LA MONJA DE LAS LLAGAS

      Se llamaba María Josefa de los Dolores Anastasia Quiroga Capopardo, pero el nombre por el que ha pasado a la historia es el adoptado, por mandato de la Virgen María, según dijo, de Sor Patrocinio, y por el que el pueblo le dio: “La monja de las llagas”.

    Su vida, desde el primer momento, fue un torbellino. Eran sus padres don Diego de Quiroga y Valcárcel y doña Dolores Capopardo del Castillo; él, de origen gallego, era un alto funcionario de la monarquía borbónica que se negaba a prestar fidelidad a José Bonaparte; ella oriunda de tierras manchegas, linajuda señora con casa en San Clemente.

    Huyendo de las tropas francesas, que los persiguen, desde Madrid marchan por separado buscando refugio en San Clemente. Parte primero doña Dolores, que se halla en estado de buena esperanza y poco después lo hará don Diego para reunirse con su esposa.

    Hallábase doña Dolores en camino, próximo su destino, cuando le sobrevinieron los dolores que anunciaban el inminente alumbramiento, por lo que, avistando una venta llamada del Pinar, allí se dirigió. Podemos dar por cierto, porque así consta en su partida bautismal firmada por don Francisco Montoro, teniente de la parroquia de Santo Domingo de Silos de Valdeganga, en Cuenca, que María Josefa nació en la Venta del Pinar, un 27 de abril de 1811 y que fue bautizada el 5 de mayo de ese mismo año. Nada, como es natural, dice el documento sobre el abandono de la recién nacida en los campos del Pinar de San Clemente, de cómo milagrosamente acertó a pasar por el lugar el padre de la criatura, que salvándola de una muerte segura, pidió a doña Ramona, la abuela materna de la niña, cuidara de ella en aquellos instantes. Esto se conoce por las palabras dichas por la propia Sor Patrocinio y escritas por Sor María Isabel de Jesús, hermana concepcionista que la trató.

    Otros hechos de la infancia de quien iba a ser llamada a confundir la religión con la política fueron contados por doña Ramona del Castillo y Paños. Se referían muchos de ellos a los malos tratos y el rencor que doña Dolores proyectaba sobre su hija mayor. Mucho de desequilibrio debía haber en su comportamiento para con esta hija, el caso es que constantes eran las penalidades que la madre, más propensa en su cariño hacia Ramona, infligía a María Josefa. El más ruin de todos fue el intento de envenenar a la niña. Tuvo suerte la futura monja, pues un criado de la casa advirtió el caso y logró impedir un fatal desenlace.

    Desconfiaba mucho don Diego de su esposa en el trato que podía dispensar a su hija mayor, y cuando el rey Fernando restableció a don Diego en sus cargos y fue destinado a Valencia, llevó este con la familia a doña Ramona, sabedor de que esta quería bien a su nieta; y con ella vivía la pequeña María Josefa, con el consentimiento de la madre. Pero el infortunio pronto se cebó con la familia y repentinamente murió don Diego. Volvía pues la viuda de Quiroga con su anciana madre y sus cinco hijos a Madrid, y la pretensión de encontrar para su hija María Josefa, de doce años ya, un halagüeño futuro. 

Ayuntamiento de San Clemente
      
   Tenía la niña una precoz vocación por la vida religiosa, y aunque su madre no parecía compartir la devoción de su hija, consintió que a su llegada a Madrid la pequeña María Josefa ingresara como educanda y con la protección de la marquesa de Santa Coloma en el convento de las Comendadoras de Santiago.             

   Crecía la fe de María Josefa al tiempo que su belleza. Sin tener en cuenta lo primero, eran muchos los jóvenes madrileños que, fijándose solo en lo segundo, pretendían los favores de María Josefa haciéndola objeto de sus galanterías. Uno de los más osados y pertinaces en sus intentos era un joven abogado llamado a ser actor de grandes papeles en la historia de España. Su nombre era Salustiano Olózaga.

    El abogado Olózaga no se daba por vencido. Ni cuando María Josefa ingresó como novicia cesó en sus demandas. Pero la vocación de la novicia era tan firme como el rechazo a su pretendiente que, despechado, nunca se lo perdonaría.

