EL XIX. EL MINISTERIO RELÁMPAGO

   Fue tan escasa su importancia como breve su duración, pese a lo cual no hay libro sobre la historia del siglo XIX que no vea iluminada alguna de sus páginas con el destello, porque eso fue, un visto y no visto, de la chifladura de aquel nombramiento.

   Ni era la primera vez, ni sería la última que la reina iba a poner su firma y, como una niña descubierta después de hecho algo mal, echar la culpa a los demás. Así había pasado en 1843, cuando pintó su firma sobre los decretos que Salustiano Olózaga le había presentado, pero entonces, y aunque era reina, contaba con apenas 13 años; y así ocurría ahora, en octubre de 1849, con diecinueve años cumplidos, embarazada, cuando cedió a los ruegos de una de las camarillas de palacio, y aun a los deseos de uno de sus favoritos entonces  también: el seductor marqués de Bedmar, introducido en la corte, para alcanzar la alcoba de la reina, por el Marqués de Salamanca.

                                                         *

   La camarilla del rey Francisco de Asís no es la única que se esfuerza en influir en los asuntos del reino. Otras, como la conocida “Camarilla napolitana” comandada por la reina madre y su esposo Fernando Muñoz, o la muy católica del padre Fulgencio, confesor del rey, sor Patrocinio, la Monja de las Llagas, y en menor medida, sor Sacramento, también toman partido en un juego en el que el rey intriga tanto como es objeto de las intrigas de los demás. Un juego confuso en el que las camarillas parecían actuar conjunta o separadamente según los intereses del momento.

   Varios son los interesados en privar a Narváez del gobierno que dirige desde 1847, y varias las versiones sobre las recomendaciones que la reina recibe para exonerarlo del cargo, que no son incompatibles. Que Isabel firme el decreto a petición de su amante Manuel Antonio Acuña y Dewite es posible. Una reveladora nota de la reina a su marqués preferido indicándole que, llegado el momento, pase la mano por la barandilla de su palco en la velada teatral a la que ambos van a asistir, si desea que Narváez sea destituido, parece que involucra Bedmar. Pero que el rey Francisco de Asís aliente a la reina a un cambio de gobierno parece también impulso capaz de doblar la voluntad voluble de la reina. No son amigables las relaciones entre el rey y Narváez. Es el monarca consorte, alentado por su camarilla, defensor de su pretensión a participar en el gobierno, pues tiene una visión absolutista del poder. Tampoco es mayor la estima que del general tienen el padre Fulgencio y sor Patrocinio, cuya antipatía por el duque de Valencia es notoria, a causa de la escasa observancia de las prácticas religiosas por parte del general.

   Resultado de una u otra cosa, o de ambas, el caso es que aquel 18 de octubre sobre las cinco de la tarde da aviso la reina al presidente de su intención de sustituir el gobierno. Apenas dos horas más tarde, se presenta en palacio Narváez y su gobierno, que presenta la dimisión, cuya aceptación se publica el día siguiente: “Atendiendo a las razones que me ha expuesto el Presidente del Consejo de Ministros D. José María Narváez, Duque de Valencia, Capitán General de los Ejércitos, vengo en admitirle la dimisión que me ha hecho del expresado cargo, quedando altamente satisfecha del distinguido celo, suma inteligencia y lealtad con que lo ha desempeñado. Dado en Palacio a 19 de octubre de 1849.

Isabel II, por Ángel María Cortellini. 1952. Museo del Romanticismo, Madrid

   El nuevo gobierno, hechuras de la camarilla del rey y de la facción ultracatólica, lo preside el general don Serafín María de Soto, conde de Clonard, que asume la cartera de Guerra; Cea Bermúdez es nombrado Ministro de Estado; el general y mariscal de campo don Trinidad Balboa, de Gobernación, ocupándose también interinamente de la cartera de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, nombramientos estos y los de los restantes ministros que fueron firmados por la reina ese día.

   Durante las siguientes horas María Cristina, la reina madre, habla con su hija, que siempre encuentra justificación y culpa en otros. Convencida del error, Isabel llama al duque de Valencia. Narváez acude a la llamada de la reina:
 ─Ramón, Francisco me asustó, no tuve más remedio, compréndeme.
   Y el general es repuesto. Acostumbrado como está a disolver gobiernos, se dirige al conde Clonard en frase que se ha hecho célebre:
   ─Vuestra excelencia puede ir a descansar de sus fatigas.
   El gobierno todo ha sido cesado. Ha durado veintisiete horas.

   De modo que también dado en Palacio, pero al día siguiente la reina rubrica el siguiente decreto: “Atendiendo a los altos merecimientos, extraordinarios servicios y acrisolada lealtad de D. Ramón María Narváez, duque de Valencia, vengo en nombrarle Presidente de mi Consejo de Ministros, siguiéndole los ceses de los nombrados el día anterior y los nombramientos de nuevos ministros, en los respectivos decretos rubricados por la reina.

