SOBRE EL "GAMBITO VENECIANO"

   De nuevo tengo la satisfacción de escribir, aunque sea unas pocas líneas, con motivo de una nueva publicación editorial, miscelánea de relatos ambientados en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX titulada “Tras la huellas de Arsenio Lupin” de la editorial M.A.R. Editor. Son algunos de estos relatos, escritos de los autores que entonces vivieron: Maurice Leblanc, Arthur Conan Doyle, Guillaume Apollinaire..., y que conocieron por tanto el esplendor y la miseria de aquellos años; pero otros lo son de escritores contemporáneos, todo un reto para ellos, al medir sus letras con las de los reconocidos autores de entonces y que en el caso de nuestra escritora, La dame masquée, alma de los blogs “De reyes, dioses y héroes” y “Cierto sabor a veneno”, que vuelve a publicar con su propio nombre, es superado sin complejos y con absoluta solvencia.


   No desvelará, quien esto escribe, nada de lo que en un breve relato, que tan corto se le hace al lector, y que durante su lectura mezcla el placer de leerse con la angustia de saber sobre su finita duración, pueda advertir lo que va a suceder en esta obrita maestra. Sólo, y esto no es decir mucho, puesto que se deduce del propio título, que la acción, casi toda, sucede en Venecia, ciudad elegida, para desarrollar la intriga del relato, con auténtico acierto.

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   Porque Venecia ha sido ciudad muy dada a estas intrigas a lo largo de la historia. Siglos antes de este texto ambientado en el siglo XIX, Quevedo, en 1618, estuvo en la ciudad de los canales. Era don Francisco, además de un genio de las letras, un fenomenal espadachín, un extraordinario intrigante y un aventurero atrevido. Cuando España mandaba mucho en el Mediterráneo, allí, a Venecia, fue don Francisco de Quevedo para prestar servicios a la corona, a las órdenes del duque de Osuna, virrey de Nápoles. Quería Osuna conquistar Venecia y Quevedo intrigó para conseguirlo. Fracasó en el intento y a punto estuvo de costarle el pellejo, pero con el ingenio que no sólo aplicó a sus letras, cuando se descubrió la conspiración española, y toda Venecia, en hordas furibundas, comenzó a perseguir a cuanto español asomara el pelo por sus calles y canales, y a él mismo, con las peores intenciones, don Francisco quitose su traje, vistiose con harapos y mezclado, codo con codo, con los linchadores que le buscaban, vociferó contra sí mismo, pidiendo su propia cabeza, hasta ponerse a salvo.

   Y es esa Venecia de intrigas y misterio, real y ficticia al mismo tiempo, la que en toda época ha sido capaz de inspirar pequeñas y grandes historias a lo largo del tiempo.

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   Define la Real Academia de la Lengua gambito como aquel lance en el juego del ajedrez, que consiste en sacrificar algún peón u otra pieza, para lograr una posición favorable. Y no es extraño que nuestra autora utilice el nombre de tal estrategia en el título de su relato: “Gambito veneciano”, y que haya hecho uso argumental de esta maniobra ajedrecística, pues en su texto encontramos reyes enrocados en sus posiciones de poder, damas desplegando sus talentos, peones entregados sin voluntad a los intereses de aquéllas y, como no, aunque la autora no lo diga expresamente, policías que, como caballos en el juego, saltan de un lugar a otro, deambulando por el escenario donde se celebra la acción, durante sus pesquisas, en busca de la verdad, a veces difícil de encontrar.

   Sin renunciar a la divulgación de los hechos relativos a la convulsa  vida política de finales del siglo XIX, la imaginación de nuestra autora nos traslada a la carnavalesca Venecia, nos acompaña en un paseo por su canales, de visita por sus palacios, sus teatros donde se representan funciones de obras en las que divas de carne y hueso entonces interpretaban y animaban el ambiente de la ciudad siempre misteriosa, sumergidos en una intriga mantenida con maestría hasta el fin.