    Cuando profesa sor Patrocinio, hace públicas las llagas que aparecieron en sus manos; allí está Salustiano Olózaga, aún rencoroso, para denunciar a la monja de fraudulenta impostora.

   En el verano de 1834 una epidemia de cólera causaba estragos en Madrid. La travesura de un niño que tuvo la ocurrencia de arrojar un puñado de arena en las cubas de un aguador sirvió de detonante para calamidades a las que con demasiada frecuencia se ha visto abocada la historia de España. A las quejas del aguador perjudicado, la gente inició la persecución del chiquillo, gritando que eran los frailes quienes mandaban al muchacho envenenar las aguas; y dándole alcance fue muerto a golpes de puñal. No pareció la sangre del muchacho suficiente, y desenfrenada la gente de peor catadura comenzó la barbarie contra los religiosos de muchos conventos de la Villa. Entre blasfemias, accedían los embrutecidos impíos en los conventos prendiéndoles fuego y asesinando a sus moradores.

    Un año después, durante el corto ministerio del Conde de Toreno, se decretó la expulsión de España de los jesuitas y el cierre de todos los conventos con menos de doce frailes. A Toreno le siguió Mendizábal, anticlerical recalcitrante, y Olózaga, entonces gobernador civil de Madrid, de la milicia nacional y jefe de los progresistas, no perdió la ocasión de hostigar a Sor Patrocinio. Detenida por “impostura artificiosa y fanática y una tentativa para subvertir el Estado y favorecer la causa del príncipe rebelde”, se acusaba a la religiosa de ser los estigmas que aparecían sobre su costado, manos y pies, causados por las heridas y productos cáusticos que la propia religiosa se aplicaba, poniendo hechos tan sobrenaturales al servicio de la causa carlista. Para demostrarlo se vigilaba continuamente a sor Patrocinio, y cuando certificaron los médicos que estaban curadas las llagas de la monja, acudió el fiscal con el doctor Argumosa, uno de los médicos que siguió el caso, para comprobarlo, mas al descubrir las heridas de los vendajes, se dice que brotó la sangre con tal fuerza que manchó las ropas del médico, negándose el fiscal a firmar la certificación.

    Desterrada sor Patrocinio a Talavera de la Reina, ya nunca lograría dejar de ser “La monja de las llagas” y según muchos autores influyente personaje en la vida política durante el reinado de Isabel II.

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LA EMPERATRIZ

   Aunque era hija de un emperador, no le correspondía heredar el título; y sin embargo llegó a ser emperatriz, pero de otro imperio, por su matrimonio con Juan Dukas Vatatzés, emperador del imperio griego de Nicea. El enlace no fue fruto del amor. Dukas, viudo ya de Irene, la hija del basileo Teodoro Láskaris, y por la que el propio Juan recibió el Imperio, superaba la cincuentena, la joven Constanza, apenas tenía catorce. Pretendía Juan Dukas, que había ensanchado mucho su imperio proclamándose incluso emperador de Bizanzio, la conquista de Constantinopla, y en la alianza con Federico II Hohenstaufen para conseguirlo, Constanza, hija natural, pero legitimada del emperador latino, fue moneda de cambio.

   Al fallecer Juan Dukas, heredó el imperio su hijo Teodoro, que falleció prematuramente, y a éste le sucedió su hijo Juan, aún niño que, desposeído del trono por el regente Miguel Paleólogo, dio fin a la dinastía de los Láskaris.

   Constanza, que había vivido en Nicea aquellos sucesos, era todavía una mujer joven, y Miguel Paleólogo, el nuevo emperador de Nicea y conquistador de Constantinopla en 1261, quiso serlo también de Constanza. No cedió la hija del Federico II que, cuando tuvo la oportunidad, marchó a Sicilia. Allí era rey su hermano Manfredo.

   No había alcanzado Manfredo la corona siciliana de modo natural. Fue primero regente durante la ausencia de su hermanastro Conrado, que murió de unas fiebres, y luego, cuando su primo, Conradino, que pertenecía a la rama imperial, muy niño aún, se criaba en Alemania, Manfredo fue proclamado rey de Sicilia.