   Al mando de todo otra vez, el espadón de Loja actúa sin contemplaciones. También a esto está acostumbrado, y puesto que sabe que lo sucedido ha sido, según sus propias palabras, un drama preparado por un fraile, una monja y un rey, que ha terminado en sainete, está dispuesto a poner a cada uno en su lugar: al padre Fulgencio, en el convento que los escolapios tienen en Archidona; a sor Patrocinio en un convento de Talavera de la Reina y puesto que al rey no lo puede encerrar en el Alcázar de Segovia, como hubiera querido, se limitó a confinarlos en sus habitaciones, lo pagan sus adláteres, el secretario Martín Rondón es enviado a Oviedo y Baena, otro de los servidores de don Paquito, a Ronda.

   Tampoco se olvida el duque de Valencia del conde Clonard y su efímero gobierno. Clonard es destinado, en situación de cuartel, a Jaén; y el general Balboa, antiguo jefe de la policía fernandina, y cruel represor de carlistas en Castilla, a Ceuta. Curioso destino para él si tenemos que cuenta que tras la creación la policía española en 1824, Balboa, que la dirigía entonces, durante la estancia de los reyes en Aranjuez, se ocupaba de dar el parte con las novedades al rey. La reina Isabel de Braganza, conocedora de las infidelidades del rey felón durante sus correrías nocturnas, pidió a Balboa incluyera en el parte la siguiente nota: “Sepa Vuestra Majestad que no ocurre más novedad que la alarma de vuestros fieles súbditos, temerosos de que los aires fríos y húmedos de la noche ataquen vuestra prestigiosa salud”, lo que molestó al rey felón, que a punto estuvo de castigar a Balboa con el destierro al presidio de Ceuta. No iba a tener tanta suerte esta vez.

   La luz del ministerio relámpago se había apagado.

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LA HISTORIA DEL NICHO 1501

   Vicente García Valero había nacido en Valencia, en 1855. Muy joven, se había trasladado a Madrid con el propósito de labrarse una carrera como autor teatral y actor. Pero Vicente había dejado en la ciudad del Turia una novia: Emilia.

   Trabajaba entonces García Valero en la Plaza del Rey, donde el antiguo teatro Olímpico. Había sido aquel teatro escenario, antes de la construcción del Teatro Real, de memorables veladas líricas con asistencia de la reina Isabel, de sus amantes, unas veces; de los financieros, como el archirico marqués de Salamanca, dueño durante algún tiempo del coliseo; o de los espadones, mandamases de la política española entonces, como el tosco Narváez, otras; siempre en busca de conquistas, éstas civiles, de las divas del bel canto.

   Cambió más tarde el teatro de nombre. Pasó a conocerse como Teatro del Circo, y en él se ofrecían variadas funciones de cómicos, zarzuelas o espectáculos circenses. Pero quiso el azar que el 3 de noviembre de 1876 las llamas devoraran el local y con ello que García Valero, sin trabajo, aceptase una oferta de un empresario de Valencia, que precisaba de él para formar compañía en Játiva. Sin trabajo y con la novia en Valencia aceptó sin pensarlo dos veces.

                                                       *

   Mas la desgracia se cierne sobre el joven Vicente. Emilia sufre unas calenturas producidas por el tifus, y fallece. Vicente desconsolado enferma también. Ella, su amor, sólo tenía 18 años. Cuando se recupera, descubre que Emilia ha sido enterrada en una fosa común. No es ese el reposo que Vicente desea para su amada perdida. Pide permiso, pues, al padre de la difunta para exhumar el cuerpo y darle sepultura conforme al reconocimiento que por ella siente.

   Pero las cosas no resultan fáciles para el joven actor. Cautelas sanitarias y burocracias imposibles dificultan la operación. Tenaz en su voluntad, indaga. Averigüa, y cuenta en sus memorias García Valero, que el padre Civera,  cura de Santo Tomás y encargado del cementerio, hace y deshace en el camposanto. Decidido habla con él, le cuenta su apuro y su pretensión, que está dispuesto a todo. Y al día siguiente, tras localizar en el camposanto valenciano la ubicación precisa donde se inhumaron los restos de Emilia, todo queda arreglado con el pago de 250 pesetas por el nicho, título de propiedad y carta de pago con fecha del óbito de la difunta y otros suplidos especiales. Pasados dos días, el 24 de diciembre, día de nochebuena, todo se realiza con la debida discreción. Los restos de Emilia Vidal Esteve son depositados en el nicho 1501, y en la lápida colocada, inscrita la fecha del óbito: 25 de noviembre de 1876.