   De la meticulosidad con la que la ficción del relato se apoya en lo real, da cuenta un detalle, y éste será la única intromisión sobre el contenido de la narración: aquel 27 de febrero de 1889, el día en el que comienza la acción del relato, la función de ópera representada es la que los carteles anunciaban para ese día, durante los carnavales de aquel año. Nada queda al azar, pues; o casi nada.


   Y digo casi nada, porque mezcla nuestra autora a su afición a moverse por el tablero de la historia la de su propia definición virtual de dame masquée. El rostro oculto, pero sobre todo lo desconocido en la mente de los protagonistas es parte esencial de la intriga, porque: ¿qué sería de la intriga sin el embozo de una máscara? Pasen y lean, no se arrepentirán.
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EL RESCATE

   En 1539 el cadí de Argel tiene un prisionero muy especial. Los hermanos Medina, Andrés y Pedro, que lo han sabido cuando acudían allí en auxilio de otros, familiares suyos, deciden rescatarlo también. Para liberarlo deben pagar su peso en plata. Acceden. Se construye una balanza para colocar al pesado prisionero y las monedas que deban equilibrar su fiel. Cuando se comienzan a colocar las monedas que midan su valor en plata, los platos de la balanza se equilibran milagrosamente al colocar la trigésima moneda.

   El cadí acepta el resultado, los hermanos Medina cumplen con su parte, pagan las treinta monedas y llevan consigo al prisionero, que llega a puerto cristiano el 31 de mayo de 1539.

   Así quedó escrito en los documentos de don José Benito Medina, hijo de uno de aquellos hermanos libertadores, notario de Valencia y enterrado en la parroquia de San Esteban de Valencia, en una de cuyas capillas descansa el llamado, aunque muy desconocido, Cristo del Rescate.



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VIAJES EN TERCERA PERSONA. VALENCIA

   Hoy al viajero le cuesta como nunca contar las cosas de un viaje que no ha hecho como ha hecho los demás, porque va a contar cómo ve lo que todos los días tiene ante sus ojos, sin que ello suponga dejar de viajar a través del tiempo, a la historia que cada calle, edificio y monumento nos enseña de Valencia, de la que el viajero no quiere olvidar que tomó para sí, de su conquistador primero su nombre: del Cid.

   Porque lo primero que se le ocurre contar al viajero sobre Valencia no es hablar sobre su fundación romana cuando  el cónsul Décimo Junio Bruto, unos 138 años antes del cambio de era, andaba en guerras por tierras de Hispania, ni que fuera destruida al poco y refundada en tiempos de Augusto, sino lo que hace ya ochocientos años se dijo de Ella en el Cantar del Mio Cid. Se le llamó “la Clara”. Si fue por su luz, porque el Sol siempre alumbró bien esta tierra, y los pintores supieron captar siempre su luminosidad con sus pinceles y paletas; o por su importancia, porque las cosas insignes siempre han sido claras, el viajero lo ignora, y no es algo que tenga especial interés en averiguar, no vaya a ser que de intentarlo emplee esfuerzos en descubrir que las dos cosas son.

Torres y puerta de Serranos. Al anochecer la ciudad amurallada
cerraba sus puertas. Quienes distraídos quedaban extramuros
se decía que quedaban a la luna de Valencia.
   
   Y es que no puede este viajero dejar de decir algo en recuerdo de un caballero burgalés, don Rodrigo Díaz, Cid que da nombre al poema y a la ciudad que conquistó en los últimos años del siglo XI.

   La ciudad le honra agradecida. Una estatua ecuestre del Cid preside una importante plaza. La hizo Anna Hyatt, segunda esposa de Archer Huntington, hijo de un importante magnate norteamericano de la industria siderúrgica y ferroviaria. No tuvo Archer vocación por los negocios familiares, y sí por el estudio y el mecenazgo de artistas. Dedicado a conocer el mundo, sus gentes y cuanto en él hay, viajó mucho, y conoció España. Ya no olvidaría este país por el que sentiría siempre especial predilección. Y así, en 1904, creo una fundación, la Hispanic Society, destinada al estudio y divulgación de lo español.

