libres y, aunque lejos y en tierras ásperas, iniciar una nueva vida.

   Pero ahora, pese a que Catalina II había bebido en la fuentes de Montesquieu, de Beccaria o de Voltaire, con quien mantuvo una intensa relación epistolar, y estaba en contacto constante con quieres eran sus mejores propagandistas: Diderot o D’Alembert, entre otros, algunos de los cuales fueron generosamente, y puede que de modo desinteresado, agraciados por la liberalidad de Catalina, poco quedaba de sus ideales o sus iniciales propósitos de aliviar la situación de los siervos rusos. Si lo deseaba, no lo era tanto como para poner en peligro su trono, lo que podía suceder de no mantener los privilegios de los nobles y latifundistas rusos.




   No era ella la responsable de aquella situación, que era legado recibido, pero también herencia para sus sucesores. Durante el siglo en el que le tocó vivir, la situación de los siervos no había hecho más que empeorar.  Siempre atados a la tierra y el arado y a sus dueños, poco a poco la relación de obligaciones recíprocas entre siervos y amos se había deteriorado y desde los tiempos de Pedro I, prácticamente habían quedado reducidos a esclavos. No eran mucho más que animales o peor: cosas, objetos que podían ser vendidos en un mismo lote junto con otras propiedades de sus dueños.

   El diario de avisos “Noticias de Moscú” publicaba: “Se vende: domésticos y artesanos hábiles de buena conducta, a saber, dos sastres, un zapatero, un relojero, un cocinero, un carrocero, un fabricante de carretas, un grabador, un dorador y dos cocheros que pueden ser examinados y cuyo coste puede confirmarse en el 4º distrito, sección 3, en la propia casa del propietario, nº 15. También se venden tres caballos de carreras jóvenes, un potro y dos capados, y una jauría de perros…”

   Estas ventas eran frecuentes. A veces los individuos se vendían con sus familias, pero en ocasiones solos, rompiendo aquéllas los señores sin mayor miramiento. William Coxe era un religioso inglés que viajó en aquellos tiempos por Rusia y comprobó el maltrato sufrido por los siervos. Igual hizo el francés  Massón que sobre lo mismo dijo sentirse repugnado por la visión de un anciano de luengas barbas blancas, caídos sus pantalones y apoyada su frente en el suelo mientras era azotado; y en el colmo de la indignidad asqueado al ver cómo un padre de familia era fustigado por su hijo obligado por el amo de ambos. Aunque desde luego no siempre era así. También había amos paternalmente benévolos con sus criaturas.

                                                         *

   Era el panorama propicio para la protesta, para la revuelta. Pero hacía falta un líder, la persona con el valor y el arrojo de los que están dispuestos a todo por algo, un idealista o un loco. Y aunque quizá no se sepa bien cuál de las dos cosas fue, Pugachev fue el líder que rebeló a los miserables contra la injusticia.

   Dos años duró su loca aventura desde que en la primavera de 1773 había irrumpido en la región de los Urales al mando de una nutrida tropa, conquistando pueblos y agrupando gentes a favor de su causa. Declaraba ser el zar Pedro III ante campesinos y siervos descontentos por su misérrima existencia, que le creyeron o fingieron creerlo. Afirmaba haber escapado de la prisión a la que lo tenía forzado su esposa, la emperatriz usurpadora, y estar dispuesto a recuperar el trono y aliviar la pesadumbre que abrumaba a los siervos.

   En su avance grupos de cosacos y tribus tártaras, siervos de las haciendas arrasadas, de las minas o industrias de la región de los Urales y del Volga se unían al sedicioso. Su fama y su poder crecían paralelos y con el mismo brío. Pugachev y sus tropas sembraban el terror. Los nobles huían asustados y se refugiaban en las ciudades, y aun, buscando la mejor protección, en Moscú, mientras los siervos incrementaban las huestes del cosaco del Don, que en el colmo de su frenesí, como auténtico Pedro III redivivo(1), salvador de la patria y redentor de los siervos, estableció una corte de pacotilla en la que sus fieles recibieron los nombres de los personajes que  servían a la emperatriz Catalina. Individuos rebautizados con los nombres de Orlov, Panin  o un nuevo gran duque Pablo, como heredero del imperio, poblaban aquel escenario en el que  él se hizo acompañar por seis concubinas, a modo de damas de honor, remedo de los amantísimos favoritos de la Semíramis del Norte.

    Incluso la antigua capital moscovita, con el grueso de las tropas imperiales luchando en el Sur contra la Sublime Puerta, no parecía lugar seguro. El peligro de lo que dejaba de ser una revuelta para convertirse en una revolución hizo temer a la emperatriz incluso el asalto de Moscú por los rebeldes. Pungachev la amenazaba; hasta San Petersburgo, lejana, pero igual de desprotegida, se inquieta ante el avance incontenible de Pugachev y sus 15.000 soldados.

   En la primavera de 1774 el general Bibikov infringe una severa derrota al rebelde, que logra escapar de milagro. Rehecho, con un nuevo ejército, Pungachev inicia una nueva ofensiva. Tan deprisa como las derrotas lo ponen en fuga, se revuelve en feroces contraofensivas.

   Por fin, en el verano de ese año, Rusia y Turquía firman la paz. Con la victoria rusa, Catalina ha incorporado varios territorios del Cáucaso, logrado un acceso a Mar Negro y, con la independencia de Crimea, la posibilidad de su futura anexión a su imperio; pero además, la paz deja libres las tropas, y sin tardanza el general conde Panin se apresta a dar la batalla definitiva al desertor Pungachev, que una vez más, derrotado, cruzando a nado el caudaloso Volga, logra escapar. Pero su aura se apaga y algunos son los que por una recompensa y el perdón lo traicionan.

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   El 10 de enero de 1775 la cabeza de Emelyan Pugachev rodó por el suelo moscovita. Sólo la “benevolencia” de la emperatriz evitó un cruel suplicio, al permitir fuera el reo decapitado antes que descuartizado, como estaba previsto. Aunque la revolución de Pugachev dio aviso de la necesidad de suavizar las condiciones de los campesinos. Así lo dijo Catalina a su ministro de Justicia  cuando le expresó: “Si no consentimos en disminuir la crueldad y moderar una situación que resulta intolerable a la raza humana, tarde o temprano serán ellos los que den ese paso”, lo cierto es que nada se hizo. Los nobles no eran de esa opinión y Catalina, la gran emperatriz ilustrada, defensora de las artes y de los principios humanitarios, según proclamaba, nada hizo; fue al menos en su trato a los siervos y campesinos rusos, mezquina y pequeña. Ningún otro zar, posteriormente, hasta Alejandro II, y sin efectos prácticos, mejoraría la situación del pueblo ruso. Todos sabemos las consecuencias de aquella ignominia.
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