LA HISTORIA EN LOS CUADROS. EL ENTIERRO DE ISABEL DE PORTUGAL

   La Historia no sería lo mismo sin aquellas frases que, dichas o no han pasado a ella gracias a cronistas o literatos con fortuna. La muy famosa “Nunca más servir a señor que se me pueda morir”, si la pronunció o no el marqués de Llombay al ver a su querida emperatriz, Isabel de Portugal, la esposa de Carlos V, puede ponerse en duda, pero no que, a juzgar por sus actos, lo pensó.
                                                   
El entierro de Isabel de Portugal de Mariano Salvador Maella, Catedral
de Valencia. Pintado en 1787, en él Francisco de Borja, entonces marqués
 de Llombay, se halla ante el ataud con los restos en descomposición de
la emperatriz Isabel. Sobrecogido por el aspecto de quien conoció tan
gentil y hermosa, su espíritu se transformará tras aquella visión.

   Oculta su importancia histórica por la extraordinaria relevancia del emperador Carlos, poco se ha dicho y menos escrito de Isabel de Portugal, salvo que era delicada y de gran hermosura, bondadoso su carácter, fiel esposa y abnegada madre de familia;  sin embargo tuvo una constante ocupación y preocupación por los asuntos del reino, pues ausente el emperador casi siempre, ocupaba la regencia consultándole siempre, y dando cuenta de su gobierno.

    El día 21 de abril de 1539, la emperatriz Isabel se pone de parto. No es la primera vez. Otras veces ha pasado por ese trance; de uno de los anteriores, doce años atrás, nació Felipe, príncipe del más vasto imperio conocido; pero ahora las cosas no van bien. Da a luz un varón que nace muerto, y la reina, indispuesta desde unos días antes,  queda aquejada de fuertes calenturas y está muy débil. Sin que los médicos sepan qué hacer más que anunciar un infortunado desenlace, el primer día de mayo la emperatriz muere en el palacio de los condes de  Fuensalida en Toledo.

  Tras los funerales en Toledo, en los que Carlos lloró sinceramente la perdida de su amada esposa, encargó que el marqués de Llombay, Francisco de Borja, futuro IV duque de Gandía, se ocupara del traslado a Granada de la emperatriz difunta. El día 16 de mayo, tras su paso por Orgaz, Los Yébenes, Malagón, El Viso, Baeza y Jaén llega a Granada la comitiva con el cuerpo de la difunta. Es deseo del esposo, el Emperador, y lo había sido de Ella, ser enterrada en Granada, ciudad en la que habían pasado tiempos muy felices. Junto a su catedral había sido terminada pocos años antes la Capilla Real, donde reposan los restos de los Reyes Católicos.

   El día 17, durante el sepelio en la Capilla Real, presentes, además de Borja, el obispo de Burgos, fray Juan de Toledo; Luis Hurtado de Mendoza, arzobispo de Granada; el marqués de Mondejar y otros nobles portugueses se da cumplimiento al protocolo: se abre el ataúd para la identificación del cuerpo. No había querido la emperatriz que se embalsamara su cuerpo para evitar así que su cuerpo desnudo quedara expuesto a la vista de extraños. La marquesa de Llombay había amortajado su cuerpo con un hábito franciscano y así se había dispuesto su traslado; pero los días transcurridos y el calor hecho durante el viaje fueron suficientes para su rápida descomposición. Francisco de Borja muy impresionado por esta visión y sin duda también por las palabras de Juan de Ávila en las homilías que en los oficios que por el alma de doña Isabel se dieron influyeron mucho en su conversión. Casado como estaba con Leonor de Castro, siguió al servicio del Emperador, hasta que en 1545, viudo, tomó al pie de la letra sus propias palabras e ingresó en la Compañía de Jesús, para servir a señor que no se le pudiera de morir.
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EL FIN DE UNA DINASTÍA

   De los muchos pueblos y reyes que habitan y gobiernan en el Asia Menor los Heráclidas gobiernan Lidia desde hace veintidós generaciones. Ahora, a finales del siglo VII a. C.,  en su capital, Sardes, es Candaules el tirano que la rige.

   Candaules está casado y muy enamorado de su esposa. La considera la mujer más bella de cuantas existen. Tiene además Candaules un valido de nombre Giges, que atiende cuantos asuntos de importancia le confía el rey y cómo no, escucha los elogios que sobre la belleza de la reina le hace; pero Giges, discreto, guarda siempre silencio, escucha y calla. Cierto día Candaules, creyendo que el silencio de Giges supone una duda sobre la incuestionable belleza de la reina, le propone verla desnuda y convencerse así, no por lo oído sino por sus ojos, de aquello de lo que el rey está tan seguro.
   ─Mi señor ─contesta Giges─, no creo sea conforme a la ley ver desnuda a mi señora, tu esposa. Estamos de acuerdo en que cada uno debe conformarse con mirar lo suyo; sin su ropa, ante otro que no sea su esposo, la mujer pierde el decoro. No me pidas, porque no hace falta, que contemple desnuda a tu esposa, pues sé que es la más hermosa de las mujeres.
   ─No temas, mi buen Giges, pues no te estoy poniendo a prueba ─le contestó Candaules─; y nada temas tampoco de la reina, pues no sabrá nada del asunto y nada habrá de reprocharte. Yo te esconderé en mi alcoba, cerca de la puerta, verás cómo se desnuda, se acerca al lecho y ya en él, entretenida, podrás salir sin ser visto.