   Cuando su primera esposa, Helen Manchester Gates, muy aficionada, como su esposo, a las artes, pero aquélla a las interpretativas, se fugó con un director de teatro inglés, el divorcio fue inevitable. No debió pesar mucho en el ánimo del hispanista el revés, pues pocos años después contrajo matrimonio con la madura escultora Anna Hyatt. Era Anna también aficionada a las artes. Sentía un gran interés por la anatomía equina y cuando visitó España con su esposo, tuvo la ocasión de diseñar la figura ecuestre del Cid, uno de los personajes que más fascinación había despertado en Archer. La estatua, cuyo original sería colocada frente a la entrada principal de la Hispanic Society, en Nueva York, fue tan celebrada que llovieron peticiones de muchas ciudades por poseer otra igual. Anna, complaciente, hizo cuantas réplicas se le solicitaron y, además de la de Valencia, fundida por Juan de Ávalos, hay copias de la misma en Sevilla, Buenos Aires, San Francisco y San Diego.

   Al viajero suele pasarle que en las ciudades de las que no lo desconoce todo vaya dando saltos en el tiempo con la misma facilidad con la que pasa de un barrio viejo a otro moderno.


El Micalet

   Y en uno de aquellos, el viajero busca la catedral. Como en tantas ciudades, la catedral concentra el arte y es testigo de la historia. De la de Valencia lo primero que el viajero ve es la torre. Fue construida en el siglo XIV, tiene planta octogonal y aunque al viajero le cueste creerlo, su perímetro y altura miden lo mismo. El viajero entra en la catedral y sube a la terraza de su torre. Su nombre, Micalet,  masculino,  a juicio del viajero, le cuadra perfectamente. Su porte tosco y fuerte, contrasta con la figura esbelta, curvilínea y femenina de la próxima torre de Santa Catalina, que desde allí ve. Desde esas alturas el viajero ve otras muchas cosas. A lo lejos, mirando al horizonte, en un ángulo de 360 grados, ve el mar, la huerta, las lejanas montañas de la sierra Calderona. De cerca el templo y las calles que la rodean. Al viajero se le ocurre pensar que la catedral valenciana puede ser una auténtica lección de arte, pues cada una de sus tres puertas es exponente de los estilos que se llevaban en el momento en el que se construyeron, y ello por el mucho tiempo que tardó en verse como hoy la ve el viajero. Una puerta románica y otra gótica en los brazos del crucero,  y a los pies del templo, la principal, barroca, terminada por Conrad Rudolf en los primeros años del siglo XVIII. Está se conoce como “de los hierros” por la verja que la antecede, uno de cuyos extremos se apoya en la torre.

   De la portada gótica no puede el viajero olvidar que es además el más bello marco para una de las tradiciones que perdura desde hace más mil años. El Tribunal de las Aguas es la institución jurídica más antigua que se conoce. Aún, todos los jueves del año, desde el siglo X, se desarrolla, con un procedimiento oral, sin documento alguno, la denuncia y resolución de los casos que afectan a uso de las aguas que los regantes emplean para regar sus huertos.

   Hoy,  siempre rodeado de turistas que forman corro en torno al tribunal, terminada la sesión, muchas veces sin caso que resolver, los turistas se desparraman en todas direcciones, pues en todas ellas hay algo que merecer verse. A un lado la basílica de Nuestra Señora de los Desamparados, la Patrona; enfrente el Palacio de la Generalidad, gótico, pero con toques renacentistas, vio crecer el torreón más próximo a la Plaza de la Virgen a comienzos del siglo XVI, y estuvo sin par hasta mediados del siglo XX. Al viajero, más dado a la contemplación estética, que a las actuales ortodoxias, ve hermoso el resultado, hecho con la misma piedra, detalle y primor que lo puesto cuatrocientos años antes, y que el medio siglo largo transcurrido desde su construcción, hace difícil saber cuál es antiguo y cuál es nuevo torreón.

