UN LADRÓN MUY EDUCADO

   “¡Ah, señora! Una mano tan bonita no necesita adornos”, y deslizaba por el dedo de aquella mano la sortija objeto de su robo, al tiempo que depositaba sobre aquélla un beso tan largo y entregado que hacía creer a la dama la devoción del bandolero por ella y olvidar la pérdida de su joya. Así contó Próspero Mérimée cómo procedía el bandolero más famoso y querido por el pueblo: mito, leyenda y rufián.

   José María Hinojosa Cobacho nació un 24 de junio de 1805 en Jauja, una pedanía de Lucena. Esta Jauja, que nada tiene que ver con otra llamada así, ni con la abundancia que se le supone a tierra con ese nombre, pues parece recibir el suyo desde mucho antes que aquéllas, en los tiempos de José María era tierra de tan solemne pobreza que no era raro que algunos de los que por allí moraban se echaran al monte.

   Por eso José María, hijo de Juan, al que llamaban el Gamo, y de María, en cuanto pudo, comenzó a ayudar en las labores del campo. Tenía once años cuando su padre, dedicado al contrabando y a la caza furtiva,  que hacía lo que podía para mantener a su familia, fue muerto sin que se supiera por quién ni por qué.

   Parecía que la vida del pequeño José María eludiría la marcha por caminos equivocados cuando el párroco don Julián Moscoso, comprometido por su ministerio en ayudar a aquella familia maltratada por el destino, tomó al muchacho bajo su protección. No parecía, sin embargo, que al joven huérfano gustara la rigidez de la vida religiosa. Ni siquiera la tentación de probar algún sorbo del dulce vino de consagrar, lo mantenía fiel a su ocupación de monaguillo frente a otras más excitantes, porque ya mozalbete, queda prendado de Clara, hija del corregidor don Pedro de Aurioles y Lonforia, a la que ve todos los domingos en la iglesia cuando don Pedro, con su familia, acude a los oficios. Es un amor imposible, pero que sirve para abandonar los caminos de Dios y seguir los de mundo.

   Tras emplearse como guardia en un cortijo y alistarse después en los tiempos de trienio liberal, de vuelta, entabla amistad con gentes que no le convienen. Un tal “Chuchito”, que tiene una novia a la que todos conocen como la “Niña de Oro”, le hace una confidencia que marcará su vida: le habla del asesino de su padre. Con la sangre encendida, José María venga esa muerte, matando al asesino, el primogénito de un rico hacendado, y huye. Ya no será más José María, o lo será, pero ya todos lo conocerán como El Tempranillo, que así le dijo la Niña de Oro, cuando conoció la venganza llevada a cabo del que sería mito y leyenda de los bandoleros españoles.

Las estribaciones de Despeñaperros fueron refugio
 de los más famosos bandoleros del siglo XIX.

   No gusta mucho al novio de la Niña de Oro que el Tempranillo ande rondando por allí,  y el celoso novio así se lo dice a María Fuensanta, que ese es el nombre la moza de los rizos dorados, a la que conmina para que haga abandonar el cortijo en el que ella trabajaba a José María, allí escondido hasta que pase el revuelo del crimen cometido. Pero José María es mozo guapo, valiente y gusta a María Fuensanta, y la Niña de Oro en lugar de echar a José María dice a Chuchito que es él quien debe marchar. Rabioso, el novio se va, aunque el Tempranillo sabe que pronto y no muy lejos tendrán que verse las caras cuando, ambos hombres enfrentados, sus rostros se vean reflejadas en el acero de sus facas.

   Durante la romería de San Miguel tiene lugar el goyesco duelo. Navaja en mano atacante y protegido el brazo defensor con trapo o fajín, los rivales giran y se mueven uno alrededor del otro, se miran sin perderse de vista, se estudian buscando el gesto débil, la forma no de matar, sino de no morir.

   Terminada la riña, el Tempranillo huye. No olvida a la Niña de Oro, pero son dos muertes las que carga ya sobre sus espaldas y abandona aquellas tierras. Tampoco olvida la Justicia, que lo persigue  y aprovecha cuantas facilidades recibe. Y es que María Fuensanta, aún tiene otro admirador, un tal Celestino, que dice ser escribano, pero que se dedica al contrabando y otros menesteres impropios de las buenas personas. Tanta hipocresía le lleva a presidir la cofradía del Cristo de la mano negra, a la que beneficia con generosas contribuciones y así dar apariencia de probidad.

   Como la primera de las muertes causada por el Tempranillo lo fue sobre el mayorazgo de persona muy principal, lejos de olvidarse el asunto, provoca grandes presiones sobre el corregidor de Montilla, don Pedro de Aurioles, que intensifica las pesquisas y acciones para detener al criminal, incluso con malas artes. Para atraerlo, se detiene a la madre de José María el Tempranillo  y se la encarcela. Cree el corregidor que así será más fácil apresar al fugitivo cuando éste intente verla o ejecutar alguna acción para liberarla. Pero el Tempranillo es listo y valiente. Recuerda a Clara, la hija de don Pedro, y con nocturnidad la rapta. Ya tiene la moneda con la que rescatar a su madre.

   Al conocerse los hechos Celestino, el pretendiente de María Fuensanta, decide sacar partido al asunto: capturará al fugitivo, su rival, o le dará muerte, liberará a Clara y obtendrá así el agradecimiento del corregidor, y dejará expedito el camino hacía la Niña de Oro. Contrata, pues, una partida, y armados todos va en busca de el Tempranillo. Pero las cosas para Celestino no resultan como planea y es él quien resulta muerto durante la escaramuza.