   Las relaciones entre Manfredo y el papa Urbano IV no eran buenas. El Papa, atenazado por el Norte por el imperio y por el Sur por el reino siciliano, buscó el apoyo del Carlos de Anjou, al que ofreció, aunque no era suya, la corona siciliana, si derrotaba a Manfredo. No pudo Manfredo resistir el empuje conjunto de las tropas papales y las francesas, y en 1266, en el campo de batalla de Benevento, Manfredo perdió la vida.

    Constanza y la viuda de Manfredo, Helena de Épiro, huyeron y se refugiaron en la Apulia, en el castillo de Lucera, pero la fortaleza fue tomada por Carlos de Anjou. Helena, cautiva, moriría durante el encierro. Más suerte tuvo Constanza, quien al fin pudo embarcar rumbo a Valencia. Buscaba en el Reino de Valencia la tranquilidad que la considerable distancia de la Constantinopla de Miguel Paleólogo y de la Sicilia de los angevinos le proporcionaba, y la protección que su sobrina Constanza, hija de Manfredo y Beatriz de Saboya, su primera esposa, podría prestarle. Aunque era esta sobrina, de su mismo nombre, consorte del futuro Pedro III de Aragón, heredera de los derechos al trono de Sicilia tras la muerte de su padre el rey Manfredo, Conradino, ya crecido y perteneciente a la rama imperial, reclamó los derechos al trono siciliano, y Pedro de Aragón decidió no pugnar con el Imperio Alemán por los derechos que a su esposa, como hija de Manfredo, pudieran corresponder.

Arqueta con los restos de la Emperatriz en la Capilla de Santa
Bárbara en la Iglesia de San Juan del Hospital de Valencia.

   Inició, pues, Conradino, una campaña para recuperar el reino siciliano. El avance de Conradino, un muchacho imberbe de apenas dieciséis años, por la bota de Italia, fue un paseo triunfal hasta llegar a los dominios de Carlos de Anjou. Pero en Tagliacozzo, las fuerzas gibelinas de Conradino, apoyadas por las del infante don Enrique de Castilla, fueron batidas. Ambos fueron hechos prisioneros, el español permaneció cautivo durante cinco lustros; el joven Conradino, sometido a inicuo proceso, fue decapitado. Se abría la puerta a la entrada de Pedro de Aragón en el escenario siciliano.

   La leyenda dice que Constanza llegó a Valencia afectada por la infame enfermedad de la lepra, pero que un hecho milagroso procuró su curación. Mientras cabalgaba, su montura se detuvo y holló el lugar en el que se descubrió una imagen de Santa Bárbara. Constanza la recogió, la limpió y con el agua sobrante lavó sus llagas, que sanaron. La tradición nos cuenta que Constanza llegó a Valencia con varias reliquias de Santa Bárbara: una sección del fuste de la columna en la que fue martirizada, una piedra de la fuente en la que fue bautizada la santa y un hueso de la misma.

    En cualquier caso, queda claro que Constanza tuvo una gran devoción por esta santa y predilección por Valencia. Y así, tras estar con su sobrina en la pequeña corte que Pedro mantenía en Huesca, pidió regresar a Valencia, en cuyo palacio real vivió cerca de cuarenta años, hasta el fin de sus días. Nunca cesó su fervor por Santa Bárbara, ordenando la construcción de una capilla bajo su advocación en la Iglesia de San Juan del Hospital de Valencia. Poco antes de morir, modificó su testamento, en el que pidió ser enterrada en dicho templo en lugar del panteón real de Sigena.

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TAPIA DE CASARIEGO

   Cuando el viajero llega a Tapia de Casariego encuentra un pueblo marinero, limpio, asomado al mar Cantábrico y lleno de turistas. El puerto a rebosar de gente durante la subasta de la pesca recién llegada anima aún más las calles. El comercio se realiza a las puertas de la casa que fue del marqués de Casariego, un benefactor del municipio en tiempos en los que algunas de las grandes fortunas favorecían los lugares que les habían visto nacer.

   Porque, aunque no tiene Tapia de Casariego una historia que trascienda sus contornos, y resulta difícil encontrar sucesos que en un manual de historia general ocupen alguna página, sí tiene paisanos que por sus méritos difundieron el nombre de la villa por los cuatro vientos.