   Desde entonces, ya de vuelta en Madrid, todos los años, por el tiempo de Todos los Santos, García Valero hace llegar 30 o 40 pesetas para el ornato del nicho 1501, donde descansa su primer amor. Quiere además el destino que Vicente se case de nuevo, y que lo haga con una hermana de Emilia, que tengan una hija, a la que ponen el nombre de la hermana ida y que al poco la desgracia cause en él un nuevo dolor: el de la pérdida de ambas. Sin esposa, sin hija, desposa a su cuñada Amparo, la tercera de las hermanas Vidal Esteve.

                                                         *

   En octubre de 1912 las economías en casa de Amparo y Vicente no están para alegrías. Se acerca noviembre y ese año el escaso peculio disponible no es bastante para enviar a su hermano las cuarenta o cincuenta pesetas necesarias para adornar el nicho de Emilia, el 1501. No habría ese año flores ni huesos de santo ni caprichos, pero sí había urgencias y gastos que no admitían demora.

   Una de ella es una visita al odontólogo don Ramón Alcaide. Al terminarla, Vicente con su mujer abandonan el gabinete de don Ramón que está en la calle de la Montera, número 21, cuando en la casa de loterías que había frente a la iglesia de San Luis, en la misma calle de la Montera, aparece como una visión un billete a la venta con el número 1501, para el sorteo del día 10 de octubre.
   ─Cómpralo, llevemos un décimo, le incita Amparo.
   Y lo compran.

   Días después, al salir del teatro Apolo, donde trabaja, Vicente compra “La Correspondencia de España”. Al llegar a casa mira la lista de premios. El número 1501 está premiado, y con uno de los premios importantes. Vicente lo vuelve a mirar, Amparo lo comprueba. El décimo tiene un premio de 600 pesetas. Una fortunita.

   Aquel año, en el día de las ánimas, el nicho 1501 del cementerio de Valencia tampoco quedaría sin flores.

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EL MONUMENTO A COLON: ARTE E HISTORIA

   Si hoy está Colón magnífico, su dedo índice señalando la mar océana, impertérrito ante los avatares que en el mundo acontecen cincuenta y dos metros por debajo de sus pies, fue gracias al esfuerzo de catalanes que así lo quisieron, que en suscripción pública aportaron parte de lo que iba a ser necesario para alzar tan colosal monumento. Porque no fue fácil erigir el monumento a Colón de Barcelona. Previsto su término en el plazo de dos años, se demoró seis su inauguración. Una capa de escombros primero, un banco de arena y las filtraciones de las aguas del puerto después eran inconvenientes que no se resolvieron hasta encontrar a ocho metros de profundidad un banco de piedra sobre el que afianzar la cimentación. Tampoco financieramente las cosas fueron fáciles; lo que se pensaba podría sufragarse con la suscripción pública, ante el aumento de costes, precisó la ayuda del Ayuntamiento, que aportó el importe necesario para lograr un feliz término de la obra. También el Estado ayudó. Varias toneladas de bronce provenientes de cañones fundidos fueron entregados para su refundición en forma de arte. Así, finalmente, se pudo llevar a cabo un proyecto que ya había nacido en los papeles en tiempos de la Primera República, y que aquel viernes, 1 de junio de 1888, iba a ver la luz cuando, tras descolgar la gran bandera de España que lo cubría, don Práxedes Mateo Sagasta, en nombre de la Reina Regente, declarase inaugurado el monumento.


   Y es que se había puesto la primera piedra en tiempos de Alfonso XII, mas este rey, el pacificador lo llamaron, no alcanzó a ver erigida la colosal obra, que lo es si atendemos a un primer detalle: el dedo índice con el que el navegante señala el horizonte alcanza los cincuenta centímetros; medio metro que parece poca cosa si pensamos en los casi ocho metros de la estatua del descubridor del Nuevo Mundo o la talla de su pie, cuya pisada deja una huella que mide 1,20 metros desde el talón a la punta del pie. Pero si estas magnitudes pueden impresionar en un monumento de sesenta metros desde su base hasta la cima, no es menor la admiración que despierta la labor escultórica que los artistas catalanes desarrollaron en él.