   Irreductible el Tempranillo en su refugio, no queda otro remedio a don Pedro que avenirse al canje de los rehenes. En el barranco de la Bruja se produce el encuentro, se citan bandolero y corregidor llevando a sus prisioneras que son liberadas. Devuelta a su padre Clara y libre doña María Cobacho, ambos se retiran. Nace una leyenda para el pueblo y la pesadilla para los migueletes del rey Fernando VII.
Licencia de Creative Commons

EL XIX. DE CÁNOVAS A SAGASTA, DE SAGASTA A CÁNOVAS

   Ya habían puesto en práctica durante el corto reinado de Alfonso XII la alternancia, pero es ahora, España sin rey, con una reina extranjera como regente, desconocedora, aunque con buen juicio que demostrará más de una vez en el futuro, de los problemas de España, cuando el turnismo político toma auténtica carta de naturaleza. Hasta el propio Alfonso XII, en su lecho de muerte,  había recomendado a la reina Cristina se pusiera en manos de  aquellos dos políticos. Y así fue porque,  según los acuerdos tomados en El Pardo, Canovas y Sagasta seguirán esa política durante los siguientes años, manteniendo España en paz, pero adormecida, sin grandes sobresaltos, salvo los propios de un país siempre atenazado por la corrupción, el caciquismo, el atraso de una economía apenas desarrollada. Ni siquiera los republicanos, tan activos en el pasado, salvo alguna fracasada intentona, eran un problema serio, pues divididos, casi todos integrados en la fuerza liberal de Sagasta, parecían un recuerdo lejano. Tan sólo los atentados anarquistas y las incipientes y cada vez más notorias manifestaciones obreras, sin olvidar los problemas que la sangría de Cuba, auténtico callo que impedía siempre un caminar firme y seguro de España, suponían un problema para la Nación.

   Pero Cuba, más aún Filipinas, estaban muy lejos, y en España eran las verbenas y la zarzuela, los toros y las procesiones, las diversiones que engañaban el hambre de un pueblo analfabeto y pobre, del que parecía que sólo unos pocos regeneracionistas estaban dispuestos a combatir.

   Así Cánovas, jefe del partido conservador, malagueño erudito, inteligente, infatigable trabajador y ante todo pragmático, artífice de la Restauración, todo un éxito personal del político conservador que logró aceptaran como rey a un Borbón quienes antes habían expulsado a la reina Isabel; y Sagasta, jefe de los liberales, un ingeniero de caminos riojano, de aspecto romántico, sin la erudición de Cánovas, con antecedentes revolucionarios, pero en este tiempo ya atemperados sus impulsos juveniles, con fama de masón, de gran instinto político y tan pragmático como Cánovas, son capaces de mantener la paz, contentando a todos los poderes: Corona, Iglesia, Ejército y oligarquía, que se mantienen tranquilos, con la garantía que la estabilidad que unos y otros proporcionan, amañando las elecciones, si es preciso, y lo es casi siempre, turnándose en el poder para el bien de todos ellos, incluso después de introducir en 1890 el sufragio universal, gracias al encasillado(1), sobre todo en el medio rural, apoyado por los caciques y el pucherazo en las ciudades, facilitado por expertos muñidores.

   Ejemplos innumerables de tales chanchullos durante aquellos “años bobos” fueron conocidos. En las listas de Barbastro, contó Pascual Madoz: “Me encontré con tantos muertos que me pareció que había votado el cementerio”.

                                                       *

   Pero todo parece llegar a su fin cuando don Antonio Canovas, presidente del Consejo, casi septuagenario, pero activo pese a sus achaques, llega en el verano de 1897 al guipuzcoano balneario de Santa Águeda, para disfrutar de unos días de reposo. Le acompaña su esposa Joaquina. Casi una docena de policías forman parte de su escolta que, con discreción, se ocupan de la seguridad del presidente.

   En Santa Águeda todos se conocen, son todos clientes habituales. Todos, menos uno. Emilio Rinaldini es huésped también, pero nadie le había visto nunca antes. Llega con el propósito de seguir un tratamiento para curar su faringitis. Una tarjeta suya parece acreditar sus palabras cuando Rinaldini se registra como corresponsal del periódico italiano Il Popolo. Nada sospechoso hace pensar a los escoltas del Presidente que Rinaldini pueda constituir un peligro. Viste correctamente, aunque con la modestia de un corresponsal de prensa; se comporta con educación, sin llamar la atención, acaso la falta de relación con otros huéspedes es la única nota discordante, suficiente para que el marqués de Lema, que acompaña en sus vacaciones a Cánovas, lo mire con algún recelo y se lo observe a sus próximos.

Tumba de don Antonio Cánovas del Castillo
en el Panteón de Hombres Ilustres de Madrid.

   El domingo 8 de agosto don Antonio y doña Joaquina han oído misa temprano y se han retirado después a sus habitaciones del primer piso, donde el Presidente ha despachado algunos asuntos. Pasado el mediodía sale el matrimonio para dirigirse al comedor de la planta baja. Como quiera que durante el camino, al pie de las escaleras, se encuentran con una señora, huésped del balneario, que entabla conversación con doña Joaquina, el Presidente las deja solas charlando y avanza un poco mientras espera que su esposa lo alcance. Un poco más allá, en la galería que da al jardín hay unos bancos y don Antonio, sentándose, comienza a ojear el periódico “La Epoca”,  para hacer tiempo hasta que su esposa se reúna con él. Es el momento que aprovecha Miguel Angiolillo Gollí, que ese es el verdadero nombre de Rinandini, para acercarse a don Antonio y descerrajarle un tiro que atraviesa el periódico que Cánovas tiene desplegado ante sí, penetra por el pecho y sale por la espalda de don Antonio. Dos disparos más alcanzan al Presidente, que interesan su cabeza y garganta. Al momento Cánovas cae desplomado sobre el suelo de la galería. En medio de un charco de su propia sangre lo encuentra ya su esposa que ha acudido veloz al oír los disparos. Arrojándose sobre el cuerpo inerte de su marido lo llama, tratando de reanimarlo, más viendo infructuosos sus esfuerzos, furiosa, se encara al asesino, increpándolo por el vil y cobarde crimen, quien, con la tranquilidad de quien está acostumbrado a causar el mal, contesta a doña Joaquina que no es un asesino y que por ser ella una señora, no lo ha hecho antes, buscando en la soledad del presidente el momento de vengar a sus compañeros de Montjuich.(2)

   Doña Joaquina de Osma y Zavala, rota por la pena, apenas se separa un instante del cuerpo de su esposo, incluso durante los trabajos de embalsamamiento del cadáver del esposo arrebatado se aleja de su lado; pero su inicial y comprensible deseo de ejemplar castigo sobre el criminal, se torna al fin digna clemencia, y al terminar la exposición del cadáver en su finca de La Huerta, en la calle Serrano de Madrid y salir el cortejo fúnebre con asistencia de los marqueses de Alcañices, Mochales, del Pazo, de Lema, diputados, senadores, diplomáticos y del duque de Sotomayor en nombre de la reina regente, llamó a éste y le dijo: “El mayor sacrificio que puedo hacer ante la tumba de mi marido es perdonar al asesino. Dios me oye, yo le perdono”. 