   Y el marqués de Casariego fue uno, si no el que más, hijo por su villa natal. No fue el marqués un indiano de los muchos que a finales del siglo XIX y principios del XX regresaron a España, desde la América a la que habían acudido pocos años antes en busca de fortuna. A diferencia de estos, vueltos a España marcados con el marchamo de triunfadores, don Fernando Fernández Casariego y Rodríguez Trelles, marqués de Casariego y vizconde de Tapia emprendió sus negocios en suelo patrio, y rico por el éxito de sus empresas, quiso devolver parte de sus réditos a la misma sociedad que se los había entregado.

   Nació don Fernando en Tapia, el año 1792, en humilde familia de hijosdalgo venidos a menos. Ayudó en su primera juventud en tareas agrícolas, y cuando las tropas francesas de Napoleón pisaron tierra hispana, se incorporó a las guerrillas que hacían frente al ejército invasor. Desde tiempos de otro ilustre asturiano, el ministro Campomanes, se había producido un incipiente desarrollo de la industria textil, y el joven Fernández Casariego, en cuanto pudo, terminada la guerra, emprendió el negocio de la venta de telas. Casa por casa, primero por su Asturias natal y Galicia, luego en Madrid, fue prosperando merced a su habilidad, don de gentes y perspicacia para los negocios. A la muerte de Fernando VII su floreciente negocio ya contaba con varios empleados. Supo fomentar las relaciones con personajes relevantes de la política y la economía y, durante la Primera Guerra Carlista, un contrato de suministro del ejército Cristino supuso el espaldarazo definitivo a sus empresas.

   Su influencia y elevada posición social lo llevaron a ostentar cargos de importancia en empresas de seguros, banca e industriales de las que fue socio, siendo, además, senador vitalicio.

   Sobrado de dinero, pues era uno de los tres mayores contribuyentes del Madrid de su tiempo, no olvidó su tierra natal. Tapia era una pequeña población perteneciente al concejo de Castropol y por su influencia, junto con otras parroquias segregadas de Castropol y El Franco se constituyó como Concejo independiente. De su peculio particular dotó y embelleció a un tiempo la población con el edificio del Ayuntamiento, el instituto y las escuelas en torno a lo que el viajero conoce como Plaza de la Constitución, y los tapiegos de tiempos pasados Campo Grande. No solo eso, el puerto, tan importante para cualquier villa marinera del Norte, se vio impulsado con los diques que bajo su patrocinio resguardaría desde entonces las arenas del municipio de los furiosos embates del Cantábrico. Muerto el marqués, el pueblo, que no olvidó sus obras en el concejo y las ayudas constantes al hospicio y hospital provincial, se lo agradeció. En 1916, el concejo cambió su nombre por el Tapia de Casariego y el ayuntamiento en 1930 erigiría monumento en imperecedero bronce del marqués, obra del arquitecto y escultor asturiano Arturo Sordo.

   De poco parece haber servido el intento del Principado de Asturias por suprimir por Decreto, el apellido del marqués en la toponimia del Concejo, contra la voluntad del pleno municipal de mantener la doble denominación de Tapia y Tapia de Casariego, supone el viajero que en recuerdo del marqués o en el deseo de los tapiegos de llamar a su pueblo como ellos mismos decidan y no otros, y por la fuerza.

   También tiene en Tapia su monumento otro de sus insignes personajes, aunque en sentido estricto podría decirse que fue hijo de Castropol: don Fernando Villaamil Fernández-Cueto, que nació en 1845 en la parroquia de Serantes, en esa época parte del Concejo de Castropol. Aunque sin antecedentes familiares vinculados con el mar, desde muy niño se siente inclinado por una vocación marinera, pues con apenas doce años decide iniciarse en los estudios de matemáticas necesarios para ser piloto, y a los dieciséis ya ha aprobado las oposiciones para su ingreso en la Marina. Pero Villaamil, que surca todos los mares conocidos, que fue persona inquieta en lo intelectual e inventor del buque que las armadas de todo el mundo conocerán como “destructor” es recordado sobre todo por su condición de héroe en Santiago de Cuba. En 1898, a bordo del destructor “Furor”, fue alcanzado por la artillería de la flota norteamericana, pereciendo junto con el resto de la tripulación.