   Bajo la dirección de don Cayetano Buhigas Monrova, que también había realizado el proyecto, muchos fueron los artífices artísticos del monumento: Josep Llimona realizó sobre el pedestal de granito adornado por ocho leones de bronce, obra de Vallmitjana parte de los bajorrelieves originales, con escenas de Colón y los Reyes Católicos. Gamot Pagés Serratosa, Eduard Alentorn y Rafael Atché realizaron diversos grupos escultóricos y el propio Atché, la colosal estatua del marino genovés. Y muchos más participaron en la obra, para que aquel 1 de junio de 1888 Barcelona recibiera muy ilustres visitantes para contemplarla por primera vez. Acudieron a la Ciudad Condal la Reina Regente doña Cristina, el presidente Sagasta, también varios ministros del gobierno y una representación del ayuntamiento de Génova, su alcalde, el señor Castagnola a la cabeza, que con el alcalde de Barcelona, el señor Rius y Taulet, y resto de autoridades locales asistieron a la inauguración del monumento a Cristóbal Colón, un homenaje al navegante, parte de la historia y obra de arte al mismo tiempo, que aún podemos admirar. 
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EL COSACO DEL DON

   Acaba de comenzar el año 1775. El conde Pedro Panin conduce un prisionero camino de Moscú. Confinado en el minúsculo espacio delimitado por los barrotes de una jaula, el cautivo se ha enfrentado al imperio. Ganó adeptos, formó un ejército y luchó. Como casi diecinueve siglos antes el tracio Espartaco, Emelyan Pugachev ha desafiado al poder y, como entonces aquél, Pugachev va a pagar cara su audacia.

                                                         *

   No era de extrañar tales adhesiones. Poco antes, en agosto de 1767, se había publicado en Rusia un ucase por el cual se condenaba al látigo, y a realizar trabajos forzados y perpetuos en el exilio siberiano, a los siervos y campesinos que se atrevieran a formular cualquier queja o protesta por el trato recibido de sus amos terratenientes. En realidad, el decreto de la zarina no era sino una vuelta de tuerca más en el estado de regresión al que las miserables capas trabajadoras estaban sometidas. En el reinado anterior de la emperatriz Isabel era posible para el amo déspota desterrar a sus siervos a Siberia, pero como hombres libres y, aunque lejos y en tierras ásperas, iniciar una nueva vida.

   Pero ahora, pese a que Catalina II había bebido en la fuentes de Montesquieu, de Beccaria o de Voltaire, con quien mantuvo una intensa relación epistolar, y estaba en contacto constante con quieres eran sus mejores propagandistas: Diderot o D’Alembert, entre otros, algunos de los cuales fueron generosamente, y puede que de modo desinteresado, agraciados por la liberalidad de Catalina, poco quedaba de sus ideales o sus iniciales propósitos de aliviar la situación de los siervos rusos. Si lo deseaba, no lo era tanto como para poner en peligro su trono, lo que podía suceder de no mantener los privilegios de los nobles y latifundistas rusos.




   No era ella la responsable de aquella situación, que era legado recibido, pero también herencia para sus sucesores. Durante el siglo en el que le tocó vivir, la situación de los siervos no había hecho más que empeorar.  Siempre atados a la tierra y el arado y a sus dueños, poco a poco la relación de obligaciones recíprocas entre siervos y amos se había deteriorado y desde los tiempos de Pedro I, prácticamente habían quedado reducidos a esclavos. No eran mucho más que animales o peor: cosas, objetos que podían ser vendidos en un mismo lote junto con otras propiedades de sus dueños.

   El diario de avisos “Noticias de Moscú” publicaba: “Se vende: domésticos y artesanos hábiles de buena conducta, a saber, dos sastres, un zapatero, un relojero, un cocinero, un carrocero, un fabricante de carretas, un grabador, un dorador y dos cocheros que pueden ser examinados y cuyo coste puede confirmarse en el 4º distrito, sección 3, en la propia casa del propietario, nº 15. También se venden tres caballos de carreras jóvenes, un potro y dos capados, y una jauría de perros…”

   Estas ventas eran frecuentes. A veces los individuos se vendían con sus familias, pero en ocasiones solos, rompiendo aquéllas los señores sin mayor miramiento. William Coxe era un religioso inglés que viajó en aquellos tiempos por Rusia y comprobó el maltrato sufrido por los siervos. Igual hizo el francés  Massón que sobre lo mismo dijo sentirse repugnado por la visión de un anciano de luengas barbas blancas, caídos sus pantalones y apoyada su frente en el suelo mientras era azotado; y en el colmo de la indignidad asqueado al ver cómo un padre de familia era fustigado por su hijo obligado por el amo de ambos. Aunque desde luego no siempre era así. También había amos paternalmente benévolos con sus criaturas.

                                                         *

   Era el panorama propicio para la protesta, para la revuelta. Pero hacía falta un líder, la persona con el valor y el arrojo de los que están dispuestos a todo por algo, un idealista o un loco. Y aunque quizá no se sepa bien cuál de las dos cosas fue, Pugachev fue el líder que rebeló a los miserables contra la injusticia.