   A regañadientes, pero sin más remedio que hacer lo que su rey le pide,  Giges se esconde en la alcoba real, junto a la puerta, donde el rey le indica. Desde allí ve cómo la reina se despoja de sus ropas, camina desnuda hasta el lecho y se introduce en él; pero al escabullirse y cruzar la puerta la reina lo descubre; pero calla.

Odalisca. Joaquín Sorolla. Museo de Bellas Artes de Valencia

   Pasada aquella noche la reina hace llamar a Giges y le habla así:
   ─Sabes que es gran ofensa entre nosotros lo sucedido. Tú me has visto desnuda, y ha sido por culpa de mi marido. Así que tendrás que seguir uno de estos dos caminos: matar al rey, tomarme a mí por esposa y ser el nuevo rey, o morir tú mismo, pues no puedes seguir viviendo después de haberme visto desnuda, salvo como rey y esposo mío.

   Giges se disculpa por lo sucedido, trata de convencer a la reina de que olvide el asunto, pero ésta inflexible, se mantiene firme en sus exigencias y amenazas. No tiene el privado de Candaules más opción que someterse y puesto que no desea morir, será Candaules quien pierda la vida asesinado, y en el mismo tálamo real. Así lo dispone la reina, que le entrega una daga con la que consumar el crimen y así se dispone a ejecutarlo Giges.

   Escondido en el mismo lugar en el que ya estuvo, espera que Candaules duerma y es entonces cuando acercándose le apuñala. Por su estupidez Candaules ha perdido a su esposa, su reino y la vida, pero no el amor de su pueblo que no ve con buenos ojos cómo el antiguo privado se encumbra en el lecho de la reina y en el trono de los lidios, que alzados en armas están dispuestos a enfrentarse a Giges y sus seguidores.

   Para tratar de resolver el pleito sin violencia, los partidarios de Giges y sus contrarios acuerdan someter el litigio al oráculo de Delfos. Convienen que si el oráculo da la razón a los heráclidas Giges les restituirá el gobierno sobre el reino, más si lo confirma a él, aquellos se allanarán. Y así sucedió. Cuando el oráculo habló confirmó a Giges como rey de los lidios, llegando a paz a aquel pueblo, comenzando el gobierno de una nueva dinastía, los Mérmnadas. 
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EL BESO

   Sometido el rey Fernando a la voluntad imperial y entregado a la vida regalada que Talleyrand le proporciona en su castillo de Valençay, el único anhelo del pueblo español es la marcha de España de José Bonaparte, el rey intruso, y el retorno de Fernando, el Deseado. No saben los españoles que pronto tendrán a su rey de vuelta. Napoleón, al que no le han ido bien las cosas en los últimos tiempos, ni en España ni en el Norte de Europa, donde la línea del Rhin se ve amenazada, necesita las tropas asentadas en España para reforzar otros frentes. Por medio del conde de La Forest, José Bonaparte conoce las intenciones de su hermano: “Su majestad juzga conveniente terminar los asuntos de España. Está dispuesto a colocar en el trono al príncipe Fernando”.

   No es que Fernando se muestre entusiasmado por su pronto regreso, a tenor de lo dicho poco antes: “Estoy bajo la protección del Emperador y me resigno a cuanto la Providencia quiera hacer de mí; y que contento con mi actual situación, pasaría el resto de mi vida en Valençay, si preciso fuera”, pero es muy posible que una mezcla de egoísmo, astucia, falta de escrúpulos y doblez en sus palabras siempre, le llevaran a manifestarlo así sin sentirlo.

   El 22 de marzo de 1814 Fernando VII entra en España. Habíase firmado el 11 de diciembre anterior el tratado de Valençay, por el que las tropas de Napoleón abandonaban España, se reconocía su independencia y a Fernando como su rey, al que ahora, libre de su cautiverio, al cruzar la frontera, acompaña buena parte de aquella corte aduladora y perezosa que le había distraído en Valençay a la que poco a poco se unían otros muchos. Entre ellos el intrigante Escoiquiz.

El 24 de marzo de 1814, Fernando VII cruza el río Fluviá
por este puente de Besalú. Durante todo el recorrido
el entusiasmo por el retorno del rey es constante.






 
   Poco tarda Fernando en comprobar lo que él mismo suponía y sus consejeros más próximos le aseguraban. Le llaman “el Deseado” y confirma dicho sentir la aclamación que le dispensa el pueblo. El paso por Gerona y Tarragona, camino de Valencia, es un clamor. En Reus, contra la opinión de la Regencia, el rey a ruegos del general Palafox, retrasa la llegada a Valencia y se dirige a Zaragoza. Tras comprobar allí también la entrega del pueblo que tan valientemente resistió el embate francés, se dirige por fin a Valencia. En el camino, próximo a su destino, se unen a la comitiva real importantes personajes: los duques del Infantado, Frías, Osuna y San Carlos; unos partidarios de la firma de la constitución, otros de lo contrario.

