AGOTES: UNA SEGREGACIÓN DEL PASADO

    Son conocidos como agotes, pero se ignora porqué se les llama así. También se desconoce su procedencia, aunque existen varias hipótesis sobre su origen: descendientes de fugitivos leprosos, grupos godos aislados en las montañas o antiguos seguidores de la herejía albigense huidos de Occitania. Algunos de los estudiosos del asunto apuestan por esta última como la más probable. Dicen que, convertidos al catolicismo, fueron acogidos por la Iglesia, pero despreciados por la sociedad.

    Sea cual fuere su origen, lo que sí conocemos es la ignominia a la que fueron sometidos. Habitaban en varios valles pirenaicos, pero donde se establecieron las mayores colonias fue en el valle del Baztán.

    Las primeras noticias que conocemos sobre su existencia proceden de los lejanos tiempos del siglo XIII, y desde que conocemos algo de ellos, sabemos que fueron discriminados, apartados de la sociedad. Su aislamiento propició una endogamia que, con el paso de las generaciones, dio lugar a taras. Enfermedades como el bocio y el cretinismo contribuían a incrementar el rechazo que pesaba sobre ellos. No se les permitía cazar en los bosques, pescar en los ríos, beber en las fuentes. Eran cristianos y la Iglesia los aceptó, pero no les dio un buen trato. En muchas iglesias tenían una puerta lateral, exclusiva para ellos. Dentro, también disponían de unos bancos especiales, y en algunos lugares al comulgar se les tendían las sagradas formas sujetas a un palo para no tener que acercarse a ellos. Los niños hijos de agotes eran bautizados en pilas distintas a las que usaban los niños que no lo eran. Vivían marginados, obligándoles a llevar una marca, y al morir también eran enterrados aparte.

    En el siglo XIV, en Arizcun, se construyó un barrio con el impulso de los Ursúa, una de las familias nobles del Valle del Baztán. Se le llamó Bozate. Desde entonces sería su hogar. Allí vivirían y morirían, marginados, despreciados; aunque no parece que sea cierta la especie de que los Ursúa o los Goyeneche, distinguidas familias de Arizcun los tuvieran sometidos a algún tipo de dominio personal.

    Unos cuatro siglos después, en los primeros años del siglo XVIII, don Juan de Goyeneche y Gastón, natural de Arizcun, pero asentado en Madrid, hombre emprendedor, promueve la fundación de un nuevo lugar. Le pondrá por nombre Nuevo Baztán, y estará llamado a ser un foco industrial, y su morada. Encargó a José Benito de Churriguera la construcción de la que, separada de Olmeda, sería villa y dispuso la llegada de agotes que, con fama de buenos constructores y carpinteros, contribuyeron a la construcción del palacio y de las industrias que durante casi un siglo, hasta su declinar económico, darían vida al sueño de Goyeneche, que al morir quiso ser enterrado en la iglesia de San Francisco Javier.

Panteón de hombres ilustres. Madrid.

    En 1817 el conde de Ezpeleta, virrey de Navarra, promulgaba el decreto de igualdad de los agotes. Parecían terminar setecientos años de oprobio; pero no sería así. La ignorancia o el temor de las gentes no se borraban con un decreto.

    Así, la situación de marginalidad perduró, con toda su crudeza, durante el siglo XIX, y aún en el XX habría episodios de intolerancia, parece que ya superados.

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LAS COSAS DEL QUERER

    La bautizaron con el nombre de Juana, y aunque nació princesa, acabó siendo reina. Bien jovencita, como era costumbre en la época, sus católicos padres concertaron su matrimonio con el archiduque Felipe de Austria. Era un matrimonio interesado, que respondía a los intereses de la corona, pero Felipe era apuesto, y la princesa española quedó prendada de inmediato. Como se suele decir, se mataron dos pájaros de un tiro.

    La boda se celebró en Lille. Pronto Juana descubre la inclinación de su esposo al galanteo. Enamorada y celosa, Juana vigila a Felipe como buenamente puede. Por fin vuelven a España. Van a ser jurados príncipes de Asturias y Gerona; pero Felipe no estará mucho tiempo. Él regresa a Flandes, y deja en España a Juana, que no soporta la soledad tras la marcha de su esposo. Felipe es atractivo, le llaman el Hermoso, gusta de las mujeres a las que él también agrada. Juana lo sabe y ahora no puede vigilarlo. Al fin deja España, pese a la oposición de sus padres, y parte en pos de su esposo. La vida del matrimonio es una sucesión de reuniones, siempre fogosas, y ausencias, en las que Juana, dominada por los celos, parece enloquecer (1).