   Detenido el criminal, poseedor de un amplio historial delictivo, todo se resuelve con gran rapidez y escaso sensacionalismo. Sustituido en su puesto el inspector Puebla, responsable de la seguridad del Presidente, y muy afectado por lo sucedido, el día 15 de agosto, apenas una semana después de los hechos, en Vergara, un consejo de guerra juzga a Miguel Angiolillo acusado por el ministerio fiscal de asesinato con premeditación y alevosía contra la autoridad constituida, sin circunstancias atenuantes ni eximentes, solicitando la pena de muerte en garrote vil, mientras la defensa se limita a solicitar benevolencia para el reo justificándola en la enajenación del asesino. Cinco días después, en la mañana del día 20, en la cárcel de Vergara, es cumplida la sentencia.

   Los tiempos del turnismo estaban próximos a su fin, pero antes, y la desaparición de Cánovas y el cambio de política en Cuba, posiblemente tuvieran mucho que ver, España debía sufrir su último calvario del siglo: el desastre del 98.


(1) El encasillado consistía en el reparto de las actas de diputados previamente a la elecciones, otorgando los puestos en los distritos electorales unipersonales, casillas, a las personas designadas. Resultaba fácil a los caciques doblar voluntades a favor de los designados o encasillados, que tan sólo debían salir elegidos, con independencia del número de sufragios obtenidos.

(2) Sus compañeros de Montjuich fueron los anarquistas procesados por la masacre perpetrada durante la procesión del Corpus de Barcelona, del año 1896, en la que murieron doce personas y hubo una treintena de heridos. En dicho proceso, lleno irregularidades, resultaron condenados a muerte y ejecutados varios de los acusados y otros muchos condenados a largas condenas de cárcel.

Licencia de Creative Commons

DOS GENERALES

   Joseph Wenzel Radetzky von Radetz nació en 1766 en seno de una familia noble de la Bohemia del Imperio Austríaco. A los 18 años ingresó en la carrera militar. No tardó mucho en intervenir en las campañas militares en las que el Imperio Austríaco se vio involucrado. Luchó contra los turcos, contra la Francia revolucionaria primero y napoleónica después, donde destacó por su valentía y sus dotes como estratega, que le supuso el ascenso al generalato.

   En 1836, a sus 70 años, al mando de las tropas austríacas que dominaban el Veneto y la Lombardía, incorporadas al Imperio desde los tiempos de Tratado de Viena tras la derrota de Napoleón, alcanzó el rango de Mariscal.

  Por entonces llevaba ya cinco años en Italia y tenía una amante, planchadora de oficio, pero que cocinaba muy del gusto del general y que, entre plato y plato, le dio cuatro hijos, que con los ocho tenidos de su matrimonio con una condesa que vivía en Viena, sumó la docena. De los legítimos uno estaba con él en Milán, o mejor dicho, bajo sus órdenes, ya que era militar también. Debía ser prenda de cuidado, pues cierto día, en plena calle, un sacerdote le dio una bofetada. No se sabe lo que produjo tal reacción en aquel hombre de Dios, a la que la doctrina cristina debía mover más que a darla, a recibirla de los demás; pero sí que el propio general hizo llevar al sacerdote a su presencia y cuando lo tuvo enfrente estrecho su mano y le dio las gracias.

   Aunque de modales rudos, fue muy apreciado por todos, y los soldados lo tenían como un padre, y así hablaban de él. Pese a su rango, siempre anduvo corto de dinero, pero honrado a carta cabal, jamás se aprovechó de su posición, lo que le obligó a endeudarse. Lo hizo sobre todo con un intendente que sentía por él una gran admiración, que le propuso romper todos los pagarés si le permitía el honor de ser enterrado en una tumba junto a la suya.

   Entre el 18 y el 22 de marzo de 1848 se produjo la “Revuelta de los Cinco Días” y Radetzky se vio obligado a abandonar Milán. El viejo mariscal tenía ya más de ochenta años, pero mantenía todo su vigor físico y una esplendida lucidez. Rehizo sus fuerzas y en agosto de ese mismo año recuperaba Milán y al año siguiente, en Novara, vencía a las tropas piamontesas de rey Carlos Alberto de Saboya, siendo nombrado gobernador del reino de la Italia Superior, cargo que ocupó hasta 1857. Retirado al fin, falleció en Milán al año siguiente.

                                                       *

   Más popular que por sus victorias el mariscal Radetzky lo es por la marcha que en 1848 escribió en su honor Johann Strauss, el célebre compositor vienés, padre del que sería considerado el rey del vals.

Fotografía de Herbert Von Karajan tomada de un antiguo
disco de vinilo de la Deutsche Grammophon Gesellschaft.

   Y buena parte de esa popularidad resulta de la interpretación de la pieza que la Orquesta Sinfónica de Viena interpreta como colofón al concierto de año nuevo, que cada año se celebra en la sala dorada del Musikverein vienés. En el enlace que figura al final de esta nota pondrán escuchar la famosísima “Marcha Radetzky” dirigida en dicha sala el 1 de enero de 1987 por el no menos afamado director de orquesta Herbert Von Karajan. Una magistral interpretación en la que Karajan, lejos de las expansiones tan en boga en los últimos años, con la sobriedad de un general, como lo fue Radetzky, parece dirigir con la batuta a sus músicos y con su mano libre al público, siempre entregado. Con la esperanza de que sea del agrado de mis pocos, pero muy ilustrados y queridos lectores les dejo, si lo desean, con el genial director alemán dirigiendo la interpretación de tan famosísima pieza musical.    https://www.youtube.com/watch?v=GTZlB2mUwjQ

Licencia de Creative Commons

PRESENTACIÓN DE "LA CORTE DEL DIABLO"

   Cuando una noche, a primeros del pasado mes de octubre, me anunció Montserrat, emocionada y nerviosa, perdido el apetito por la agitación ─un nudo en el estómago me dijo tener─,  la publicación de su primera novela, vio cumplida una gran ilusión. Hoy, “La corte del diablo” ya en las librerías, casi olvidados los duros momentos de la gestación editorial, llega el momento de su presentación en su propia ciudad.