   Dos años duró su loca aventura desde que en la primavera de 1773 había irrumpido en la región de los Urales al mando de una nutrida tropa, conquistando pueblos y agrupando gentes a favor de su causa. Declaraba ser el zar Pedro III ante campesinos y siervos descontentos por su misérrima existencia, que le creyeron o fingieron creerlo. Afirmaba haber escapado de la prisión a la que lo tenía forzado su esposa, la emperatriz usurpadora, y estar dispuesto a recuperar el trono y aliviar la pesadumbre que abrumaba a los siervos.

   En su avance grupos de cosacos y tribus tártaras, siervos de las haciendas arrasadas, de las minas o industrias de la región de los Urales y del Volga se unían al sedicioso. Su fama y su poder crecían paralelos y con el mismo brío. Pugachev y sus tropas sembraban el terror. Los nobles huían asustados y se refugiaban en las ciudades, y aun, buscando la mejor protección, en Moscú, mientras los siervos incrementaban las huestes del cosaco del Don, que en el colmo de su frenesí, como auténtico Pedro III redivivo(1), salvador de la patria y redentor de los siervos, estableció una corte de pacotilla en la que sus fieles recibieron los nombres de los personajes que  servían a la emperatriz Catalina. Individuos rebautizados con los nombres de Orlov, Panin  o un nuevo gran duque Pablo, como heredero del imperio, poblaban aquel escenario en el que  él se hizo acompañar por seis concubinas, a modo de damas de honor, remedo de los amantísimos favoritos de la Semíramis del Norte.

    Incluso la antigua capital moscovita, con el grueso de las tropas imperiales luchando en el Sur contra la Sublime Puerta, no parecía lugar seguro. El peligro de lo que dejaba de ser una revuelta para convertirse en una revolución hizo temer a la emperatriz incluso el asalto de Moscú por los rebeldes. Pungachev la amenazaba; hasta San Petersburgo, lejana, pero igual de desprotegida, se inquieta ante el avance incontenible de Pugachev y sus 15.000 soldados.

   En la primavera de 1774 el general Bibikov infringe una severa derrota al rebelde, que logra escapar de milagro. Rehecho, con un nuevo ejército, Pungachev inicia una nueva ofensiva. Tan deprisa como las derrotas lo ponen en fuga, se revuelve en feroces contraofensivas.

   Por fin, en el verano de ese año, Rusia y Turquía firman la paz. Con la victoria rusa, Catalina ha incorporado varios territorios del Cáucaso, logrado un acceso a Mar Negro y, con la independencia de Crimea, la posibilidad de su futura anexión a su imperio; pero además, la paz deja libres las tropas, y sin tardanza el general conde Panin se apresta a dar la batalla definitiva al desertor Pungachev, que una vez más, derrotado, cruzando a nado el caudaloso Volga, logra escapar. Pero su aura se apaga y algunos son los que por una recompensa y el perdón lo traicionan.

                                                        *

   El 10 de enero de 1775 la cabeza de Emelyan Pugachev rodó por el suelo moscovita. Sólo la “benevolencia” de la emperatriz evitó un cruel suplicio, al permitir fuera el reo decapitado antes que descuartizado, como estaba previsto. Aunque la revolución de Pugachev dio aviso de la necesidad de suavizar las condiciones de los campesinos. Así lo dijo Catalina a su ministro de Justicia  cuando le expresó: “Si no consentimos en disminuir la crueldad y moderar una situación que resulta intolerable a la raza humana, tarde o temprano serán ellos los que den ese paso”, lo cierto es que nada se hizo. Los nobles no eran de esa opinión y Catalina, la gran emperatriz ilustrada, defensora de las artes y de los principios humanitarios, según proclamaba, nada hizo; fue al menos en su trato a los siervos y campesinos rusos, mezquina y pequeña. Ningún otro zar, posteriormente, hasta Alejandro II, y sin efectos prácticos, mejoraría la situación del pueblo ruso. Todos sabemos las consecuencias de aquella ignominia.
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EL XIX. LA FIRMA DE LA REINA

   “En la noche del 28 de noviembre pasado se me presentó Olózaga con el decreto de disolución de las Cortes y me pidió que lo firmase. Yo respondí que no quería firmarlo, teniendo para ello, entre otras razones, la de que estas Cortes me habían declarado mayor de edad. Insistió Olózaga. Yo me resistí de nuevo a firmar el citado decreto. Me levanté dirigiéndome a la puerta que está a la izquierda de mi mesa de despacho. Olózaga se interpuso y echó el cerrojo de esta puerta. Me dirigí a la que está enfrente y también Olózaga se interpuso y echó el cerrojo de esta puerta. Me agarró del vestido hasta obligarme a rubricar. En seguida Olózaga se fue y yo me retiré a mi aposento”.