   Pero el rey, que en lo más profundo de su ser anida el absolutismo más intransigente, al llegar a Valencia comprueba una vez más la incontenible euforia del pueblo. El entusiasmo de las gentes y la presentación de “El manifiesto de los persas”(1), un escrito firmado por un grupo de diputados adeptos, en el que se repudian los logros obtenidos desde 1808 y especialmente desde 1812, tras la firma de la Constitución de Cádiz, terminan por disipar cualquier duda sobre su proceder futuro. Y el manifiesto que en realidad es una mirada al siglo XVIII, al antiguo régimen, y una venda en los ojos ante los nuevos tiempos del siglo XIX, escrito y hecho, pues, a la medida del nuevo dueño de España, envalentona al cobarde Fernando.

   Y tanto. En las proximidades de Valencia, reciben al monarca el general Elío, Capitán General, y el Presidente de la Regencia, el cardenal don Luis María de Borbón Vallabriga, hermano de la desgraciada esposa de Godoy, la condesa de Chinchón. El primero contrario a que el rey firme la Carta Magna de Cádiz, el segundo, dado su carácter liberal, de que lo haga.


El 17 de abril de 1814, el general Francisco Javier Elío y Oloriz,
Capitán General de Valencia, y sus oficiales juraron ante el rey
mantener la plenitud de sus derechos.

  Durante el encuentro con el cardenal, Fernando VII ensoberbecido por la adulación del cortejo que le acompaña y el enardecido pueblo que le aclama, le tiende la mano. Don Luis, que preside la Regencia es también cardenal arzobispo de Toledo y Primado de España. Ante el gesto del rey, duda. Fernando impaciente se violenta. El cardenal parece quedar paralizado por la exigencia. La situación es de enorme tensión. Con imperioso ademán el rey insiste y grita exigente al Primado: “Besa”.

   Don Luis, humillado, pone su rodilla en tierra y besa la mano del rey. Es el principio de un nuevo reinado absolutista. En Valencia, el 4 de mayo de 1814, en la víspera de su partida hacia Madrid, Fernando VII firma el decreto que establece la monarquía absoluta. Mal aconsejado y carente de las cualidades del buen gobernante, muy pronto dejará de ser el Deseado.


(1) El nombre del manifiesto, como el propio documento indica en su artículo 1, resulta de una antigua costumbre persa: “Era costumbre en los antiguos Persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su Rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor".

Nota: La disipada vida de Fernando VII y su pequeña corte en el castillo de Valençay fue contada en “Vie de Château”.

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LOS RAPTOS EN LA ANTIGÜEDAD

   De todos los vaivenes a los que la máquina del tiempo nos ha sometido en estos viajes por la historia es posible que sea éste uno de los que a mayor distancia nos haya llevado nunca, tanto que al detenernos en él la fantasía se entremezcla con la realidad en proporciones tan inciertas que es difícil saber si nos movemos en la etérea morada de los dioses, sobre la tierra firme, hogar de los hombres o, en ambas a la vez.

   Io era hija de uno de los dioses del Olimpo, Ínaco; fue seducida por Zeus, que la convirtió en su amante, hasta que Hera, siempre atenta a los desvaríos de su esposo, los descubrió. Para proteger a Io de la ira de la enojada Hera, Zeus convirtió a su amada en ternera, pero la celosa Hera, descubierta la añagaza de Zeus, se apoderó de ella y encargó a Argos que se ocupara de su vigilancia. Al saberlo Zeus, envió a Hermes, que asesinó a Argos, pero Hera, al enterarse, furibunda, colocó sobre la cola de un pavo real los cien ojos del difunto Argos, para que continuase la vigilancia y, para mayor suplicio de Io, envió sobre ella un enorme tábano que picoteaba constantemente y sin piedad los cuartos de la transmutada Io, quien enloquecida por las picaduras huyó errante por todo el mundo, hasta que al fin Zeus  la devolvió a su forma humana.

   Pero Io, también era la hija aquel rey Ínaco que, según los persas, dice Heródoto en “Los nueve libros de la Historia”, fue raptada por los fenicios en las playas de Argos y llevada a Egipto.

   En desagravio, tiempo después, los griegos, según cuentan los persas,  navegaron por las costas de Fenicia, llegaron a Tiro y raptaron a Europa, hija del rey y más tarde aún, a las costas de la Cólquida donde raptaron a Medea. El padre de ésta quiso negociar con los griegos la devolución de su hija, pero los raptores contestaron que aún no había sido devuelta Io ni satisfechas sus reclamaciones por lo que ellos tampoco lo harían.

   Las generaciones siguientes aún no habían olvidados aquellos agravios; y el hijo de Príamo y Hécuba, Paris(1), se obstinó en tener mujer griega a la fuerza. Su pretensión traería fatales consecuencias para el reino de su padre: Troya.

   Paris había nacido bajo funestos augurios, y su padre, para evitarlos, decidió matarlo; pero su madre logró evitarlo sin que Príamo llegara a saberlo, abandonándolo en el monte Ada, cercano a Troya, donde fue recogido por unos pastores que le cuidaron, dedicándose al oficio de sus padres adoptivos. Joven y fuerte, acudió en cierta ocasión a unos juegos que se celebraban en Troya, en los que el joven pastor resultó vencedor. Fue entonces cuando Casandra, su hermana de sangre, lo reconoció. La alegría de todos fue grande y los muchos años pasados hicieron olvidar al viejo Príamo la causa de su decisión años atrás. Paris volvió al palacio de sus padres y fue colmado de honores. Cuando tiempo después hubo ocasión de ir a Esparta con motivo de una embajada, Paris consiguió ser enviado, pese a las advertencias de Casandra, que tenía fama de profetisa, sobre las consecuencias que aquel viaje de su hermano iban a suponer.