   Y es que se la veía llegar. Su carrera como escritora, antigua devoción, toma el rumbo de la profesionalidad, como debe ser en autora de talento.  Adentrarse en las procelosas aguas del océano editorial requiere valentía y fe. De las dos anda cumplida Montserrat Suáñez, pero si la primera es atributo que sólo depende de ella, la segunda es virtud compartida, que se apoya en tres pilares: a la fe en sí misma, que sin desaliento exhibe, hay que sumar la fe que los editores han puesto en ella, de manera expresa y con muy buen criterio; y la de los lectores que, a buen seguro, con sus antecedentes, no tardarán en demostrar, juzgando favorablemente la novela, cuya presentación en la Librería Central de Gijón, calle San Bernardo, 31, se celebrará el próximo día 18 de febrero.

   Influida desde su juventud por los relatos de Alejandro Dumas, como ella misma ha dicho alguna vez, no es casual la época elegida ni la temática de su primera novela: una obra que fiel a la historia nos sumerge en las conspiraciones de personajes poderosos y sin escrúpulos protagonistas de la historia y de una novela, en la que nos descubre con técnica envidiable, pero amena, los hechos históricos presentados por personajes reales la mayoría y de ficción otros, pero sin merma del rigor exigible en una novela histórica.

   Porque siendo la obra novela, es también libro de historia y también retrato psicológico. Narración y descripción. Una equilibrada armonía donde los hechos y la ficción se entremezclan, mientras una mirada observadora nos describe con todo detalle el lujo en el que se mueven los personajes: los vestidos de las damas, los trajes de los caballeros, sus palacios, el mobiliario que los adorna, nada queda fuera de la mirada escrutadora de la autora; tampoco la esencia de los propios personajes: su alma, más no desde la pedantería de quienes elucubran  ─y aburren─ con su trascendencia, sino  mostrándonos la ambición, el ansia de poder, los celos,  la crueldad;  y los anhelos, las pasiones, la ternura y la amistad, a veces con la tensión que los hechos exigen, otras, muchas, con fino humor que sin hacerla comedia, desdramatiza acontecimientos solemnes.

   Y advierto una aspiración muy estimable en una circunstancia. Es corriente en el infinito firmamento literario actual, en el que tantas mujeres escritoras hay, y cuyos libros suelen ser perfectamente identificables, que las escritoras no sean capaces, aun deseándolo, de ocultar su género. Que sea esta novela una obra en la que si en su portada no figurara nombre alguno, fuéramos incapaces de descubrirlo es asunto destacable. Que el protagonista sea un hombre, hecho de por sí poco habitual en la literatura escrita por mujeres, es especialmente meritorio, por cuanto rompe el sentido feminista de la literatura escrita por mujeres.

   La novela, no lo he dicho aún, está ambientada en una época muy concreta: la  que transcurre entre finales de 1570, con la boda de Carlos IX con Isabel de Austria, y las vísperas de la matanza de San Bartolomé, en el verano de 1572. De esta masacre, quizás comienzo de una futura obra de la autora, hay un cuadro de François Dubois, el único que al parecer se conserva de este pintor, expuesto en el museo de Lausana, en el que, con toda claridad, se ve al almirante Gaspar de Coligny cabeza abajo, siendo arrojado desde una ventana, causa de aquella sangrienta jornada; a la reina madre, Catalina de Médicis, a las puertas del Louvre, observando las víctimas de la matanza que ella misma ha provocado; y, aunque con menor claridad, hay quien ha querido ver también al rey de los franceses, al católico Carlos IX, arcabuceando desde una ventana del Louvre a los hugonotes, aquellos protestantes fanáticos que, con los católicos igualmente intransigentes, sumieron a Francia en constantes luchas de religión, que condicionaron el devenir de la Nación: sus campañas militares, sus tratos con otras potencias, su políticas matrimoniales. Aunque hoy los historiadores dudan de la veracidad de esa última escena, pues argumentan que durante la matanza del día de San Bartolomé dicha ventana no existía en realidad, lo cierto es que existiera o no, sí refleja el carácter impulsivo y colérico del rey de los franceses, como también la actitud indolente de la reina madre ante cualquier sufrimiento que se oponga a sus intereses primero, o a los de sus hijos después. Hay en la novela otros personajes reales: el duque de Anjou, Isabel de Inglaterra…, perfectamente retratados; y ficticios, que dan consistencia al argumento de una novela, obra literaria, sin duda.

   En fin, no creo errar si señalo que al placer que a los lectores de “La corte del diablo” supone leer la novela, le precedió la satisfacción que su autora, Montserrat Suáñez, obtuvo al escribirla, porque no fue un trabajo para ella hacerlo. Suerte para sus lectores su decisión de compartirlo.

   Recuerden,


PRISCILIANO. EL HEREJE GALLEGO

   Había nacido en Iria Flavia, en el seno de una familia gallega noble y acaudalada, y recibido una buena educación, cuando en 379 comienza sus predicaciones. Prisciliano es hombre culto, erudito, con don de gentes, de gran elocuencia y capaz de convencer con la palabra, pero también dado a la magia y prácticas contrarias a las buenas costumbres, que había aprendido de ciertos extranjeros llegados a su tierra, procedentes de Aquitania, que las habían aprendido de un tal Marcos de Menfis.

   En la nebulosa en la que están envueltos estos tiempos antiguos, donde las fuentes son tan escasas como dudosas, se dice que Marco de Menfis emparejó con una mujer de las tierras galaicas, a la que rebautizó como Ágape y fundó la secta de los agapetas. Si fue así o si fue Elpidio y su esposa, esa misma Ágape, discípulos, estos sí, del mago Marcos, quienes iniciaron a Prisciliano en el gnosticismo que bajo muchas variantes inundaban desde el siglo I las tierras africanas del Nilo, es asunto pendiente de determinar. Es posible que, además, Prisciliano ya conociera y practicara ciertos ritos celtas, ancestrales vestigios druídicos aún vivos en Galicia.