    Pero si en vida Juana da muestras de excentricidad, fue la muerte del amado la que trastornó definitivamente a la reina.

   Quizás el repentino e inesperado fallecimiento de Felipe(2) agravase considerablemente la locura de la reina; el caso es que a partir de ese momento se sucedieron en cadena una serie de actos, a cual más patético.

    Juana ordena que se traslade el cuerpo de Felipe a la cartuja de Miraflores. Si en vida cuidó celosa que ninguna otra mujer se lo arrebatara, muerto Felipe, la cosa sigue igual. La reina está abatida, no hay consuelo para ella. Juana guarda la llave del féretro. Nadie salvo ella puede ver a Felipe. Varios días después, el cadáver de Felipe desprende un olor nauseabundo. Juana no parece sentirlo. Desconsolada abre la caja y se abraza al cuerpo en descomposición.

Cartuja de Miraflores (Burgos)

    En noviembre de 1506, casi dos meses después de la muerte de Felipe, Juana, ante la insistencia de sus próximos, decide el traslado del cadáver a Granada. Sus irracionales celos le llevan a participar en el viaje. En una de las etapas el cortejo se detiene en un convento. Juana ordena proseguir la marcha. El convento es de monjas. Ninguna mujer debe acercarse a Felipe.

    Durante el viaje se declara la peste. El viaje se interrumpe. El cortejo se desvía a Tordesillas. Allí, Juana ya desequilibrada por completo, es confinada por orden de Fernando, el rey Católico, y padre suyo.

    Aislada, prisionera y loca, quién sabe cuanto, Juana ocupa unos aposentos con vista al templo y directamente al ataúd de Felipe, que por orden suya es ubicado allí hasta que los restos del príncipe son trasladados a la capilla Real de la catedral de Granada, terminada de construir por orden de Carlos, rey de España y emperador de Alemania, que ya acoge los restos de Isabel y Fernando, los padres de una reina que no reinó, pero que nadie dejó de considerarla como tal. En 1555 fallece Juana reuniéndose definitivamente con su amado en Granada.

    Si la obsesión de Juana de Castilla por mantener próximo a ella los restos de su esposo fue grande, no lo fue menos la de otra mujer, culta y sensible, que mantuvo a su lado la momia de su marido hasta que la muerte de ella los separó, o unió, quién sabe, definitivamente.

    Carolina Coronado nace en Almendralejo. No ha cumplido aún los treinta años cuando contrae matrimonio con un diplomático norteamericano, Horacio Perry. El matrimonio vive en Madrid, donde Carolina se codea con políticos y literatos de la época. Es culta, educada y hermosa. Espronceda escribe unos versos dedicados a su belleza y Madrazo la retrata para la posteridad; pero la desgracia se cierne sobre ella. En Lisboa fallece Horacio. La demencia hace mella en Carolina. Enamorada del esposo, manda embalsamarlo. Ya no se separará nunca de él. En su residencia de Sintra la momia de Horacio la acompañará hasta el fin. Poetisa romántica y tocada de amor escribirá:

                           ¿Cómo te llamaré para que entiendas
                           que me dirijo a tí, ¡dulce amor mío!,
                           cuando lleguen al mundo las ofrendas
                           que desde oculta soledad te envío?

    Y supo cómo llamarlo. Durante los siguientes veinte años llamó e hizo llamar al esposo, en cuerpo presente, momia acartonada, “el silencioso”, del que no se separó hasta su muerte. En 1911, Carolina Coronado fallece en Sintra. Horacio y Carolina una vez más siguen juntos. Sus restos son trasladados a Badajoz, donde aún reposan.


(1) Valga como ejemplo de su demencia el episodio sucedido en el castillo de la Mota en el que decidió instalarse en una garita, más próxima del camino a Flandes, donde se encontraba su querido, que en sus confortables aposentos.