   Y es que Paris, siendo aún pastor, había sido elegido por Zeus árbirtro para dilucidar cuál era la más hermosa de las diosas, merecedora de la manzana de oro destinada a la más bella. La manzana que Eride, personificación de la discordia, había arrojado en la boda de Peleo y Tetis.

   Las aspirantes Hera, Atenea y Afrodita se exhibieron desnudas ante el joven pastor y le ofrecieron presentes a fin de ganarse su voluntad. Hera, la reina de las diosas, le ofreció toda Asia y ser el hombre más rico; Atenea  prometió que sería vencedor en cuantas batallas participase y Afrodita, sensual y descarada se aproximó a Paris, y prometió que si la elegía a ella, Helena, la reina de Esparta, tan hermosa como ella misma, la mujer de carne y hueso más bella, sería suya. Sin pensarlo mucho Paris dio el triunfo a la astuta Afrodita, que consiguió la manzana de oro. Así el hijo de Príamo se aseguró conseguir para sí a la hermosa Helena, y el odio de las otras diosas y la desgracia para su pueblo.

Medallones de Helena y Menelao, Lonja de Valencia.

   Cuando Paris llegó a Esparta su rey Menelao estaba ausente, sí estaba su esposa Helena, a la que Paris sedujo y raptó, llevándola consigo a Troya. Cuando a su vuelta Menelao fue informado del rapto, reclamó la devolución de Helena. La negativa de Paris y de los troyanos obligó a Menelao a pedir ayuda a su hermano Agamenón, quien invocó el juramento hecho por los griegos, formando un gran ejército todos los aliados griegos. Pronto habría guerra en Troya.

(1) También conocido como Alejandro.
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¿UNA INJUSTICIA HISTÓRICA?

   “Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos; la cual mejora la salud humana” es el largo título de la única obra escrita durante la corta vida de su autora Oliva Sabuco. Así se le reconoció durante más de tres siglos hasta que…

                                                         *

   Había nacido Oliva Sabuco en Alcaraz, a finales de 1562. Hija de Miguel Sabuco y Francisca de Cózar; su padre, bachiller y boticario, fue procurador síndico de Alcaraz durante muchos años, lo que permitió a su familia gozar de una buena posición y a Oliva, de natural curiosa y con la mente despierta, convertirse en una mujer culta, con amplios conocimientos en muy variadas disciplinas y en inspiradora de nuevas teorías, que plasmó en su obra, única, pero importante.

   La propia Oliva escribió una carta al rey Felipe II en la que, tras las cortesías iniciales, dio resumida cuenta de su contenido, de sus ideas sobre cosmografía, medicina, psicología, higiene y muchas materias más, algunas precursoras de las actuales, y se ofreció a debatirlo ante los eruditos de la época. Fue, pues, Felipe II perfecto conocedor de que Oliva Sabuco había sido  autora  de la obra y fue en nombre del rey que Oliva recibiera la autorización para su publicación. 


El rey Felipe II garantizó a Oliva Sabuco, en 1586,
 los privilegios  para la publicación de su obra.

   La obra se publicó en 1587. El éxito fue inmediato, tanto que al año siguiente, el libro al que la Inquisición, un año antes, había dado el “imprimatur” con la mención expresa del nombre de su autora, en su segunda edición fue adquirida íntegramente por el Santo Oficio. No prohibía la obra, pero no debió gustar mucho al inquisidor su contenido. Aún así no se logró impedir su difusión. En Lisboa se publicó la tercera edición, que había obtenido a nombre de su autora, Oliva Sabuco, autorización para ello. En menos de cincuenta años hubo ocho ediciones. La fama de la obra trasciende España, no así su autora, cuyos postulados son usados como propios por autores extranjeros. El padre Feijoó la defendió mucho. En su Discurso “Defensa de las mugeres” del Teatro Crítico Universal, habla de ella, dice dónde nació, cuenta resumidamente el contenido de su obra, de sus ideas y teorías y del abandono y desprecio de España y los españoles por lo propio cuando dice: “A este sistema que desatendió la incuriosidad de España, abrazó con amor la curiosidad de Inglaterra, y ahora ya lo recibimos de manos de los extranjeros, como invención suya, siéndolo nuestra. ¡Fatal genio de los españoles! Que para que les agrade lo que nace en su tierra, es menester que lo manipulen y vendan los extranjeros”.

   No pudo Oliva disfrutar del éxito de su obra. Al año siguiente de su publicación Oliva moría. Tenía veintiséis años.

   Pero quizás la causa de la escasa consideración por la figura de Oliva haya que buscarla en el género de la autora y ello, la causa también de la actitud de su padre y la injusticia que más tarde, en tiempos tan próximos a los nuestros como la segunda mitad del siglo XX, se ha cometido con ella, en contra de lo creído durante cuatro siglos.