   Así cuenta Isabel, y transcribe el notario, tratando de justificar con evidente torpeza(1), la firma del decreto de disolución de las Cortes que Salustiano Olózaga, apenas transcurridos veinte días desde que fuera declarada mayor de edad, le había presentado para su firma, a una jovencísima Isabel que, con apenas trece años, no supo, no pudo o ni siquiera supo si podía o debía negarse a los requerimientos de un todavía joven y gallardo, y avezado Olózaga.

Firma de Isabel II. Fotografía tomada del libro
España histórica, de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934.

   Fama tiene don Salustiano de galán. Tiempo atrás, cumplidos por poco los veinte años, cortejaba a una hermosa muchacha de quince, de nombre Dolores Quiroga, que lo rechazaba de continuo. Obstinado en sus pretensiones él, Dolores no vio otra forma de obligarlo a que la olvidara que hacerse monja, y algunas cosas cambiaron con su decisión. En la fe, que Dolores dejó de usar ese nombre, haciéndose llamar por otro de los que tenía, Patrocinio, y con sor Patrocinio se quedó, hasta que las visiones y los estigmas con los que el Espíritu Santo aseguraba la favorecía la convirtió en “La monja de las llagas”. Lo que no cambió fue el rencor despechado del pretendiente que, siendo gobernador de Madrid, mandó que la policía detuviera a la sor, a fin de aclarar el asunto de los estigmas, en lo que él consideraba eran manejos de una tramposa. Nunca se sabrá si lo fueron, aunque hubo sentencia que lo afirmó; pero sí que su fama se hizo grande y llamada a ser muy influyente en las camarillas cortesanas.

                                                         *

   Pero Isabel II no es Dolores Quiroga. Su carácter no le impulsa al rechazo, y Olózaga es muy apuesto. Su natural es, ya desde sus primeros años como reina, enamoradizo o caprichoso, a partes iguales. Y con Olózaga una u otra cosa, sino ambas, le ocurre. Y puesto que también es generosa, lo quiere premiar con el Toison de Oro. Había en palacio una de estas medallas. Era la que se había otorgado a José Bonaparte. Jugando, Isabel se la pone en el pecho a Salustiano,  éste se inclina rozando con sus labios el hombro desnudo de la reina(2), ella responde a la caricia:
    ─En cuanto sea reina, te entregaré una.


Retrato de la reina Isabel II, de Federíco Madrazo. Real Academia de Bellas
 Artes de San Fernando. Madrid. Este cuadro fue pintado firmado en 
1844 por encargo de la Academia pocos meses después de ser Isabel
 declarada mayor de edad por las Cortes. Tenía aún trece años.

                                                            *

    Y es aquel Olózaga seductor y fascinante a los ojos de la reina, pero calculador y ambicioso el que entra en el despacho de la reina aquel 28 de noviembre de 1843. El Presidente del Consejo presenta tres documentos a la firma de Isabel. Sin importancia dos de ellos, se refieren a condecoraciones; pero el tercero hace preguntar a la reina:
      ─¿Y éste, Salustiano? ¿por qué quieres disolver las Cortes?
     ─Es simplemente una cautela. Por si acaso, por si lo necesito en el futuro ─responde el Presidente.
    Y sin mayor reflexión la niña aún, reina desde hace veinte días, rubrica el decreto y Olózaga se dispone a dejar palacio.
  ─¡Ah, Salustiano! ─avisa Isabel─, ten, da esta caja de bombones a tu hija, y no la abras hasta llegar a casa.
     Olózaga está de suerte, al salir de los aposentos reales ve al coronel Dulce, de guardia esa noche. Con los dulces, regalo de la reina, en las manos, saluda al coronel.

   Pero al día siguiente la tormenta se desata. Enterada la marquesa de Santa Cruz, Camarera Mayor y sombra de la reina por ese tiempo, de la firma del decreto de disolución de las Cortes, clama al cielo y desesperada avisa a Narváez, ministro de la Guerra. No es don Ramón persona de paciencia y sí, por el contrario, de mucho genio. Escucha a la reina, que dice la verdad a medias, porque firmar sí, firmó, aunque no sabe muy bien, dice llorosa, qué, cómo ni por qué.

    Se llama al presidente del Congreso, Pedro José Pidal. Hay que anular el decreto, destituir a Olózaga. La reina firma lo que hace falta; pero el destituido no se arredra y prepara su defensa. Enseña los decretos firmados por la reina a varias personas, la caja de bombones, con la que sabe que el coronel Dulce le vio salir del despacho real, y acude a entrevistarse con Isabel. Cuando llega a palacio encuentra a González Bravo, quien será su sustituto, que le entrega un nuevo decreto firmado por la reina: “Por motivos graves que me reservo he decidido relevar a don Salustiano Olózaga de los cargos de presidente de ministros y Ministro de Estado”.