(2) Parece que Felipe había realizado un gran ejercicio físico en el juego de la pelota. Al terminar la partida, sudoroso, pidió agua para refrescarse. Al día siguiente estaba indispuesto, con fiebre alta. Pocos días después, en Burgos, en el palacio del Cordón, Felipe el Hermoso dejaba este mundo.
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ALGO DE POLÍTICA

    Miramos hacia el pasado, hasta el año 1837. Se ha promulgado una Constitución que termina con el viejo régimen, que acaba con el feudalismo, el mayorazgo, el diezmo… Todo había comenzado veinticinco años antes, en Cádiz, pero un rey “deseado”, aunque “indeseable” reinaba como si nada se hubiera hecho. Ahora la reina gobernadora, María Cristina de Borbón, regente a la espera de que la niña que iba a ser reina creciera, pasa por malos momentos. Criticada por sus constantes amoríos y por negocios que sólo a ella benefician está en una encrucijada. La puntilla está a punto de caer sobre su real testuz.

    La constitución del 37 dice que para el gobierno de los pueblos haya ayuntamientos nombrados por los vecinos. Se redacta una ley, pero el espíritu liberal no se respeta. La Ley de Ayuntamientos propuesta deja en manos del rey y de los partidos la designación de alcaldes y ediles. En 1840, los liberales piden a la regente que no firme la ley. María Cristina acepta, al fin y al cabo ella siempre ha tenido cierto talante liberal. Después la regente sale de viaje. Llega a Barcelona, y allí firma la ley. Madrid se revoluciona. La gente se arma. La regente, asustada, nombra a Espartero jefe del gobierno, pero Espartero es liberal, es contrario a la ley que la regente le había prometido no sancionar. María Cristina, en Valencia, es conminada. Tiene mucha gente en contra, debe compartir la regencia, derogar la reciente ley firmada…, también hay otras exigencias. Se niega a todo. Espartero, también en Valencia, se reúne con ella. Al fin, María Cristina decide salir de España. Abandona a sus hijas y renuncia a la regencia, que será para Espartero. La escena en el palacio de Cervelló, donde se aloja en Valencia con sus hijas, es conmovedora. Madre e hijas son un mar de lágrimas, pero sus hijas deben quedarse: Isabel debe ser reina.

Palacio de Cervelló. Valencia

    María Cristina embarca en “El Mercurio” camino de Francia. Ahora, María Cristina, de profesión sus negocios y sus conspiraciones, vive en París. Rodeada de lujo está en contacto con España. Le visita Narváez, que aún no es espadón(1), pero se va entrenando para ello.

    Llega el otoño de 1841. Una noche lluviosa llega al palacio Real una partida de gente armada. El grupo entra por la fuerza. En la escalinata comienza un tiroteo. Desde el rellano de los leones los asaltantes disparan y desde lo alto de la escalera los alabarderos defienden la posición, el palacio y a la reina niña, a la que los asaltantes quieren secuestrar.

Palacio Real de Madrid. Rellano de los leones, escenario del tiroteo.

    El comandante Dulce y su exigua tropa mantienen la posición. La reina y la infanta, asustadas, son trasladadas a un aposento más seguro. Isabel quiere que venga Espartero, Luisa Fernanda quiere rezar. Desde la calle una bala rompe el cristal y se incrusta en el marco de una ventana. Es en la habitación donde están las niñas. Pánico. Vuelven a ser trasladadas. Por fin Dulce y sus alabarderos controlan la situación. Al alba todo ha terminado. Los responsables directos ajusticiados, sólo ellos. Espartero aún durará dos años en la regencia, hasta el bombardeo de Barcelona, después el exilio en Londres, mientras Isabel, que sólo tiene trece años, es declarada mayor de edad y jura la Constitución. María Cristina ya no volverá a ser regente pero podrá volver a España.

(1) Ramón María Narváez ha pasado a la Historia como el “Espadón de Loja” ya que, espada en mano, irrumpió en el Consejo de Ministros presidido por el conde de Clonard, disolviéndolo.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: TOLEDO

     Antes de llegar a Toledo el viajero ya ve destacar contra el cielo el perfil de la torre de su catedral. Sobresale sobre todo, y le hace recordar que Toledo fue muchas veces capital. Lo fue para los visigodos, lo fue para Castilla y para España; así que no le extraña comprobar, ya llegado a la ciudad, que para admirar cuanto de diverso arte ha hecho el hombre sea capital estar allí. El tiempo ha respetado muchos de los sillares y ladrillos puestos en los últimos diez siglos, y los edificios destruidos han sido rehechos. El Alcázar sucumbió, pero fue reconstruido; también la plaza de Zocodover renació y vive pujante irradiando sendas comerciales donde la luz, reflejada por los damasquinados de los escaparates, alumbra a los turistas que suben y bajan por sus calles.