                                                        *

… en 1903, don José Marco Hidalgo, registrador de Alcaraz, quien pocos años antes había escrito sobre Oliva en términos muy elogiosos, descubre un testamento de Miguel Sabuco, el padre de Oliva. No es un documento público, y está fechado en 1588, cuando el libro llevaba escrito un año y coincidiendo aproximadamente con la muerte de Oliva, fallecimiento de cuya fecha no hay constancia exacta, si bien se cree que sucedió en ese año de 1588. En él Sabuco, un hombre sin duda maduro, pero del que no se conoce obra escrita, negaba la autoría del libro a su hija y se la atribuía a sí mismo, declarando haberla puesto a nombre de su hija “por darle el nombre e la honra”; y no queda ahí la cosa, maldecía a su hija, quizás viva aún o en trance de muerte, si contradecía tal hecho, mandando “a la dicha my hija Luisa Oliva no se entremeta en el dicho privilegio, sopena de mi maldición”. Sí, es cierto, que firman, en dicho testamento, después de Miguel Sabuco, como testigos, gentes de calidad, pero nada indica, y no hay porque suponerlo que conocieran su contenido.

   Para consumar la “injusticia”, en 1966, la Biblioteca Nacional, en una nueva catalogación, atribuyó la autoría de la obra al padre de Oliva. Se daba así mayor crédito al testamento de Miguel Sabuco, descubierto por el señor Hidalgo, que a los privilegios reales concedidos el 23 de julio de 1586 por don Juan Vázquez, por mandato del rey, o al imprimatur otorgado por la Inquisición a favor de Oliva.

   Y, aunque así consta hoy, junto al nombre del padre aún figura el de la hija, como si la duda o un cierto remordimiento permanecieran vivos, impidiendo consumar plenamente una injusticia histórica.
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EL REY Y LA CORISTA

   Ya desde sus comienzos, cuando empezaba a ser popular y faltaba poco para consolidar su fama como cantante, Benito Pérez Galdós dijo de ella que “era una moza espléndida, admirablemente dotada por la naturaleza en todo lo que atañe al recreo de los ojos, completando así lo que Dios le había dado para goce y encanto de los oídos”.

   No fue por casualidad que Alfonso de Borbón y Elena Sanz, una cantante nacida en Castellón el 6 de diciembre de 1844, casi trece años antes que Alfonso, iniciaran una relación al quedar viudo el rey de María de las Mercedes, su primer gran amor. 

   Años antes, cuando el joven Alfonso estudiaba en el Colegio Theresianum de Viena, la reina Isabel, exiliada en París, muy aficionada al canto, que practicaba, y, según parece, con gracia, no se sabe muy bien por qué,  pidió a Elena Sanz, que representaba en Viena, hiciera una visita a su hijo Alfonso, y no resulta difícil imaginar el efecto que la presencia de la cantante, una mujer de veintiocho años, causó entre el joven alumnado del Colegio y muy especialmente en un imberbe Alfonso.

    Se ha especulado mucho con la posibilidad de que fuera intención de la reina, advertida del carácter enamoradizo de su hijo, sembrar la semilla de un amor que le alejase de la tentación que Antonio de Orleans, duque de Montpensier, gran conspirador y eterno aspirante a la corona de España para sí o alguno de los suyos, y culpable a los ojos de la reina de su desgracia y exilio en París, parecía querer poner ante los ojos de Alfonso, al concertar un matrimonio con su hija María de las Mercedes. Si fue esa la razón o no, poco importa, el caso es que Alfonso, después de aquel encuentro con Elena Sanz en el Theresianum, ya no podrá olvidarla jamás, aunque se casará con María de las Mercedes.

   Poco dura el matrimonio. Viudo el rey por la prematura muerte, el 26 de junio de 1878, de María de las Mercedes, a sus recién cumplidos dieciocho años, quedó sumido don Alfonso en una gran pena, tan intensa, como breve en el tiempo, ya que para tratar de aliviar su tristeza, el siempre fiel duque de Sesto, el conde de Benalúa y otros amigos suyos de la corte logran convencer al rey para que asista al Teatro Real. En la función de aquel día se anuncia la representación de “La favorita” de Donizetti y la presencia del roncalés Julián Gayarre, tenor descubierto años antes por Hilarión Eslava en Pamplona y consagrado ya como gran figura. Pero no son éstas las razones que animan al rey para asistir, sino la de la presencia también de la contralto Elena Sanz. La fuerte impresión causada por Elena años antes revive en la memoria del rey, quien a partir de entonces acude al Real todas las noches en las que Elena actúa, y la cita al terminar la función, y la corteja, y le hace regalos, que Elena acepta, aunque sin ceder al principio a las pretensiones reales, hasta que vencida su resistencia, como si el título de aquella primera función fuera un premonición Elena se convierte en la favorita del rey.

Teatro Real de Madrid
 
   El resultado de aquella relación se verá nueve meses después, en París, cuando  Elena, ya casado el rey con María Cristina de Habsburgo, tiene su primer hijo de Alfonso, al que se bautiza con el nombre del padre e Isabel, la abuela, exiliada en la ciudad del Sena, decide ocuparse del bienestar de su nieto y dirá de Elena que “es mi nuera ante Dios”.

   Recién casados, acudían los reyes a todas las funciones del Real. No sabía muy bien, al principio, la razón de esa afición del rey al bel canto, pues era conocida y muy notoria la falta de oído de Alfonso XII y su escasa predisposición para la música, pero pronto vio claro cuál era la causa de aquella, sorprendente para ella, inclinación por los asuntos de Orfeo. Ahora, allí en el Real, con la bella Elena Sanz en el escenario, y sus trinos que, como cantos de sirena, atraían al rey, alejándola de su corazón, los celos atormentaban implacablemente a doña Cristina, aunque disimulados como sólo la dignidad de una reina sabe hacerlo, quedaban ocultos en lo más hondo de sí, pues como decía el conde de Romanones, manifestarlos “suponía reconocer cierta beligerancia a la amante y esto no lo podía otorgar la soberana”.