Monumento a Fernando Villaamil en Castropol

   Terminar este paseo por Tapia recordando a los ilustres tapiegos que que ha dado el concejo y olvidar a otros, anónimos, pero tan recordados como aquellos por los vecinos de Tapia, sería injusto. Lo demuestra el monumento, adornado por las flores permanentemente iluminado por los cirios, que el mismo pueblo que erigió la estatua del marqués levantó en honor y recuerdo de los seis marineros muertos en el naufragio del “Ramona López” el 9 de noviembre de 1960. 

   Si dicen que la muerte iguala los hombres, piensa el viajero que nombrarlos aquí, aunque sus nombres consten en la inscripción que hay junto al monumento que les recuerda, es justo y ayuda a ello. Fueron estos marineros: Baldomero Fernández Blanco, Enrique Pérez Marqués, José Antonio Pérez Fernández, Julio Vijande Rivas, Ramón Noceda Lanza y Santiago Rodríguez Amado.

   Se despide el viajero de este pequeño pueblo, cuyos principales hitos están representados en su escudo, en cuyos cuartos pueden verse la Cruz de los Ángeles y el escudo de Castropol, como muestra de sus orígenes territoriales, y los escudos de armas de los Villaamil y Casariego, las dos familias que han dado fama y gloria a la villa.

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LANCES

  De los desafíos, los retos y los duelos no es la primera vez que se dice algo desde estas páginas. Algunos de los más memorables fueron contados como parte circunstancial de historias aquí recordadas, como aquel en el que el general Narváez atravesó con su sable el pecho del general Urbiztondo, ministro de la guerra de su propio gabinete, en la antecámara de la reina Isabel, o el que por dos veces enfrentó a pistola a dos de los diputados más notorios del siglo XIX, don Luis González Bravo y don Antonio Ríos Rosas.

   Que ambos casos sucedieran durante el convulso siglo XIX no resulta extraño, pues aunque desde muy antiguo hubo lances para satisfacer ofensas, fue en el siglo XIX cuando los duelos se democratizaron. Desafíos entre escritores, periodistas, políticos o militares se sucedían ante el ultraje más peregrino.

  También desde tiempos lejanísimos estuvo prohibido o se trató de limitar tales prácticas. Los Reyes Católicos proscribieron este tipo de justicia personal. Lo mismo hizo Felipe V con la promulgación de una Pragmática contra el duelo. Los sucesivos Borbones siguieron en la misma línea: tratar de castigar lo que no había forma de contener.

   Y como siempre fue así, de uno u otro modo se trató de regular la arraigada costumbre de resolver injurias y disputas personales por medio del duelo. Ya el Fuero Viejo de Castilla regulaba estas disputas. Era una forma de reconocer la existencia de una práctica difícil, si no imposible, de frenar.

   Los siglos transcurrían. Los reyes seguían penando los duelos y sus consecuencias; la Iglesia, en el Concilio de Trento, que los consideraba “artificios del demonio”, también, excomulgando a los partícipes.

   El Barroco fue época de espadachines. En Francia, mientras Richelieu prohibía los duelos, los desafíos proseguían y los duelistas, deseosos de resolver sus ofensas en el campo del honor, concebían la infracción de la ley como un estímulo. Decía Hercule-Savinien Cyrano, de Bergerac, que “el honor mancillado sólo se lava con sangre”, él, que en la época de los espadachines participó en varios duelos, aunque eso sí, según reconoce, solo como padrino o second, dispuesto únicamente a batirse con sus iguales en el lado opuesto.

   Pero fue el siglo XIX, el siglo del Romanticismo, el que vio elevarse hasta la sinrazón el número de duelos entre caballeros. Desde la Revolución Francesa, los burgueses y las clases medias no quisieron ser menos que los nobles, y los duelos se hicieron populares, se democratizaron. Cualquiera podía exigir una satisfacción a cuenta de la más insignificante ofensa. Bien con espadas, sables o pistolas, los duelos se sucedían por la menor afrenta. Cuenta Saint-Foix que en cierta ocasión se hallaban dos individuos sentados uno junto al otro en un teatro. De repente, uno de ellos se dirigió al otro rogándole abandonara su plaza y ocupara un lugar varios asientos más alejado de él. No pudo por menos que molestar al intimado la petición que, irritado, pidió al impertinente la causa de su requerimiento. Se negó este, aduciendo razones de urbanidad para no herir sus sentimientos, mas como insistiera el otro, viose obligado a exponer los motivos de lo que parecía insolente orden.     ─Caballero, es que usted apesta. Apestan sus pies, apesta su sobaco y apesta su aliento.                                ─Me ofendéis, y mañana se presentarán a usted mis padrinos para la elección de las armas.                                     ─Pero caballero, pensadlo bien. ¿Veis en vuestro mal olor razones para un duelo? ¿qué conseguiríais? Si me matáis seguiríais oliendo igual de mal, si os mato, oleríais peor aún. 