     El viajero vuelve a ver la torre de la catedral. Allí está la campana gorda, en un solitario campanario, con su caperuzón de tres pisos, como si fuera una tiara sobre la cabeza de una Iglesia que mandó, y mucho, sobre una España devota, sometida en casi todo a una jerarquía eclesiástica directora de conciencias.

     El viajero rodea la Primada a pie antes de entrar por la puerta Llana. Al viajero le parece enorme. Tiene cinco naves. El coro, en el centro, es una filigrana tallada por el formón de Berruguete y otros. La capilla mayor tiene sitio para la figura de Abu Wallid, el único musulmán al que se le ha dado vecindad con ángeles y santos: fue este alfaquí quien rogó a Alfonso VI, que había reconquistado Toledo para la cristiandad, que perdonase al arzobispo y a la propia reina, que habían roto la promesa del rey de permitir que el templo siguiera siendo mezquita, convirtiéndola en templo cristiano.

     El viajero no quiere dejar de ver el claustro al que se llega por la puerta de Mollete(1), que ve cerrada. Pregunta, y le contestan. La puerta la abren a las cinco de la tarde y sólo un rato.

     Pero el viajero no quiere perder el tiempo. Toledo es pequeño en espacio, pero enorme el tiempo necesario para ver siquiera algo. El viajero va hacia la iglesia de Santo Tomé. Allí está El entierro del conde Orgaz(2), obra cumbre del Greco, si se puede decir esto, y no que su obra es una cordillera de grandiosos picos. Allí, en el lienzo ve al Conde, a San Esteban y San Agustín, que le sostienen; a los amigos del Conde y al propio Greco y a su hijo. El viajero queda ensimismado ante el cuadro. No encuentra el momento de salir. El cuadro parece retenerle, y se queda allí buen rato inmóvil, como si estuviera pegado al suelo por imán que le impidiera moverse.

     Por fin sale, y vuelve a la catedral. La puerta de Mollete está abierta. El claustro tiene los muros con pinturas de Maella y Bayeu. Junto a la puerta en muy mal estado, y sin que parezca que haya intención de restaurarla, la pintura del martirio de un niño cristiano por judíos. En los pisos altos las viviendas de Claverías. Las mandó construir el Cardenal Cisneros como celdas para clérigos. Acabaron sirviendo como casas de los empleados de la Primada y de sus familias, cuando en los momentos de omnipresencia en la vida de la ciudad mantenía en nómina una legión de operarios de todo ramo.

Claustro de la catedral del Toledo en 2003

     "La Catedral" de Blasco Ibañez ilustra bien como era la vida en el templo hace cien años y como en distintos momentos de su historia acontecieron variados sucesos que determinaron que el viajero vea las cosas como están hoy: allí está la capillita de la Estrella. Ésta ya existía antes de que se construyera la Catedral. Era propiedad del gremio de los tejedores, cardadores y laneros, quienes rendían culto a la Virgen titular de la capilla. La cedieron para la construcción del templo a condición de seguir siendo dueños de la misma y del espacio inmediato hasta las primeras pilastras. Así fue. Los laneros en su fiesta usaban de su derecho perturbando los oficios religiosos. En el siglo XVIII, el Arzobispo Valero Losa les puso pleito, que perdió y le ocasionó la muerte por el disgusto. En un arrebato de soberbia humildad dispuso ser enterrado allí, frente a la capilla, para ser pisoteado por sus vencedores. El viajero quiere saber como era por fuera el personaje, que por dentro ya intuye tuvo nobleza en su carácter; así que entra en la Sala Capitular. Allí están retratados todos los arzobispos primados de España. Siguiendo el orden del tiempo llega al mil setecientos y pico. Lo encuentra: delgado, con la mirada fija de las personas determinadas a un fin. Piensa el viajero, aunque no es un entendido en estas disciplinas pictóricas, que quien se encargó de pintarlo supo entender bien al personaje.