   Y muchas torres ve el viajero desde allí arriba; aunque muchas menos de las que hubo. Hasta trescientas, o al menos, eso debe creer el viajero si da crédito a lo dicho por Balzac, que dijo de Valencia ser la ciudad de las trescientas torres. Dos de ellas son las de las iglesias de San Sebastián una y San Nicolás la otra, parroquias las dos. En la primera, más alejada del mirador desde donde el viajero lo ve casi todo, habitó mucho tiempo Gaspar Bono, que fue soldado en tiempos del emperador Carlos V y resultó herido, dándose casi por segura su muerte. Prometió entonces Gaspar que si sobrevivía tomaría los hábitos, y así fue como acabó siendo superior de la orden de los mínimos. Cuando murió sus restos quedaron en la iglesia de San Sebastián, y por su fama de santidad fue beatificado en 1786, categoría que pese a los muchos siglos trascurridos aún no ha podido mejorar. Durante la Guerra de la Independencia, ante el temor de que los restos del beato fueran robados o ultrajados por las tropas francesas, se trasladaron a la iglesia de San Nicolás(1), situada intramuros, a salvo de la barbarie invasora. Allí, en San Nicolás están aún, pese a que, al terminar la guerra, se pidió desde San Sebastián la restitución de los restos; pero la petición no fue atendida y ambas parroquias iniciaron una disputa que duró muchos años. Sólo el tiempo ha sido capaz de hacer olvidar las rencillas. Pero el viajero no sólo conoce el lugar donde reposan los restos del beato, también conoce el lugar donde nació. Fue en la calle Cañete, hoy un callejón sin salida, próximo a la torres de Quart, en cuyo fondo está su humilde casa natalicia. El viajero, siempre propenso a curiosearlo todo, encuentra un día de paseo la calle Cañete  engalanada. Se celebran las fiestas del barrio en honor al beato Gaspar Bono. Se adentra, pues, y llega hasta el fondo del callejón; allí está la casa que vio nacer a Gaspar. La puerta está abierta y ve que hay un hombre en su interior. El hombre, fervoroso devoto del beato, con la amabilidad de las personas en las que algo ha transformado su ser, le enseña el local, prácticamente una habitación con recuerdos, objetos relacionados con el beato y una imagen suya. Nada que impresione al viajero en comparación con la historia que el hombre, con voz ronca y apagada le cuenta: su propia historia, la de la curación de una gravísima enfermedad de laringe que atribuye a la intervención del beato. El viajero se despide, dándole las gracias por todo. Desde la terraza del campanario catedralicio, vuelve a la realidad. Hecha una última mirada y baja por la acaracolada escalera hasta la planta de la catedral. Allí, sentado en un banco vuelve a hacer memoria y comienza a recordar algo de lo que pasó allí en el pasado.

   Porque allí se convocaron Cortes Generales del Reino y allí se celebraron bodas reales. Don Alfonso el Magnánimo se casó en la Seo valenciana un 12 de junio de 1415 con doña María, hija de Enrique III de Castilla. Aunque anduvo mucho por Nápoles, don Alfonso tuvo gran relación con Valencia. Las necesidades de la guerra en Italia le obligaron a buscar prestamistas. Los encontró aquí, y la garantía de los préstamos obtenidos fueron parte de las reliquias y bienes traídos con él al Palacio Real. El Santo Cáliz fue uno de los bienes ofrecidos en prenda, que al fin fue entregado a la Catedral en 1437.

   No fue la única boda real aquí celebrada. En 1599, Felipe III y  Margarita de Austria eligieron Valencia para celebrar sus esponsales. Juan de Ribera, patriarca de Antioquía y arzobispo de Valencia y el patriarca de Alejandría y nuncio apostólico, Camilo Caetano, oficiaron los actos litúrgicos. Fue el 18 de abril; mes y medio antes, en la misma catedral, el 28 de febrero, Felipe III había jurado los fueros valencianos.  