   Sea como fuere, el caso es que Prisciliano comienza a difundir una doctrina con claros tintes maniqueos, mezcla de ritos ancestrales con principios  gnósticos y la doctrina primigenia del cristianismo. Su proselitismo es fructífero. Ganados muchos adeptos en Galicia y Lusitania, comienzan también en la Bética a surgir seguidores.  Incluso prelados como Instancio y Salviano comparten las tesis priscilianistas. Alarmado el obispo de Córdoba, Higinio, comienza una campaña en contra del heresiarca. También Idacio, prelado de Mérida, se suma, a requerimiento de Higinio, en una cruzada contra Prisciliano. Para combatir la nueva doctrina, se convoca un concilio en Cesaraugusta, en el año 380, en el que censurar y castigar a los nuevos herejes. Reunidos dos obispos de Aquitania y diez españoles, Idacio entre ellos, se promulgan cánones que anatemizan los sacrílegos ritos priscilianistas y se excomulga a Instancio, Salviano, Elpidio y al propio Prisciliano, y también tiempo después a Higinio, pues, sin que quedara claro por qué, de detractor de la novedosa doctrina, muda su postura,  quién sabe si la elocuencia de Prisciliano es la causa, por la de ferviente seguidor priscilianista. Terminado el sínodo de Zaragoza sin mayores consecuencias, no se arredran los relapsos, y contra toda norma logran convencer a la iglesia lusitana para que Prisciliano corone su testa con la mitra de la sede abulense, vacante entonces.

   Siendo Graciano el emperador romano, a él recurren Idacio y los demás perseguidores de los heréticos priscilianistas. De estos, unos grupos se ven obligados a huir, disolviéndose otros, mas sólo de momento. Pronto Prisciliano, como nuevo obispo de Ávila, Instancio, Salviano y otros principales de la secta toman el camino de Roma con la firme intención de obtener la revocación del edicto imperial que les disolvía. De camino predican mucho y a muchos convencen. En Burdeos se unen a ellos Eucrocia y su hija Prócula, porque, así lo dice Sulpicio Severo, una de las pocas fuentes sobre estos hechos, son muchas las mujeres que se unen al grupo, tal era el poder de convicción del seductor Prisciliano. Y de Prócula, de la que, sin que su reciente mitra sierva de freno a su pasión, Prisciliano tiene un hijo.

Estatua ecuestre de San Martín de Tours, entregando medía capa a un mendigo, en
 la fachada de la Iglesia de la que es títular en Valencia. Obra flamenca de finales del
 S. XV, atribuida Pierre Beckére, escultor al servicio de María de Borgoña en Brujas.
 San Martín, obispo de Tours, acudió a Treverís. Su oposición al derramamiento
 de la sangre de los herejes fue eficaz mientras estuvo en dicha ciudad.

   Al llegar a Italia, ni Ambrosio, en Milán, ni Dámaso, el papa español  conocedor de los delitos de los que han sido acusados los herejes, los reciben ni quieren saber nada de ellos. Tratan entonces de ganar el favor del emperador por medio de Macedonio, magister officiorum del emperador Graciano. Restituidos en sus cargos, instalados en sus sedes episcopales Prisciliano e Instancio, Volvencio, el cónsul de Roma en la Lusitania, antes azote de los heresiarcas, ahora bien pagado por los rehabilitados priscilianistas, dirige la persecución de los católicos en su jurisdicción. Itacio, obispo de Faro, antes perseguidor, ahora perseguido, y de carácter irreductible en su postura, pero realista, pone tierra por medio y en las Galias, se pone bajo la protección del prefecto Gregorio, que informa al emperador. Mientras, el aparente sincretismo, la engañosa conciliación de lo cristiano con el gnoticismo de la secta, se disuelve como  un azucarillo en el agua, y triunfa el hermetismo, que da alas la los enemigos de los herejes.

   También los problemas del Imperio se vuelven contra ellos. Si en el imperio oriental de Teodosio reina la estabilidad, en el occidental  la anarquía campa amenazante. Graciano, que compartía con Valentiniano II el imperio de Occidente, tiene que huir cuando Clemente Máximo, sublevado en Britania, alcanza Treveris, la “segunda Roma”, y corte de esa parte del Imperio. proclamándose emperador. Hispania,  queda bajo la égida del hispano Máximo, muy celoso de la ortodoxia cristiana, e informado y espoleado por el inquisidor Itacio, decide tomar cartas en el asunto, aunque con prudencia. Deja en manos de la propia Iglesia el asunto, para que celebre un sínodo en Burdeos, fuera de la Lusitania priscilianista, para amonestar a los herejes. Y allí van Prisciliano y sus prosélitos, los obispos Instancio e Higinio, otros religiosos también, Prócula y, hasta un poeta: Latroniano.

   Despojados de sus cargos, ninguna cosa más en contra de Prisciliano y los suyos consiguen sus enemigos, que inasequibles al desaliento logran llevar la causa, ahora política, a Tréveris. Allí, en el invierno de 384, comienza el proceso, Itacio y otros arremeten feroces; aún los herejes cuentan con algún apoyo: Martín, con olor de santidad, antiguo soldado del imperio, obispo de Tours, si decididamente no defiende, sí aboga para que la sangre de los juzgados no corra. Y lo logra mientras permanece allí; pero al marchar, Máximo, convencido por los tercos e intolerantes prelados acusadores, nombra juez al prefecto Evodio. Los herejes, aunque creen en las Sagradas Escrituras, son acusados de maniqueos, de negar la unidad divina y de antitrinitarios; pero son las formas, más que las diferencias teológicas, las que les condenan. Prisciliano es acusado de brujería, de practicar ritos ancestrales, entregado a pasiones indecentes de exhibicionismo, de haber forzado a Prócula, y con brujerías, sortilegios y pócimas provocar el aborto del fruto de su desenfreno: crímenes comunes penados con la muerte.  Y de iguales faltas resultan acusados el resto que, como Prisciliano, bajo tormento, o confiesan o dicen lo que sus torturadores quieren oír. La suerte de todos ellos está echada.

                                                        *
                                                           
   San Próspero de Aquitania nos dejó constancia de ese final: “En el año del Señor 385, siendo cónsules Arcadio y Bautón, fue degollado en Tréveris Prisciliano, juntamente con Eucrocia, mujer del poeta Delfidio; con Latroniano y otros cómplices de su herejía”. Pero la muerte de Prisciliano, ahora un mártir para sus seguidores, no fue el fin de la secta. Cuatro años después sus restos fueron exhumados y trasladados a Galicia para su descanso eterno, o casi.
Licencia de Creative Commons

VIAJES EN TERCERA PERSONA. LA CERDANYA

   Si hay tierras que a lo largo de la historia han cambiado de dueños, pocas como la Cerdanya lo han hecho con tanta frecuencia y bajo coronas tan distintas. Condes de Urgel, aragoneses, de Barcelona, reyes francos, de Aragón, de Mallorca han gobernado aquellas tierras, un altiplano de más de cinco kilómetros de ancho y veinte de longitud, situado a más de mil metros de altitud, pero rodeados de gigantes de casi tres mil, que lo hacen valle y fácil paso entre Francia y España. Mitad español, mitad francés desde que en 1659 quedó rota su unidad política cuando por el Tratado de los Pirineos, España cedió todos los pueblos al norte de la frontera pactada, el viajero comienza a conocerla desde su extremo meridional.