     No se olvida el viajero de ver otras maravillas. Las que puede: aún dentro de la Catedral el transparente, y enfrente la capilla de San Ildefonso donde hay sepulcro con los restos del cardenal Gil Carrillo de Albornoz, que murió en Italia, y cuyo cortejo fúnebre se trasladó a pie hasta la sede de la que fue arzobispo. Un año duró el traslado, y hasta el propio rey Enrique II arrimó el hombro a fin de obtener las indulgencias plenarias que se concedían a los cristianos que participaran en el mismo. Debió pensar que las necesitaba, no en vano pasó a la Historia como “el fratricida”. Ya fuera, San Juan de los Reyes le retiene un buen rato. Fue fundado por los Reyes Católicos para conmemorar la victoria sobre el rey de Portugal, don Alfonso, defensor de “La Beltraneja”, en la lucha por la corona de Castilla. El viajero se despide con una mirada desde los “cigarrales”. Decide que volverá otra vez.

(1) Molletes eran las piezas de pan que en esa puerta se bendecían para repartirlos entre los pobres; ya no se mantiene esa tradición caritativa; pero sí su recuerdo en el nombre de la puerta.

(2) Unas excelentes fotografías y sendos detallados y didácticos estudios de este cuadro y sus personajes podrá el lector encontrarlos mediante estos enlaces en los blogs España Eterna y Arte Torreherberos
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DISFRACES

     A Diana de Méridor, muy aficionada a estos asuntos del florete y las máscaras.

     Reinaba en España Felipe III, un rey incompetente del que su padre ya dejó aviso: “Dios que me ha dado tantos Estados, me niega un hijo para gobernarlos”; pero pese a la incapacidad del rey, España mandaba en el mundo y era combatida por sus enemigos en diversos frentes. Venecia era uno de sus rivales. La Serenísima República y el ducado de Saboya, con Francia y sin olvidar a Inglaterra, eran los encargados de urdir los tejemanejes antiespañoles en el norte de Italia.

Felipe III

     Mientras, en España, se mantenían posturas enfrentadas sobre las acciones a seguir. El valido del rey, el duque de Lerma, más preocupado por llenar sus bolsillos hasta llegar a ser el hombre más rico de España, dirigía las posturas más moderadas; pero había también gentes que abogaban por mantener una acción más enérgica con los rivales que trataban de socavar el poderío español.

     Uno de estos hombres era don Pedro Téllez, duque de Osuna, y en 1618 virrey de Nápoles. Era el duque, desde sus tiempos mozos, amigo de don Francisco de Quevedo. Compañeros de estudios en Alcalá de Henares, habían tenido aventuras galantes y juntos se habían visto envueltos en algún que otro lío. El duque, que conocía a su amigo, lo llamó a Nápoles. Quevedo que, como el duque, pensaba que España debía plantar cara a sus oponentes acudió a la llamada de Osuna. Nada más llegar conoció los planes del virrey, y Quevedo, escritor, pero aventurero por naturaleza, aceptó el encargo: debía organizar la toma de Venecia. Instalado en la ciudad de los canales, con ayuda de algunos mercenarios franceses y de nobles venecianos descontentos preparó el ambiente. La invasión se haría por mar, el día de la Ascensión, fiesta de mucha importancia, en la que a bordo de la galera Bucentoro, el Dux y el consejo de los Diez se harían a la mar para arrojar un anillo de oro para conmemorar la gran victoria naval, en tiempos del dux Pietro Oscolo, que hizo de Venecia una gran potencia, y cuya flota, de la que dependía su poder comercial, dominaba las aguas mediterráneas.

     Los buques del virrey de Nápoles, pagados por el propio duque, tomarían Venecia, en una operación, no autorizada por el gobierno de Madrid, pero tampoco prohibida.

     Pero los venecianos avisados por espías ingleses enterados del asunto desbarataron la conjura. Quevedo, en Venecia, atento a los sucesos, estaba en peligro, como todo español que se dejara ver. Las turbas enfurecidas se dirigieron al asalto de la embajada española. El marqués de Bedmar, embajador, debió ser protegido por la policía, la misma que junto a la población exaltada buscaba a Quevedo, sin estatus diplomático, para detenerlo y probablemente ajusticiarlo de inmediato.