   Después, con gran disgusto conoció la reina la reciente maternidad de Elena, pero sabiendo que era fruto germinado antes de haber entrado ella en el corazón de Alfonso, lamentarse hubiera sido evidenciar sus celos, igual que hacerlo al conocer el regreso de Elena a Madrid, que instalada en la Cuesta de Santo Domingo, recibía al rey para quedar de nuevo encinta y parir en febrero de 1881 un nuevo varón, Fernando, esta vez, a diferencia de lo sucedido en el parto anterior, a escasos metros del palacio Real.

   La situación es insoportable para doña Cristina, que harta de una situación que lejos de haberse llevado con discreción la humilla a la vista de todos, avisa a Alfonso:
   ─Esa mujer tiene salir de España. O lo hace ella o lo hago yo.
  Al tanto Cánovas de lo acontecido, dispone la salida de España de Elena Sanz y su prole. En París, recibirá de don Alfonso una pensión de cinco mil pesetas mensuales, y los niños el apoyo de su abuela Isabel.

   No iba a tardar mucho la reina en comprobar que el insaciable apetito genésico del rey, pese a su enfermedad, o debido a ella, lo iba a llevar a nuevos lechos. En realidad, los años de tormento vividos por la reina habían sido una sucesión de infidelidades, de las que la consumada con Elena Sanz no era más que la punta visible de un iceberg, que no iban a cesar hasta el fallecimiento de don Alfonso.

   Una nueva cantante entra en la vida amorosa de don Alfonso. Se llama Adela Borghi, aunque es conocida como la Biondina. Sus cabellos rubios y sus formas rotundas enloquecen al rey. Pero Adela no es Elena, no tiene su discreción, y procura airear el romance; más bien parece una aprovechada, y como tal va a ser tratada.
   ─Esto se tiene que acabar, ─dice un preocupado Cánovas─, y de modo inmediato.
   Antes de que la reina cometa una locura ─se habla de que está dispuesta a abandonar España, sin atender a consideración alguna─, el gobernador civil de Madrid, José Elduayen, acompaña a la diva a la estación, la acomoda en un tren y la despacha para Francia.

   En el otoño de 1885 la salud de Alfonso XII empeora notablemente. Se traslada al palacio del El Pardo. Se espera que el aire limpio de las afueras de Madrid sirva para mejorar su salud; pero será inútil. El 25 de noviembre expira el rey Alfonso XII.

   Si mucho lo siente doña Cristina, que pese a todos los agravios recibidos le quiso, mucho lo siente también Elena Sanz, en París, por el amor que sintió por él y por la situación de desamparo en el que se podrían verse ella y sus hijos, aún contando con el apoyo que desde el palacio de Castilla le presta Isabel II, que no olvidará en su testamento a los hijos tenidos por Alfonso XII y Elena Sanz.

   Por amor y por sus hijos, ha renunciado a su carrera como cantante, a las rentas que le proporcionaba su trabajo, muy superiores a las que le otorgó el rey y ahora la reina suprime. La necesidad obliga a Elena Sanz a vender muebles y otros bienes; pero la cantante, cuyas razones, a sus cuarenta y un años, para no volver a la escena se desconocen, tiene una última baza, y juega sus cartas, las que el rey le envió durante su romance. Cartas de amor y cartas en las que se habla de sus hijos, de los hijos de Alfonso, el rey de España, y de su paternidad.  Y tienen precio, un precio, que tras el trato logrado entre ella, por medio de don Nicolás Salmeron y la Corona, en acta fechada el 24 de marzo de 1886, recibirá en metálico, más una pensión para sus hijos menores y la promesa de cierta cantidad a percibir por ellos a su mayoría de edad.

   El día de Nochebuena de 1898 fallece Elena Sanz. En los días que siguen funcionarios de la embajada española en París perpetran el allanamiento del domicilio de la cantante. Durante el registro se incautan de documentos, dinero y diversos enseres. Seis años después, en 1904, quien fallece es la reina Isabel, protectora siempre de sus “nietos a los ojos de Dios”, quienes alcanzada la mayoría de edad comenzarán una larga serie de pleitos con la Corona, a cuenta de sus pretendidos derechos como hijos de don Alfonso y por la mayor parte de las cantidades acordadas por su madre y nunca percibidas.
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EL INVENCIBLE FRANCISCO DE CUELLAR

   Cuando el capitán Francisco de Cuellar zarpó de Lisboa camino de Inglaterra en la más “Grande y Felicísima Armada” que los tiempos han visto, no podía imaginar que aquella formidable armada iba a protagonizar uno de los mayores desastres navales conocidos, y que él, un segoviano embarcado en el galeón San Pedro, se convertiría en un invencible héroe de una armada vencida.