   Es Martinet, dejando atrás, aguas abajo, las angosturas del río Segre, lugar de veraneo muy visitado, que  si no destaca por grandes hechos históricos, sí lo hace por haber sido escritas en ella muchas páginas sobre ella, ya que fue aquí donde el desaparecido Nestor Luján, erudito escritor, periodista y gran gastrónomo, escribió varias de sus más notables ensayos de carácter histórico: La otra marquesa de Pompadour, Margot, la reina de los corazones o Madrid de los últimos Austrias vieron aquí la luz.

   Conforme avanza, el viajero ve como se el valle se ensancha. Dejando atrás Bellver de la Cerdaña, casi sin darse cuenta, llega a Puigcerdá, capital desde siempre de toda la comarca, y hoy de la parte española.

  Encaramado su casco viejo sobre una especie de terraza asomada al Segre, el viajero asciende rodeando el cerro y se acerca hacia las proximidades del lago, que es artificial y del que hay noticias de su existencia desde el siglo XIII. Mediante acequias llegan a él las aguas, hoy francesas, del río Carol, que han sido usadas a lo largo de tiempo para múltiples menesteres de la población y de los campos circundantes. Hoy, y desde hace cien años, hay alrededor de su perímetro arboledas y praderas que hacen del paraje el gran parque de la localidad, gracias al diplomático danés Germán Schierbeck, cónsul en Barcelona, que tomó Puigcerdá como lugar de veraneo, impulsando iniciativas económicas, que atrajo a nuevos veraneantes y donó a la villa los terrenos circundantes al lago, adquiridos por él mismo y que como parque acabaría llevando su nombre.


   Pero el viajero prefiere ver la zona urbana y a ello se dedica. En la plaza de los Heróes, junto al Casino Ceretà, pasa junto al pequeño obelisco de mármol rojo, símbolo de la defensa de los ceretanos frente a las tropas carlistas. Al lado justo, sin apenas separación, está la plaza de Santa María. Hay en esta plaza una torre campanario, a la que le falta la iglesia. Tuvo mala suerte la villa cuando, en  los años treinta del siglo pasado, los españoles anduvieron reñidos en dos bandos, porque entre los 277 anarquistas miembros de la sede de la CNT-FAI de la localidad había un tal Antonio Martín, apodado El Cojo de Málaga, que mandaba sobre los demás y que más allá de defender ideas con la razón las quiso imponer por la fuerza, aterrando a la población de la que se hizo dueño. A la pérdida de vidas humanas sumó la destrucción de bienes: arrasó los archivos del registro de la propiedad y de la notaria, e insatisfecho con quemar papeles, se afanó en derribar piedras. Así fue como la torre de la parroquia de Santa María se quedó sola y sin templo a la que servir.

   El viajero decide subir a la torre para disfrutar del paisaje y decidir los caminos que seguirá una vez abajo. Y al rato, puesto el pie en tierra firme otra vez, se adentra por la calle Mayor, la más comercial de la villa. Caminando por ella, el viajero se alegra mucho al comprobar que son muchas las pastelerías, repletos sus escaparates de dulces de todo tipo. Sabe el viajero que no tardará en ser vencido por la tentación, pero de momento resiste y avanza hasta llegar a la porticada plaza de Cabrineti, bautizada en honor del militar defensor de la villa frente a los carlistas y antiguo centro de la villa.

   De regreso, saliendo de la población, el viajero, al que le gusta adentrarse por caminos por donde nadie entra, enfila un camino que a su entrada y muy discretamente anuncia ser el camino de Rigolisa. Avanza y se ve obligado a apartarse a un lado para permitir el cruce con un tractor de labranza. Ya no verá a nadie más durante el camino. Tampoco al final del mismo, cuando ve la iglesia, precedida por una descuidada plazoleta. La iglesia está cerrada. El viajero camina por los alrededores. En el lado izquierdo de la ermita sigue un camino. Francia esta muy cerca, apenas a unos pocos metros. Leyó el viajero que por ese camino entraron en España las tropas alemanas, en retirada, cuando al término de la Segunda Guerra Mundial, Francia volvió al poder de los aliados.  El viajero no imagina el lugar, que da la impresión de estar igual a como estuvo entonces, más que en blanco y negro, toma su cámara y dispara.


   Y en sentido inverso a como hicieron aquellos alemanes de hace setenta años, el viajero entra en Francia, pero por el paso fronterizo de la antigua Guingueta d’Ix, que ese fue el nombre de la localidad hasta 1815, cuando, tras la caída de Napoleón, la visitó la duquesa de Angulema, María Teresa Carlota, hija de Luis XVI y que por deferencia a ella cambió su nombre por el actual de Bourg Madame. No se detiene allí, pues el lugar no ofrece gran cosa al visitante y el viajero está deseoso de entrar en España otra vez.

   Porque Llívia es villa española rodeada de tierra francesa por todos sus vientos. Ya quedó dicho que en 1659 España tuvo que ceder, por el tratado de los Pirineos, parte del valle; pero la ambigüedad del artículo 42 del tratado por el que los Pirineos serían la división entre ambos reinos obligó a que tuvieran que reunirse las partes para concretar los límites fronterizos. Unas primeras conversaciones en Ceret, en marzo de 1660, terminaron en apenas un mes sin acuerdo alguno. Como estaba prevista la boda de Luis XIV con la infanta española María Teresa de Austria para junio de aquel mismo año, y los reyes español y francés querían dejar resuelto el problema fronterizo antes de la misma, a toda prisa, se reunieron don Luis de Haro y el cardenal Mazarino a fin de solucionar el asunto. Trazar la raya que separase Francia de España partiendo el valle en dos no era cuestión fácil.  El francés quería para Francia la Cerdaña en su totalidad, España que se negaba, cedió las aldeas del Norte. Esto permitía a Francia unir el valle del Carol al Oeste con el Capcir y el Conflent al Este y enlazar todas estas tierras con el Rosellón. Acordado lo cual Luis y María Teresa contrajeron sus nupcias en la isla de los Faisanes.