     Pero don Francisco, aventurero, tan ingenioso en la vida real como en sus letras, piensa deprisa, arroja la espada, cambia su ropa por harapos y, ya convertido en pordiosero, se une a las turbas vociferantes, gritando en contra de sí mismo y amenazándose de muerte. A los pocos días Quevedo está en Nápoles con Osuna.

     Si para don Francisco de Quevedo el disfraz fue una necesidad, para Luis XV, rey de Francia, fue una diversión.

     Este rey francés, como los anteriores, y sucedería con los que vinieron después, tuvieron costumbre de tomar amantes. A diferencia de las amantes de los reyes de otros países, cuyas relaciones eran mantenidas discretamente, las amantes reales en Francia eran conocidas del público, de la corte y de la propia reina la mayor parte de las veces.

     La más famosa de las muchas que tuvo Luis XV fue la marquesa de Pompadour: Jeanne Antoinette Poisson, una jovencita burguesa nacida en 1721, que acabó casada con Charles Le Normant d’Etioles, el sobrino de su preceptor. Jeanne Antoinette correteaba, como otras muchas muchachas, por el bosque que el rey frecuentaba en busca de jóvenes candidatas, y allí el rey se fijo en ella; pero sería tiempo después, durante un baile de disfraces donde ella, disfrazada de Diana Cazadora, tendría la ocasión de dirigirse al rey; aunque había un inconveniente: se había anunciado que el rey acudiría a la mascarada disfrazado de árbol, de esbelto ciprés; pero el asombro fue general cuando al anunciar la llegada del monarca hizo entrada en el salón de baile un bosquecillo de ocho cipreses que hacía imposible la identificación real.



     El baile discurría sin que ninguno de los cipreses descubriese su identidad. Nadie sabía cual de ellos escondía al rey. La expectación era grande. Por fin, avanzada la noche, mientras madame D’Etioles bailaba con uno de los cipreses, el árbol se descubrió, dejó caer sus hojas, se desprendió de su corteza y se mostró a la multitud atenta: era el rey quien bailaba con Jeanne Antoinette. A partir de entonces fue la amante real. Charles, su marido, con resignación, debió renunciar a ella y marchar de París. Una suculenta renta como compensación hizo más llevadera la pérdida y el retiro.

     Jeanne Antoinette recibió el marquesado de Pompadour. En París el rey le regaló el palacio de Evreux(1), que adornó a su gusto, al igual que hizo con el de Versalles. Su impronta en la decoración de Versalles permitió acuñar el término “versallesco” para señalar costumbres palaciegas muy ceremoniosas. Con el tiempo “La Pompadour” fue perdiendo su atractivo físico, pero nunca su influencia sobre el rey, que le consultó, hasta el final, los asuntos de Estado, entre visita y visita a sus nuevas y jóvenes amantes.

(1) El palacio de Evreux es hoy la residencia del presidente de la Republica Francesa, conocido como Palacio del Elíseo.
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EL DORADO

     Al descubrimiento de América por los españoles siguió de inmediato la conquista y evangelización. Rápidamente, España comenzó a rentabilizar su dominio sobre el continente. Junto a la realidad encontrada, no exenta de riquezas, se unió la fábula y la ilusión de encontrar fuentes de eterna juventud, paraísos terrenales y ciudades llenas de tesoros. Uno de los grandes mitos de la conquista americana fue la búsqueda de “El Dorado”. Hubo quienes creyeron que se trataba de una región donde el oro era abundantísimo; también se le identificó con una persona, jefe de alguna tribu que, cubierto el cuerpo de oro en polvo, mandaba sobre un país lleno de riquezas. No es de extrañar que cuantos europeos llegasen por aquellas tierras americanas trataran de encontrarlo. Españoles, alemanes, ingleses, todos lo buscaron. Ninguno lo encontró, porque no existía.

    Muchos fueron los españoles que se adentraron en la selva en su busca. Sebastián de Belalcázar fue un prototipo de conquistador. Anduvo por Centroamérica, se unió a Pizarro participando en la conquista del Perú, y por fin en Colombia se dedicó, terco, a la busca del “El Dorado”. Murió en 1551, sin encontrarlo, pero dejó fundadas las ciudades de Quito, Guayaquil, Cali y Popayán.