 


   Fuera como fuese, el caso es que, a la continua sucesión de lances, en toda Europa y también en España se redactaron códigos que, aunque no siendo legales lo parecían, regulaban todo lo relacionado con los duelos.

   En España fue don Julio Urbina y Ceballos-Escalera, Marqués de Cabriñana del Monte, el autor de ese Código, que recibió el título de “Lances entre Caballeros”. Había nacido don Julio en 1860 en el seno de una aristocrática familia y tras una frustrada carrera militar que debió abandonar apenas comenzada a causa de una enfermedad, estudió la carrera de Derecho, que le permitiría desarrollar una brillante carrera pública. Recuperada su salud, se ejercitó en varios deportes, hasta lograr ser un notable jinete y esgrimista. Y no solamente: su actividad deportiva le llevó a practicar también la gimnasia y el ciclismo, y a ser miembro del primer Comité Olímpico Español. Hombre cabal y honesto, en 1895, siendo jefe de Administración en el Ministerio de Hacienda, denunció la corrupción que afectaba a determinados concejales del ayuntamiento de Madrid. Atañían las acusaciones a unos negocios sobre diversas obras en la capital y sobre algunos solares en la céntrica calle de Sevilla, de la que Cabriñana era copropietario y por los que los regidores denunciados habían ofrecido pingües ganancias, al proponerle la compra por el ayuntamiento a precios sobrevalorados. Irritó mucho a los denunciados la acusación, que alcanzaba incluso al ministro de Fomento Sr. Bosch. Todos trataron de defenderse negándolo, y en esas maniobras estaban cuando una noche, saliendo el marqués de la casa de su tío don Guillermo Moreno, en el número dos de la calle de Felipe IV, sufrió el atentado de dos individuos que le vigilaban. Le esperaban apostados tras una caseta de telégrafos, y al verle aparecer a la altura del Museo del Prado le dispararon. Una de las balas atravesó la capa del marqués. Este, que portaba un arma para su defensa, pues rumores sobre un posible ataque se venían oyendo los últimos días, disparó a su vez sobre los agresores, que huyeron cada uno por un lado. Cabriñana corrió en persecución de uno de los criminales, que huía en dirección al Jardín Botánico. Acompañaba al marqués en la persecución un sirviente de su tío y un sereno que al oír los disparos su unió a ellos, pero el agresor, como alma que lleva el diablo, se escabulló entre la espesura de los jardines próximos. Como no se descubrió a los autores, a nadie se pudo acusar, aunque en la mente de muchos estaba de quién era el impulso. La indignación por el atentado, en persona denunciante de hechos corruptos, fue enorme, y poco después dimitió el ministro Bosch, y una manifestación de más de cincuenta mil personas discurrió por las calles de Madrid, en desagravio del marqués. Poco más resultó de aquel asunto en el que todo quedó en agua de borrajas. El ministro dimitido seguiría su carrera política y muchos de los concejales, acusados lo mismo, serían elegidos diputados en las siguientes legislaturas.

   También don Julio Urbina logró su escaño en las Cortes. Fue en 1898. Dos años después fue nombrado Director General de Correos y Telégrafos, y ese mismo año, recién comenzado el siglo XX, fue cuando se publicó el Código ya dicho, “Lances entre Caballeros”. Para mayor empaque de su obra el marqués apuntaba que el libro estaba corregido y anotado por varios ilustres nombres, de los que citados a guisa de ejemplo podemos señalar a don José Echegaray, al duque de Tamames y a los marqueses de Heredia, Vallecerrato  y Alta Villa; varios militares con grado de Jefes y los profesores de esgrima Sanz y Carbonell, maestros del rey Alfonso XIII.

   Considerado un experto en la materia y su libro una “biblia” para duelistas, recogía este entre reseñas históricas, compilaciones de la legislación penal o anécdotas sobre duelos del pasado, todo un código a seguir por los caballeros ofensores u ofendidos.