   No estuvieron solos Felipe y Margarita, porque en la misma ceremonia Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, la más querida del rey prudente, gobernadora y soberana entonces de Flandes, y Alberto de Austria, contraían ante Dios y los mismos prelados santo matrimonio.

   Y de Juan de Ribera, precisamente, hay mucho que decir, porque aunque nació en Sevilla, en Valencia lo fue todo, o casi. Beato y al fin, en 1960 proclamado santo, además de ser arzobispo  de Valencia, fue virrey, capitán general y patriarca, que es por este último título por el que le conocen los valencianos. Fundó un colegio, el del Corpus Christi, pero al que todos llaman del Patriarca. Con tan claras dignidades no es de extrañar que tuviera mucho que ver en lo que por aquellos años pasaba en Valencia y en España. Fue el gran contrareformista de su época en Valencia, trató la conversión de los moriscos y, viendo fracasado su propósito, impulsor de su expulsión.

   El viajero,  muy aficionado a  ciertos detalles de las cosas que ve, se queda en el zaguán del Colegio. En un muro, junto a la entrada al templo ve colgado un caimán disecado. La gente, por imposible, cree y refiere al hablar de este reptil la versión legendaria que llevó al gigantesco lagarto a quedar colgado en la pared del monasterio. Cuenta la leyenda que río arriba, desde el mar, se adentró un cocodrilo de gran ferocidad que atacaba a las gentes que quedaban a su alcance. Hizo muchas víctimas, hasta que un hombre se ofreció a matarlo. Confeccionó un traje compuesto por pequeños espejos  y se acercó a la orilla del río Turia en busca del reptil. El animal, al verse innumerables veces reflejado, creyendo ser atacado por tan considerable número de enemigos, se atemorizó y vencido, fue capturado. Fuese así o fuese por el cegador resplandor del traje espejado, que permitió abatirlo, según otra versión de la leyenda, la realidad es algo menos fantástica. Dicho animal –en realidad hubo dos– fue un regalo del virrey del Perú al Patriarca.









   En su caminar el viajero pasa por delante de un palacio. Lleva en ese lugar cerca de trescientos años, cuando el barroco decidió poner fin a sí mismo por sus propios excesos; y sin embargo al viajero, siempre más admirador de la tosquedad y sencillez de obras más antiguas, que tantas veces ha pasado ante esta especie de pastel de mármol y alabastro nunca le ha dejado indiferente.









   La historia del palacio del marqués de Dos Aguas fue tranquila hasta tiempos recientes. A principios del siglo XX la marquesa, poseedora del título, el marqués y su hija dejaron el palacio, que quedó al cuidado de unos guardeses. La situación económica, de cierta penuria, obligó a enajenar algunos muebles y objetos decorativos. Durante la Guerra Civil el palacio fue incautado y al trasladarse a Valencia el gobierno de la República, albergó el Consejo de Estado y fue Ministerio de Hacienda. Al terminar la guerra se devolvió a sus dueños, y al morir el marqués en 1941 dispuso que fuera entregado a la Beneficencia. Poco después lo adquirió el Estado para albergar el Museo Nacional de Cerámica.

   El viajero se dispone a entrar. Siempre ha pensado que esta casona que Hipólito Rovira diseño para los marqueses de Dos Aguas casa perfectamente con esta tierra, barroca en casi todo. El palacio, ejemplo del estilo churrigueresco en casi todos los manuales de arte, tiene en su fachada una portada labrada por Ignacio Vergara, en alabastro, con dos enormes titanes que representan los ríos Turia y Júcar,  en alusión al título de los marqueses. Del interior, el viajero ha ido viendo en sus visitas las pinturas que en diferentes épocas han ido decorando las muchas salas y dependencias del palacio. En la reforma de 1867 el pintor José Brell decoró varios techos y paredes. Cuenta una crónica periodística de la época publicada en “La opinión” que Brell puso la cara de los hijos de los marqueses en los cuerpos de los ángeles que decoran el salón rojo del palacio, haciéndolos inmortales.