Francisco Pizarro (Plaza de Manises, Valencia)
Copia en bronce (1969) del original en madera de Pio Mollar de 1930

     Pero es la expedición mandada por el navarro Pedro de Ursúa la que más ha contribuido a difundir el mito de “El Dorado”. Todo empezó por el interés del virrey del Perú, don Antonio de Mendoza, por librarse de delincuentes y maleantes, gentes de mal vivir, propensos a la aventura y el botín. Fue Ursúa el encargado de organizar la expedición. Acompañó a don Pedro una mujer, doña Inés de Atienza, bella y promiscua, intrigante y sin escrúpulos, que había abandonado a su marido para seguir a su amante. El viaje comenzó con mucho retraso y sin las condiciones necesarias para el éxito. Así las cosas, el sofocante calor, los ataques de tribus hostiles, la escasez de todo lo necesario hicieron mella en el ánimo de los aventureros. Sin ilusión por encontrar lo que buscaban, el descontento creció rápido. La tragedia era inevitable. Un tal Lope de Aguirre, deforme en lo físico por su joroba, y en lo moral por su ambición y falta de escrúpulos, conspiró contra Ursúa. Doña Inés fue su cómplice en el plan. El resultado: don Pedro fue asesinado. Aguirre puso al mando de la expedición a Fernando de Guzmán, al que nombró príncipe. La ambición de Lope no tenía límite. Su fin no era “El Dorado”, sino un imperio del que él sería el emperador. Eliminó a todos cuantos se le oponían, a todos cuantos le estorbaban. También a Fernando de Guzmán y a la pérfida Inés de Atienza. Declaró la guerra al rey de España. Creyó haber encontrado “su dorado”; pero no fue así. Murió arcabuceado el 27 de octubre de 1561.
   
    También hubo unos cuantos alemanes que intentaron conquistar “El Dorado”. Cuando Carlos I de España trató de ganar para sí el cetro imperial, que era electivo, precisó de grandes cantidades de dinero para sus fines electorales. Exprimió las arcas castellanas y recurrió a prestamistas europeos. Los Welser le concedieron un préstamo de ochocientos mil florines. El precio: Venezuela sería administrada por los Welser durante veinte años. Durante dicho plazo los alemanes se ocuparon, sobre todo, de extraer cuantas riquezas pudieron, con la mayor rapidez posible, y con esa pretensión dedicaron grandes esfuerzos, como hacían los españoles, a encontrar “El Dorado”. Nombraron gobernadores: Ambrosio Alfinger, Nicolás Federmann, Jorge de Spira y Phillip von Hutten fueron designados por los Welser. Todos tuvieron el mismo objetivo, encontrar “El Dorado”; y el mismo final, el fracaso.

    El mismo fin que tuvo otro extranjero, el pirata inglés Walter Raleigh, hombre culto, muy leído, que sería nombrado “sir” por sus logros en perjuicio de España. En 1595 inició la búsqueda de “El dorado”. Ascendió por el Orinoco, más no encontró nada que no se conociera ya.

    No fueron los únicos; pero ambición o codicia a un lado, el hercúleo esfuerzo que supuso la búsqueda del mito permitió conocer la geografía de regiones desconocidas, deshabitadas, llenas de peligros, que hombres de muy distinta condición recorrieron, detallando en mapas y escritos lo descubierto. Sus relatos y experiencias supusieron una fuente de información valiosísima para la humanidad.

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PIRATAS

    Aún hay, hoy en día, mares en los que es peligrosa la navegación a causa de los piratas. Aguas del océano Indico, sobretodo, pueden resultar fatales para una embarcación desprevenida, pero al hablar de piratería, la mente dirige sus pensamientos a otros tiempos y otros mares.

    Los tiempos eran los de los reyes españoles de la dinastía austríaca, y los mares los del océano Atlántico: aguas caribeñas, de las Azores, del golfo de Cádiz. Las víctimas, buques portugueses y españoles. Los agresores: holandeses, franceses, y sobre todo ingleses.

    Un escenario y unos actores que representaron una función a lo largo de dos siglos en la que los villanos, protegidos por los reyes que los alentaban, se enorgullecían de los robos y crímenes que cometían.