   Del caso que se hacía de la obra de Cabriñana da cuenta el duelo que no llegó a ser entre los diputados don Indalecio Prieto y don Juan Vitórica, vizconde de los Moriles. Es cosa sabida que el verbo furioso de Prieto le granjeo más de una enemistad, y precisamente acres palabras del diputado ovetense, que hirieron el sentir del vizconde, motivaron que este enviase sus padrinos a Prieto. Enterado don Miguel Villanueva, presidente de las Cortes, del lance, llamó al diputado socialista para que, en evitación del duelo, ofreciera en la tribuna satisfacción a las demandas del vizconde. En respuesta ofreció Prieto firmar un documento en el que declaraba “no ser caballero, carecer de esa clase de honor (…/…), bastando con que usted muestre mi declaración a los ofendidos para que todo concluya, pues el Código de Cabriñana establece que no se puede ni se debe reclamar a quienes no sean auténticos caballeros y, en mi caso, ninguna prueba mejor que mi propia confesión”. Rechazó el Presidente la extravagante idea, que en tan mal lugar podría dejar a Prieto, y lo despidió, resolviendo el asunto como pudo el Presidente con el vizconde de los Moriles.

   Diversos cargos más ocupó don Julio, hasta que en 1930, a sus setenta años ya cumplidos, dimitió de todos sus cargos. Durante la Segunda República permaneció alejado de la escena política, pero su prestigio fue grande y el recuerdo persistente. Cuando estalló la Guerra Civil, vivía el marqués en la calle Goya de Madrid. Hasta allí llegó una partida anarquista, Dios sabe con qué intenciones, pero al saber que era Cabriñana quien vivía en el inmueble, al que consideraban amigo del pueblo, se dispuso un retén de milicianos para protegerlo a él y a su familia. Y allí, en su casa madrileña falleció don Julio Urbina y Ceballos-Escalera, Marqués de Cabriñana del Monte. Era el 11 de septiembre de 1937, y tenía 77 años de edad.

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EL NIÑO JESÚS DE PRAGA

   Cuando en 1555 doña María Manríquez de Lara, dama al servicio de la emperatriz María, hija de Carlos V, contrajo matrimonio con Vratislao de Pernsteins, noble checo en la corte del emperador Maximiliano, quiso aquella tener consigo la preciosa imagen de un Niño Jesús que se guardaba en la casa cordobesa de su familia. La imagen, según la tradición, había sido modelada en cera por un fraile, reproduciendo la visión que del propio Niño se le presentaba, y en la que anunciaba al fraile su destino en la casa los Manrique de Lara y su posterior traslado a tierras de Bohemia.

   Así se cumplía, pues doña María, al tiempo de su boda, recibió de su madre, como regalo, la imagen del niño Jesús, a la que prestó gran devoción durante toda su vida, para recibirla después la hija de doña María, Polixena, también como regalo de bodas, quien custodió la imagen familiar con el mismo celo empleado por su madre.

   Mas en la Bohemia de 1618, nobles protestantes se alzaron contra el rey Fernando. Dos funcionarios reales fueron arrojados por una de las ventanas del castillo de Praga. Era una pugna entre Reforma y Contrareforma, que daba origen a una guerra que iba a durar treinta años, aunque su devenir no solo se iba sustentar en sus iniciales antagonismos religiosos.

   En 1620 vencieron las tropas imperiales a los reformistas recuperando Praga, y el emperador Fernando II el trono de Bohemia. Para conmemorar aquella victoria en la batalla de la Montaña Blanca, el emperador cedió a la orden del Carmelo el convento e iglesia de la Trinidad, que los frailes descalzos rebautizaron con el nombre de Beatísima Virgen María de la Victoria.

   Fue a ese convento al que Polixena, casada, en sus segundas nupcias, con el canciller de Bohemia, el príncipe Von Lobkowitz, decidió entregar la imagen tan querida recibida de su madre.

Donación de la imagen del Niño Jesús de Praga. Ricardo Verde. Capilla de la Comunión
La princesa Polixena donando la imagen del Niño Jesús de Praga.
Ricardo Verde. Capilla de la Comunión de la Parroquia
de Nuestra Señora del Carmen de Valencia.
                