   Antes de salir, el viajero no quiere dejar de decir algo sobre una pieza casi única. En el patio se exponen varias carrozas que fueron propiedad de los marqueses. Una de ellas es conocida como la carroza de las Ninfas, y el viajero ha dicho que es casi única porque sabe que hay otras dos similares, en Versalles una y en el principado de Liechtenstein la otra. Ésta de los marqueses fue diseñada y decorada en 1740 por los que hicieron lo propio con el palacio, Rovira y Vergara, y fue construida para ser tirada por siete caballos. El viajero no puede dejar de pensar la impresión que causaría en la ciudad aquella carcasa dorada arrastrada por semejante tiro.











   Pasando el tiempo la ciudad crecía. A finales del siglo XIX, los poblados marítimos fueron anexionados a la Capital; no hizo eso, o al menos así se dice, y muchos lo piensan, que Valencia dejara de seguir dando la espalda al mar; estigma que se ha desvanecido en los últimos años; pero si fue cierto en el pasado, no será este viajero en las cosas del tiempo el que lo confirme, porque por su puerto, hoy muy importante, siempre se dio salida a las mercaderías valencianas y aún de otros lugares, entrada a personajes que protagonizaron hechos que la historia recuerda bien, y fueron sus playas escenario luminoso para el pintor Joaquín Sorolla, que como pocos supo plasmar sobre una tela la luz de estas tierras mediterráneas.

   Por este puerto llegó a España desde Marsella, en la fragata Navas de Tolosa, el joven Alfonso de Borbón. El marqués de Molins le acompañaba. Encabezó éste la misión de traerle a España para ser Alfonso XII. Tras hacer escala en Barcelona, desembarcó en Valencia. La restauración borbónica era un hecho, tras el pronunciamiento hecho pocos días antes por el general Martínez Campos en los campos de Sagunto. Y no sólo los vivos: los restos de Vicente Blasco Ibáñez llegaron a Valencia, en 1933, desde Menton, a bordo del acorazado Jaime I. Blasco, de vida novelesca, coetáneo de Sorolla tuvo ante las mismas arenas de la Malvarrosa, sobre las que éste pintó, casa para el verano, hoy reconstruida y museo del escritor, político y aventurero, que de todo hizo en su vida.

   Y si el viajero no dice nada de La Lonja, patrimonio de la humanidad,  símbolo de poder comercial en su época, de sus torres, únicos restos de las murallas que le impedían crecer, o de la muy reciente Ciudad de las Artes y las Ciencias, no es por falta de méritos. Otras hojas en blanco podrán ser escritas con otras historias de una ciudad bimilenaria que aún tiene mucho que decir.


(1) La iglesia de San Nicolás no es tan conocida por guardar los restos del beato Gaspar Bono, como por los tesoros artísticos que también encierra; no en vano hay quien ha llegado a llamarla el museo Juan de Juanes, por la cantidad de obras que de este pintor hay en ella. Y no son éstas las únicas.  En esta iglesia de la que fue párroco Alfonso Borja, que sería el primero de los papas Borgia con el nombre de Calixto III, hay pinturas de Rodrigo de Osona y Yánez de la Almedilla, además de la bóveda del templo, obra pintada al fresco por Dionis Vidal, discípulo de Antonio Palomino, que hizo el diseño, y que fue restaurada en los años veinte del siglo pasado por José Renau Montoro, que hacen de este templo un auténtico museo. La fortuna y la intervención, durante la guerra civil, de Josep Renau Berenguer, el famoso cartelista, y en aquellos tiempos Director General de Bellas Artes del gobierno de la República, impidió que la iglesia y todo su arte fuera pasto de las llamas. Josep Renau era hijo de aquel otro Renau que pocos años antes había restaurado los frescos del templo. 

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