   El viajero pasea por Llívia, allí se instaló y aún se conserva la que fue farmacia más antigua de Europa; y allí se produjo una nueva reunión entre funcionarios españoles y franceses, para perfilar los acuerdos conseguidos poco antes por Mazarino y Haro. España excluyó Llívia del pacto, por no ser aldea, sino villa desde los tiempos del emperador Carlos V. Francia, que la quería, quiso comprarla, ofreció 1.000 libras por ella, destacó tropas ante el enclave durante las negociaciones, que se prolongaron varios meses, pero finalmente, el 12 de noviembre de 1660 se firmó el tratado de Llívia, que quedó bajo la jurisdicción española.

   El viajero continúa su marcha hacia el Norte. Mientras recuerda que todo el valle fue apetecido siempre por ambas naciones pasando de un país a otro en los siglos siguientes varias veces, llega a la ciudadela de Mont Louis, llave de la Cerdaña por el Norte. Fue precisamente su situación estratégica la que animó  a Luis XIV a encargar al ingeniero militar y Comisario de Fortificaciones, marqués de Vauban, la fortificación de aquel lugar desde el que dominar la Cerdaña y defender la entrada al Rosellón. El viajero supera el foso y se adentra en la población amurallada. Entre construcciones típicas con sus ventanas protegidas por contraventanas de madera el viajero llega hasta la iglesia de San Luis, levantada en el siglo XVIII, sin interés especial, si no fuera por un más que meritorio Cristo en madera de sicomoro del siglo XV, que el viajero encuentra por casualidad al recorrer su interior. De mucho provecho resulta también el paseo por sus murallas, pues el conjunto está declarado como Patrimonio de la Humanidad, y juzga el viajero que razones hubo para el premio.

  
   Y si bajo el reinado del Rey Sol fue construida la ciudad fortificada, es el astro solar el que ha hecho famoso hoy el horno de Mont Louis. Construido a mediados del siglo XX, consiste en una serie de espejos reflectantes que recogen la radiación solar haciéndola converger en una pequeña zona donde se concentra toda la luz solar, que es convertida en energía  aprovechable. Quizás las tres mil horas de sol que se asegura iluminan la región hicieron de Mont Louis el lugar elegido para el primer horno solar, quizás ya, tecnología superada, pero que al viajero le hace recordar que ya Arquímedes uso con el espejo ustorio esa potente fuente de calor que es el Sol para vencer al enemigo.

   El Sol empieza a ponerse, es hora de que el viajero termine su andanzas por esta región de los antiguos ceretanos, dividida entre dos países, de forma tan arbitraria que, aún después de los acuerdos del siglo XVII, siguió enfrentando a unos y otros hasta el definitivo amojonamiento y deslinde pactado en 1868 entre Francia y España.  
Licencia de Creative Commons

ESPADONES DEL SIGLO XIX. NARVÁEZ

   Es el espadón por antonomasia, en él casi todo fue excesivo, incluso cuando, según dicen, antes de morir, en su última confesión, que duró más de media hora, manifestó que no tenía enemigos por haberlos fusilado a todos. Y no debe extrañar, pues su excesos comenzaron desde su llegada a este mundo; porque cuando el 5 de agosto de 1799, Ramón, María de las Nieves, de la Santísima Trinidad, José, Joaquín, Juan Bautista, Santiago, Francisco de Paula, Juan Nepomuceno, Francisco de Asís, Antonio de Padua Narváez de Campos nació en Loja, ya parecía encomendado a todos los santos, o a casi todos.

   Su valor o su temeridad están fuera de toda duda. En 1822, en Castellfollit(1),  con desprecio de su vida, fue herido por primera vez en acto de servicio. Se había incorporado a las fuerzas del general Espoz y Mina,  Capitán General de Cataluña. Los realistas de la Regencia de Urgel se habían hecho fuertes en la población. Con ánimo de tomar la plaza fue usada la artillería, pero uno de los torreones resistió los embates artilleros. Narváez, valeroso, aunque imprudente, como diría Espoz, aprovechando la oscuridad de la noche, acompañado de un capitán de artillería, se aproximó hasta el torreón y a hachazos comenzó a golpear el portón, abrir brecha y facilitar el acceso a los suyos. Los golpes alertaron a los realistas,  defensores de las murallas, que abrieron fuego sobre los temerarios asaltantes, resultando heridos y el capitán en trance de caer al foso. Narváez, con desprendido compañerismo, despreciando el peligro, auxilió a su compañero, poniéndose ambos a salvo.

   Y de su carácter enérgico y su determinación para hacerse obedecer tampoco se puede dudar, como lo demuestran las palabras que dirigió a los hombres del regimiento de la Princesa, cuyo mando se le había asignado. Tenía fama este regimiento de ser uno de los más indisciplinados y Narváez, coronel por entonces, avisó a sus hombres:
  ─Sé que este regimiento tiene fama de ser el más indisciplinado, pero el estado de las cosas sobre este asunto será diferente a partir de ahora. Yo tengo más carácter que cualquiera de ustedes y aunque sea por la fuerza cada uno cumplirá con su deber. Si alguien se ha sentido ofendido por mis palabras, sepa que desde ahora hasta el toque de diana de mañana no seré su coronel, sino un compañero más dispuesto a darle satisfacción por las armas a quien me lo demande.

   Resulta fácil suponer que no hubo duelo alguno y que el regimiento de la Princesa se convirtió en un ejemplo de disciplina.