   Dos días después, el 1 de diciembre, en las Cortes, se inicia un debate contra Olózaga ─y en general contra los progresistas─, que da la batalla en defensa de su honor. Pero la suerte está echada de antemano y Olózaga, el 13 de diciembre, abandona Madrid por la puerta de Toledo camino del exilio. Como con la Monja de las Llagas, no olvidará la afrenta y hasta años después, en los años previos a la revolución, el rencor contra Isabel será patente en sus discursos.

(1) El más evidente que la puerta que dijo había cerrado Olózaga carecía de cerrojo.

(2)  Un gesto infame, por el abuso que suponía sobre la indefensa reina, aún en formación física e intelectual, eufemismo en realidad de otros gestos más osados, quizá consentidos, y contra los que Isabel, indefensa, pero propensa por su naturaleza, no supo o no quiso oponer resistencia, cuando la consideración social entonces no debe ser contemplada con los ojos de hoy, ante un hombre apuesto de personalidad arrolladora y sin escrúpulos. Téngase en cuenta que ya Isabel era mayor de edad, si bien su proclamación como tal era por necesidad, por carecer España de Jefe de Estado, de regente, María Cristina exiliada en Francia, Espartero lo mismo, pero en Inglaterra. Y téngase también en cuenta que pronto comenzaría un arduo proceso en busca de esposo para la joven Isabel que, finalmente contraería matrimonio el 10 de octubre de 1846, el día de su decimosexto cumpleaños, con su primo Francisco de Asís de Borbón. Nadie la consideraba ya una niña, aunque lo fuera.

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LA HISTORIA EN LA ÓPERA

   Ayer asistí a la ópera “Un ballo in maschera”, de Giuseppe Verdi. Por no distraer con lo personal, que poco interés puede tener para el lector, aunque mucho para el que esto escribe, no hablaré de las circunstancias que me llevaron a presenciar este espectáculo, ni la satisfacción grande que me ha producido; pero sí de la doble historia que encierra.

   Porque las óperas, como sucede con otros espectáculos, pero en aquéllas de modo muy particular, a la historia, a los acontecimientos pasados en los que muchas veces, si bien fantaseados, se basan los libretos, se une la intrahistoria, la pequeña, y a veces no tan pequeña, historia de los hechos que la propia obra produce fuera de los escenarios.

  Ambientada en Boston a finales del siglo XVII, con su gobernador como protagonista ─así se estrenó y así quiso Verdi que permaneciera─, todos sabían que aquél representaba en cierto modo al rey Gustavo III de Suecia, cuya muerte a tiro de pistola ya había sido escrita para otras óperas unos años antes. Historia de amor y remordimientos, celos y deslealtad que disfrazaba pero no ocultaba, en la Italia del Risorgimiento, recuerdos del pasado y temores del futuro de una Europa convulsa.  

   Gustavo de Suecia había llegado al trono joven. Rey absoluto, ilustrado, déspota, en fin, cualidades todas de su tiempo, quiso poner a Suecia en alto lugar. Para ello no dudó en acercarse o atraerse otras naciones, como unas veces, la amistad de la Rusia de Catalina la Grande, de atributos similares a los suyos, pero en cantidad y calidad superiores, o atacarla militarmente otras, siempre sin éxito.
                                                                   
   En 1792, turbada Europa por los acontecimientos franceses, Gustavo III parecía gozar de una relativa comodidad. Acababa de guerrear con Rusia y aunque las finanzas suecas no eran buenas, había paz; pero no todos están contentos. En marzo de 1792 un grupo de nobles tienen trazado el plan. El día 16, se celebra en el Teatro Real de Estocolmo un baile de máscaras. Asiste el rey Gustavo, que poco antes había sido advertido de la intriga, pero imprudente asiste: “Veamos si se atreven”, se le oyó decir.

   Y vaya si se atrevieron.  Jacob Johan Anckarström fue, al parecer el azar así lo quiso, el autor material del disparo hecho sobre las espaldas del rey, que resistió aún varios días herido, antes de que la infección acabara con su resistencia y muriera.
               



   Tomando como base un libreto anterior de Eugène Scribe, con el atentado contra el rey Gustavo III de Suecia que acabó con la vida del monarca ilustrado, a nadie se le escapa que el protagonista bostoniano de la ópera de Verdi, con el nuevo libreto de Antonio Somma, es el propio monarca sueco. Téngase en cuenta que la obra fue titulada por el propio Verdi: “Gustavo III, re di Svecia”, y es aquí precisamente donde comienza esa otra historia de “Un baile de mascaras” de las que les hablé.