   Pero el conflicto en Bohemia no tenía fin. Praga fue asaltada, el convento abandonado y la imagen del Niño Jesús olvidada en un trastero del templo de Nuestra Señora de la Victoria, contiguo al convento.

   Se sucedieron años de abandono, pero cuando en 1635 la firma del Tratado de Praga puso fin al Periodo Sueco de la Guerra de los Treinta Años, la calma volvió a la capital bohemia. Los carmelitas volvieron a su convento, y uno de ellos, el padre Cirilo, encontró la imagen del Niño. Estaba rota y le faltaban las manos. Como al fraile que más de cien años atrás se le apareció el Niño Jesús, ahora se le manifestaba al padre Cirilo. Pedía al fraile carmelita que arreglara sus manos, pero el convento apenas disponía de lo necesario para su subsistencia, y su prior, acaso más dado a otras necesidades, negaba el peculio preciso para la reparación. No desfallecía, sin embargo, el padre Cirilo, y cuando este recibió una limosna por las atenciones dadas a un enfermo que sanó con sus cuidados, corrió con el dinero al prior para solicitar que parte de él fuera destinado al arreglo de la imagen, pero nada consiguió. Juzgó el prior más conveniente destinar la mayor parte de lo recibido a otros usos y con la otra parte adquirir una nueva imagen antes que reponer las manecitas de la imagen mutilada. Mas fuera por milagro o fruto del azar, un candelabro de los que estaban fuertemente sujetos se desprendió de su soporte, cayó sobre la nueva imagen e hízola pedazos.

   Pero ni esas advertencias ni las constantes súplicas del padre Cirilo lograban que se restaurase la imagen del Niño Jesús. Tampoco el nuevo prior del convento cedía a las pretensiones del fraile, hasta que cierto día el Niño Jesús habló a Cirilo.

   ─Llévame hasta la entrada de la sacristía. Alguien se apiadará de mí.

   Así lo hizo Cirilo, y así, al poco, un desconocido, reparando en la falta de brazos del niño, se ofreció a restaurar la pieza. Fue hacerlo y cambiar la suerte del benefactor, que ganó un pleito. La fama del Niño Jesús de Praga fue creciendo, su culto en aumento propició súplicas y, en respuesta a ellas, que los milagros se sucedieran por intercesión del Niño-Dios. 

   Ese mismo año, la esposa del Conde de Kolowrat, se hallaba en trance de muerte. Era la moribunda prima de la princesa Polixena, y en su desesperación el conde, que había oído hablar del Niño Jesús guardado por los frailes carmelitas, pidió al padre Cirilo presentara la imagen del Niño ante su esposa. Consintió el religioso y al acercar la imagen a la agonizante, abrió esta los ojos, y extendiendo los brazos trató de besar al Niño, quedando curada de sus males.

   Otros hechos milagrosos ocurrieron, extendiendo el culto al Niño Jesús, que aunque modelado en España, se asentó en Praga de donde, al parecer, según la tradición no quería salir. Otro hecho extraordinario parece confirmarlo: cierta señora de la aristocracia acostumbrada a tener todo cuando a su antojo se presentaba, conociendo las virtudes taumatúrgicas de la imagen pretendió obtenerla para sí a todo trance. Se presentó en el templo dicha señora y sin ser vista por nadie escondió la imagen del Niño y pretendió la huida en su carruaje, mas aunque el tiro estaba formado por seis briosos caballos, una fuerza sobrenatural impedía a las bestias abandonar el lugar. Comprendiendo la dama la voluntad de Niño Dios, devolvió la arrepentida la imagen, quedando liberado el carruaje de la invisible fuerza que lo mantenía sujeto al suelo.

   Siguió pues a cargo de los Carmelitas Descalzos la custodia del Niño Jesús de Praga y de la difusión de su culto por el mundo entero, constituyéndose cofradías y elevándose altares por todo el orbe donde los fieles solicitan sus beneficios.


   La imagen que hoy pueden ver aquí del Niño Jesús de Praga corresponde a la que se adora en la capilla de la Comunión de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen de Valencia, obra del imaginero José Burgalat, y sirve como felicitación navideña para todos los seguidores de este espacio con mis mejores deseos de paz y bien.

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