   De talante liberal, se comportó como un dictador más de una vez, como cuando reemplazó en el gobierno, en 1848, al marqués de Salamanca. Eran tiempos revolucionarios en media Europa, de los que Narváez no quería ni oír hablar para España. No concebía el poder de una manera distinta al ejercicio del mando, algo que no sólo se manifestaba en él, pues el resto de los espadones, militares y políticos al tiempo, no diferían mucho de él en su proceder. Participó como sus compañeros O’Donnell, Serrano o Prim, en cuantas asonadas hubo; y con otro espadón, Espartero, anduvo siempre en riñas. Su desembarco en Valencia y su marcha sobre Madrid, hizo huir a Espartero camino de Londres. Aquello le valió el título de duque de Valencia. Conspiró y derrocó gobiernos, formó muchos otros, pero siempre con fidelidad incuestionable hacia la reina Isabel, que perdería el trono nada más morir él y su otro valedor, el canario Leopoldo O’Donnell fallecido poco antes. Su aspecto y su carácter vehemente contribuyeron mucho a forjar su imagen  de espadón intransigente y violento. Y algo de eso hubo. Basta recordar el duelo ocurrido en la antecámara de la reina, en el propio Palacio Real: despachaba don Ramón, a sazón presidente del Consejo, con su asistente don Joaquín Osorio, cuando se escucharon voces provenientes de la antecámara de la reina Isabel. Ya estaba la reina encinta en aquel tiempo y se encontraba esa noche en su alcoba con Enrique Puigmoltó Mayans, un capitán de la guardia, amante suyo entonces y muy probablemente padre del futuro Alfonso XII, cuando el rey Francisco de Asís se presentó con la intención de acceder a los aposentos de su esposa. Acompañaba al rey el general Urbiztondo, ministro de la Guerra en el gobierno de Narváez y afín a la camarilla del rey consorte. Los alabarderos habían impedido el paso a los recién llegados hasta el momento, pero Francisco de Asís insistía:
   ─Soy el rey y quiero ver a la reina, mi esposa.
   Al momento llegaron Narváez y Osorio que, prestos a impedir el propósito del rey, habida cuenta la embarazosa situación que se produciría de permitirlo, se inició una discusión.
   ─Es imposible, señor, pasar sin el consentimiento de la reina─ advirtió don Ramón.
  ─¿Imposible? Es absurdo impedir el paso al rey─ terció Urbiztondo.
   Para reforzar su postura, Osorio dio un paso al frente mientras colocaba su mano sobre la empuñadura de su sable, momento en el que Urbiztondo, desenfundando su espada atravesó el pecho de Osorio.
   Inmediatamente fue Narváez quien desenfundó su acero y comenzó un combate entre el presidente y su ministro. Francisco de Asís conmocionado por lo sucedido contemplaba horrorizado la lucha que se desarrollaba ante sus ojos. No estaba hecho su carácter sensible para tales impresiones.
   El combate era feroz, ambos espadachines resultaron heridos, y al fin Urbiztondo muerto por una estocada fatal.
   La intimidad de la reina había quedado a salvo, el incidente tapado en la corte, y el gobierno informando de dos muertes accidentales en Palacio.

Firma del general Narváez. Fotografía tomada del libro España
histórica de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934

    Bravura tenía, pues, don Ramón,  pero no se puede decir, en lo físico, que fuera un adonis: sin ser corto de talla, no era alto,  su sable, de tamaño normal, era de continuo arrastrado por el suelo, usaba peluquín, o por ocultar su calvicie o una herida que afeaba aún más su aspecto; y pese a ello tenía cierto éxito con las mujeres.  A los 46 años, en la cima de su carrera como político, contrajo matrimonio con una joven María Alejandra Tascher, de veintiún años, hija del conde Fernando Tascher de Pouvray. En relaciones con ella, el espadón fue invitado al “chateau” del conde en las cercanías de París. Sentados a la mesa los comensales, don Ramón, así lo cuenta el general Fernández de Córdoba en sus memorias, requerido por el conde, contaba sus aventuras contra los franceses de los Cien Mil Hijos de San Luis, y cómo fue hecho prisionero por los absolutistas de Fernando VII. Asunto tan delicado dio pie a que un coronel francés retirado, sentado a la mesa, preguntase al español qué “tunantería” había cometido para que tal sucediera. Y a don Ramón le venció su carácter. Levantándose bruscamente, haciendo rodar la silla por los suelos, comenzó a despotricar, en la jerga cuartelera que tan bien dominaba contra Francia, los franceses, Luis Felipe y cuanto a francés pasase por su mente alterada; y despachado a gusto, abandonó el palacio del conde. Como en modo alguno estaba el coronel francés dispuesto a tolerar la afrenta, envío éste a sus padrinos, pero los de Narváez convencieron al espadón para que desistiera del enfrentamiento y el duelo no llegó a celebrarse. Pese a todo o por ello, el caso es que Ramón y María Alejandra se convirtieron en marido y mujer en febrero de 1846. No sería aquél un matrimonio feliz, del que nació un hijo que falleció  muy pocas semanas después, y los cónyuges acabaron llevando vidas separadas, ella en París, él arriba y abajo, de un lugar a otro, como siempre había sido.

   Incapaz de sonreír jamás, tenía una de esas caras, como dejó escrito Galdós “que no brindan amistad, que fundan su orgullo en ser antipáticas y en hacer temblar a quien las mira”; tampoco Baroja lo dejó en mejor lugar cuando lo describe como “pequeño, violento, de voz dura, rajada, aire fiero…, y turbulento”.

   Pero con todo, la imagen de hombre brusco y vehemente, que el mismo forjó y la prensa de la época ─pocos personajes se vieron tan atacados como él─  se ocupó de difundir, siendo cierta, tiene sus matices. También fue un hombre sensible. Amante del lujo, había comprado un palacio en Madrid a los condes de Montemar. Su fortuna, pues su avidez por el dinero era notoria, provenía de sus ganancias en la bolsa. El marqués de Salamanca, amigo suyo, le aconsejó bien en muchos negocios, hasta que en una jugada de mala fortuna en la bolsa, don Ramón perdió mucho dinero y el duque y el marqués dejaron de hablarse:
   ─Espero verle morir en una buhardilla─, le dijo encolerizado tras aquel revés el duque al marqués, que respondió:
    ─Y yo, desde ella,  contemple su entierro.
   Dos décadas después se reconciliarían.

   Se sabe que, separado ya de María Alejandra, tuvo una hija, Consuelo, que falleció a sus diecisiete años y sumió a don Ramón en profunda pena. Encallecida su alma por las contrariedades aún, tras la muerte de O'Donnell, acudió a la llamada, la última, que la reina Isabel le hizo. Enrocado en su autoridad, sin comprender bien el curso de los acontecimientos ni prever los que se avecinaban, Narváez cayó enfermo. Una pulmonía se lo llevó de este mundo el 23 de abril de 1868. Apenas cinco meses después llegaría la revolución que haría salir a la reina de España.

(1) Castellfollit de Riubregós.
  Licencia de Creative Commons
Related Posts with Thumbnails