  Las cosas no habían empezado bien. Como si de una premonición se tratara, don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, héroe de Lepanto, nombrado almirante por voluntad del rey Felipe para armar las escuadras con las que desembarcar las tropas y la cruz en las heréticas tierras de Inglaterra, muere en Lisboa. Ya antes del fallecimiento de Santa Cruz el rey, encorajinado por la muerte de María Estuardo, ejecutada, y los ataques de Drake sobre todo lo español, menos prudente de lo que en él era costumbre, urgía al anciano marqués para tenerlo todo listo a la mayor brevedad, mientra éste, demorando la partida, se quejaba a don Felipe de la falta de medios. Muerto Santa Cruz, don Felipe nombra en su lugar al duque de Medina Sidonia, don Alonso Pérez de Guzmán. Era don Alonso un joven aristócrata, lealísimo a su rey, pero con escasa experiencia militar y nula en asuntos de la mar; él mismo manifestó a su rey no ser la persona idónea para tan magna empresa, pero disciplinado acató el mandato.

   Aparejada la Armada, zarpó de Lisboa, tuvo que refugiarse del temporal en La Coruña y prosiguió su rumbo hasta el Canal de la Mancha. Allí, en la costas de Flandes esperaba Alejandro Farnesio, duque de Parma, con las tropas que debía embarcar en los galeones españoles y que llevadas a las costas inglesas, debían invadir y ocupar el reino de Isabel, la hermanastra protestante de María Tudor, la segunda y muy católica esposa del rey español.

   No se puede achacar sólo al mal tiempo, que lo hubo, el fracaso de la expedición. Fueron juntas muchas las causas: la inflexible posición de Medina Sidonia que, como calzado con antojeras, cumpliendo órdenes reales, se dirige a Flandes sin desvío, impide aprovechar un ataque a la flota inglesa concentrada en Plymouth propuesto por Juan Martínez de Recalde y Miguel de Oquendo; la falta de coordinación entre Medina Sidonia y Parma en el embarque de las tropas; el ataque de los navíos ingleses, ya en el mar y el temporal que impulsó las naves españolas hacia el Mar del Norte fueron razones del fracaso más que de la derrota;  pero es a partir de  entonces cuando, perdida toda esperanza de cumplir la misión, se inicia el regreso de la armada dispersa, y su debacle total; en práctica desbandada, unos recalan en Alemania, otros toman rumbo Norte e inician una singladura por el Este de la Gran Bretaña para descender luego bordeando la isla verde de Irlanda, navegando rumbo Sur hasta encontrar cobijo en los puertos del Cantábrico.

   Es entonces, empujados por las tormentas hacia las costas irlandesas, cuando comienza la atribulada historia del capitán Francisco de Cuellar. El propio Cuellar cuenta en una carta dirigida a su rey Felipe II, fechada en Anvers, el 4 de octubre de 1589,  inédita durante trecientos años hasta que don Cesáreo Fernández Duro, académico de la historia, la descubrió e hizo pública en 1884, lo que durante el último año supuso para él la lucha por sobrevivir.

                                                        *

   Cuellar es capitán del galeón San Pedro. Su navío ha quedado muy perjudicado en el Canal por los cañonazos ingleses, con muchas vías de agua y desperfectos de todo tipo, pero a flote, cuando el San Pedro, en el mar del Norte, la armada en formación, iniciando el regreso, uno de los pilotos, al mando en ese momento por hallarse Cuellar descansando, según refiere él mismo, abandona, como otros hacen, la formación ordenada por Medina Sidonia. Arrestado el capitán, se le traslada a otra embarcación. Juzgado con rigor para dar ejemplo, se le condena a muerte; pero, por su insistencia y la de otros, su pena es demorada por el auditor Martín de Aranda, a la espera de aclarar unos hechos, para él nada claros.


   Pero el destino del capitán Cuellar no es colgar del mástil de un galeón español. Cuando los navíos de la armada muy dividida ya, rumbo Sur, comienzan a sufrir los embates de la mar, arrastrados por fuertes vientos, los marineros asomados por la amura de babor ven las costas irlandesas. Sin poderlo impedir, muchas naves resultan despedazadas en los encontronazos con los arrecifes y los acantilados. La que custodia al capitán Cuellar es una de ellas. En aguas de la bahía de Sligo, el navío se deshace en el mar. Todos tratan de alcanzar la costa, sólo una parte de los que saben nadar o logran asirse a algún madero lo consigue. Cuellar es uno de los que logra. Llega a la playa, que en realidad es un infierno. El naufragio de los barcos españoles ha alertado a los habitantes de la costa, gentes que acuden en busca de los restos del naufragio, que no dudan en robar a los desgraciados que llegan a la playa. Les apalean y les roban cuando llevan encima; ni las ropas conservan. Después, abandonados, indefensos y desnudos los españoles, llegan los soldados ingleses. Como marino entre Escila y Caribdis, el capitán Cuellar no ha dejado atrás el peligro de los soldados ingleses, cuando, otra vez los salvajes que habitan aquellas tierras, pues por su forma de vida, sus vestimentas, su alimentación, las chozas en las que viven así lo cree, le roban cuanto lleva encima.

   Es empeño de los luteranos ingleses dominar aquellas tierras. Llevan tiempo persiguiendo a los clanes católicos de aquellas regiones, asaltando conventos y acosando a los frailes, pero ahora, con órdenes expresas de William Fitzwilliam, Lord Diputado, parten de Dublín mil setecientos soldados ingleses a la captura de los náufragos de la escuadra española. La persecución es implacable. Los que no son mutilados en las mismas playas con la saña que no haya hombre de bien que lo pueda imaginar, son conducidos a los castillos bajo control inglés, donde son ejecutados. Así, el capitán Cuellar en su huida, herido, hambriento, aterido de frío, encuentra españoles colgados de sogas en caminos, en conventos abandonados por sus frailes, temiendo acabar de igual modo.