   Estaba prevista, con aquel título, su primera representación en el Teatro San Carlos de Nápoles, pero en aquellas tierras reinaban los Borbones. No era el Reino de las Dos Sicilias el mejor lugar para representar un regicidio, por más que la historia contada se desposeyera de tinte político y se centrara en otras pasiones. Al cambio de nombre, la censura napolitana quiso imponer otros caprichos, modificando el libreto. Verdi y Somma se avenían con mayor o menor enojo, pero ocurrió en Francia el atentado contra Napoleón III y la censura se endureció aun más. El título, las escenas, el lugar, el tiempo, todo debía cambiarse. Naturalmente el asesinato ya no debería verse en escena, y ni siquiera el baile de máscaras podría representarse.

   Si todo había que cambiarlo, Verdi enfurecido se negaba a todo también; pero unos meses después Roma llamó al maestro. En el teatro Apolo “Un ballo in maschera” iba a tener su oportunidad. Qué duda cabe que en Roma la censura papal existía, pero se mostró mucho más benevolente, y el 17 de febrero de 1859 don Giuseppe veía el estreno de su obra tal como, tras las modificaciones iniciales, la concibió.

   Muchos han sido los lugares donde, con éxito, ha sido representada, el “penúltimo”, en 2002, con una adaptación especial, en Suecia, larga espera, sin duda; y la última, posiblemente, aunque con una escenografía mejorable, la felizmente contemplada por quien esto escribe, ayer.
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LA BALMA

   A veces el viajero tiene suerte. No siempre es fácil llegar al lugar que desea conocer y encontrarlo vacío de gentes, como si estuviera siempre así, esperando su llegada, como si fuera él su descubridor.

   Y el Santuario de Nuestra Señora de la Balma, que es paraje famoso y habitualmente concurrido, en especial en sus fiestas y celebraciones durante los días de septiembre en los que hay romería, es lugar que gana mucho en su soledad. Puesto que balma en valenciano es sinónimo de gruta, de oquedad y abrigo en la montaña, no extraña al viajero que en ese formidable paredón cortado a cuchillo en el monte de La Tossa, mirando al río Bergantes, en la ranura donde se abría un refugio, decidieran hace unos setecientos años construir un templo donde un pastor, manco, hace falta añadir, encontró la imagen de una Virgen y, por su intercesión, vio como le crecía el brazo y sanaba.

   Con el tiempo el lugar ganó fama, se habilitó una hospedería, aún vigente, se cerró la balma con un muro, quedando la capilla, y la Virgen, a cubierto de las inclemencias del tiempo, que por allí, los Ports de Morella, son en extremo rigurosas, y en el siglo XVII se labró una puerta y erigió un campanario con aires renacentistas que, como si fuera consciente de su poder, parece querer servir de puntal a la montaña que lo protege.








   En la capilla, a la que se llega desde la hospedería y a través de una galería, oquedad en la piedra que se asoma al precipicio, el viajero goza de lo que ya tan pocas veces en la vida moderna se puede disfrutar: oír el silencio. Allí, las paredes hechas de montaña, el techo de lo mismo, el viajero ve un púlpito apoyado en la pared, varios pequeños altares, más viejos que antiguos y, dentro de su cancela, a la Virgen,  no la auténtica, de madera policromada, desaparecida, sino otra hecha a en 1940. Poco más hay, pero suficiente.

   También se fue extendiendo la creencia de ser aquella Virgen sanadora de endemoniados. Alguno de estos y sobre todo orates eran llevados hasta el santuario para su curación. Y esto duró hasta hace bien poco. Buena parte del siglo XX aún fue testigo de estas supersticiones, que hasta la Iglesia tuvo que combatir. Recuerdo de ello, durante la romería, en el templete que guarda la cruz anuncio de la proximidad del santuario, se celebra los días de fiesta en honor de la Virgen una representación, una especie de pequeño auto sacramental de la lucha entre el arcángel San Miguel y el demonio. Escondido tras las columnas del templete está el demonio que, al llegar el ángel, sale al paso del soldado de Dios, luchando ambos. Huelga decir que la victoria de San Miguel resulta absoluta.






   No quiere dejar de decir el viajero de ese templete que es una maravilla a su parecer. En parte porque su buen estado de conservación le permite gozar de sus hechuras. La llamativa cúpula de coloridas tejas de tonos azules se apoya sobre cuatro simples columnas de orden dórico. Y en parte porque es al acercarse cuando el viajero puede admirar las alegorías de las cuatro virtudes cardinales y las tres teologales, y aquí pide el viajero se le perdone la voluntaria redundancia, que con virtuosa inspiración fueron pintadas por Juan Francisco Cruella en 1860.

   Sólo para terminar debe decir el viajero que como pasó con la Virgen en el Santuario, la cruz aquí cubierta por este bello templete apenas cumple los cuarenta años, pues a la original ni sus tres siglos de antigüedad sirvieron para obtener el respeto de quienes  a mazazos la hicieron añicos.
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