    Sin contar los abordajes y actos de piratería protagonizados por daneses y normandos sucedidos antes del descubrimiento de América, la piratería tuvo sus comienzos en los puertos de la Francia atlántica: Nantes, Honfleur, la Rochelle, Burdeos, y sobre todo Dieppe, donde un tal Jean Ango, protegido por Francisco I, dirige su flota contra los barcos de Carlos I de España.


    Atacan cualquier nave que ven flotar en aguas próximas a Europa; pero poco a poco se van aventurando hasta llegar a las costas norteamericanas. Las costas de Florida son batidas, e incluso hay intentos de establecer asentamientos, que no son consentidos por los españoles, verdaderos dominadores de los mares y también de la tierra.

    El acoso a los barcos españoles es constante. Carlos I, irritado, busca una solución. Cree encontrarla en Pedro Menéndez de Avilés, al que nombra gran almirante de la flota. Hay que poner remedio al creciente expolio al que piratas y filibusteros franceses e ingleses someten a los pesados y lentos galeones españoles cargados de oro. Hombre de carácter y firme determinación, ordena que los buques naveguen en grupos compactos y bien armados, protegidos siempre por buques de guerra. También idea un plan de construcción y refuerzo de los fortines en tierra: Cartagena de Indias, La Habana y otros puertos son considerablemente reforzados. Las pérdidas disminuyen. Años después, Felipe II también echaría mano de Menéndez para impedir que hugonotes franceses se establecieran en la Florida.

     Inglaterra es consciente de la necesidad de poseer el dominio de los mares para lograr ser una gran potencia. Isabel I, no obstante, es prudente, tanto o más que Felipe, el rey “prudente” por antonomasia. No quiere un combate frontal con España, auténtica dueña de mundo, pero propicia y fomenta activamente la acción de bandidos. Piratas que infunden pavor a las tripulaciones de los galeones españoles que transportan oro, plata, perlas, piedras preciosas, pero también cueros o azúcar, desde las colonias americanas a la metrópoli. Los barcos piratas ingleses obtienen la financiación de armadores y aún de la reina Isabel, que da su consentimiento, al principio tímido, después abierto; que otorga patentes de corso y, bajo mano, participa con un significativo porcentaje en la financiación y beneficios de las incursiones que sus piratas favoritos realizan en todos los mares.

    John Hawkins, Francis Drake, Walter Raleigh y otros muchos son piratas y ladrones del oro ajeno; algunos serán nombrados “caballeros” por la reina que les aplaude, otros muchos alcanzarán notoriedad histórica; pero, sin duda, Sir Francis Drake, brilla con luz propia en el firmamento de los corsarios dedicados a socavar el poderío español, y llenar sus bolsillos con las fortunas robadas.

    En 1577, Inglaterra prepara una flota. Espías españoles descubren el asunto. Los ingleses dicen que darán la vuelta al mundo. No quieren ser menos que los españoles. Mienten. Buscan el oro español allí donde creen que podrán robarlo con mayor facilidad, sin oposición. Quieren el oro del Perú, y van a intentar apoderarse de él en la costa del océano Pacífico. La reina Isabel participa económicamente en la operación, aunque pocos lo saben. Drake capitanea la expedición. Ya tiene cierta fama, pero esta incursión le consagrará. Será Sir cuando regrese a Inglaterra. Durante la singladura hacia el estrecho de Magallanes surgen los problemas. Drake ve conspiradores por todas partes. Resuelve expeditivo. Corta cabezas. La de Thomas Doughty, ya separada del cuerpo, es enseñada a la tripulación por el propio Drake: “Así acaban los traidores”. En septiembre de 1578 ya surca aguas del Pacífico. Por fin Drake llega al Perú. Después de abordar pequeñas embarcaciones y saquear puertos cobra el botín que busca. Se apodera del “Nuestra Señora de la Concepción”, un navío cargado de oro, plata y piedras preciosas. Con las bodegas llenas regresa a Inglaterra. En el otoño de 1579, tras dos años de viaje entra en el puerto de Plymouth siendo aclamado por la multitud que le espera. Aventurero sin escrúpulos, pero protegido por la Reina Virgen, es intocable, y rico. Aún seguirá durante años sembrando el terror y llenando las arcas inglesas y sus propios bolsillos con lo que robó a España.

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