   Avanzando sin saber donde ir, unas veces solo, la mayoría; otras acompañado de otros españoles a los que encuentra en su tránsito por aquellas inhóspitas tierras, llega a un poblado. Allí manda un tal O’Rourke, católico, enemigo de los invasores luteranos. Gentes del lugar avisan que hay un galeón español en la costa, ha llegado hace poco y se avitualla. Con gran alegría los españoles, maltrechos todos, emprenden el camino. A Cuellar, su pierna herida, le impide seguir el paso. Con la salud tan quebrantada queda rezagado. La suerte, Nuestro Señor piensa él, ha querido que la nao española zarpase antes de su llegada, pues al poco le llegan tristes nuevas: naufragado el navío, muchos han perecido ahogados, y a los que llegaron a la playa “los pasaron a cuchillo los ingleses”. Solo otra vez, se cruza en su camino un hombre. Se entiende con él en latín. Es un fraile, aunque viste como seglar, prudente medida en lugar donde soldados de la reina de Inglaterra, a las órdenes de Fitzwilliam, carecen de la más mínima caridad con los prisioneros católicos que capturan. Le ayuda y le indica el camino que debe seguir camino del castillo de McClancy, otro de los jefes de la región. Cuando el capitán Cuellar llega por fin, encuentra compañeros suyos de los navíos naufragados en aquellas costas. McClancy acoge a Cuellar, como antes hizo con los ocho que llegaron antes, mas al saber que las fuerzas de Fitzwilliam se acercan a su castillo decide abandonarlo, huir hacia las montañas. Los españoles deciden quedarse en el castillo. Dicen a McClancy que lo defenderán. Es fortaleza difícil de tomar, rodeada por las aguas del lago Melvin, tampoco el acceso por tierra resulta fácil, pues los pantanos abundan, y tan sólo una estrecha lengua de tierra firme permite llegar hasta sus puertas. Sin artillería los ingleses, con algunos mosquetones y arcabuces podrían intentar contenerlos. Y así se hace. Con provisiones para seis meses y algunas armas esperan la llegada de los ingleses. Tras diecisiete días de asedio grandes temporales azotan el campamento inglés. Tan intenso es el frío, tan copiosas las nevadas, que los ingleses levantan el campamento y se retiran. Cuellar y sus españoles son héroes. Admirados como soldados que luchan contra quienes ellos luchan, cristianos como ellos, McClancy lo los deja partir; porque, ¿qué mejor guardia que la de estos españoles aguerridos, valientes y cristianos, enemigos por su fe de los ingleses luteranos?

   Sin otra alternativa para ser libres que la huida, Cuellar y cuatro de los españoles, prisioneros compañeros suyos, con la nocturnidad que favorece sus propósitos, abandonan el castillo de McClancy y pasando vicisitudes sin cuento y muchas penas, otra vez herido Cuellar en la pierna, ponen camino de la costa donde han oído decir podrían ser llevados a Escocia y desde allí a Flandes, que es casi lo mismo que decir a casa.

   Solo otra vez ─sus compañeros han continuado sin él─, la suerte o la providencia se alían con el capitán. Asistido por unos lugareños, le curan, le dan de comer y, cuando es descubierto por dos soldados ingleses que pretenden trasladarlo a Dublín, donde su muerte será segura,  le facilitan la huída. Otros, después, le ayudarán también.
   ─Español, debes caminar sin descanso, los ingleses te buscan─, y señalando con el dedo, le indican el camino donde encontrará al obispo de Derry, Redmond O’ Gallagher, buen cristiano, fugitivo de los ingleses, al que también buscan, y que le ayudará, le dicen. El obispo O’Gallagher asiste a doce españoles ya; a ellos se une Cuellar, y todos por fin, en una barcaza, pasan a Escocia, donde tras larga espera, al fin un mercader escocés, por cinco escudos por cada uno de los españoles, prometidos por el duque de Parma, avisado de la necesidad de aquellos españoles “invictos” inician el regreso. O eso creen los españoles porque el escocés, vendido a los holandeses, ha hecho tratos para entregarlos. Pero otra vez la fortuna, o la providencia piensa él, acude en su ayuda. Separadas dos de las barcazas del escocés, una de ellas la que lleva a Cuellar, encalla en unos arrecifes y acaba destrozada por las rocas y los cañonazos de los holandeses. Sujeto a un madero Francisco de Cuellar alcanza la playa. Soldados de los tercios le asisten. Ha sobrevivido a la mayor aventura de su vida. Varios miles de soldados y marineros no tuvieron su suerte(2).

(1)Redmond O’Gallagher, obispo de Derry, fue asesinado por soldados ingleses, cerca de Dungiven, el 15 de marzo de 1601.

(2)Aunque fueron muchos los barcos perdidos, tanto en el Mar del Norte, como en las costas de Escocia e Irlanda, aquí al menos veinte, buena parte de la armada, aunque en un estado lamentable, alcanzó puertos españoles. Del estado anímico en el que regresaron basta recordar cómo el almirante don Miguel de Oquendo, que llegó al puerto de Pasajes, fue presa de tal abatimiento, que recluido en su casa, se negó a hablar, incluso con su esposa, muriendo de tristeza poco después.

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