EL XIX. EL MINISTERIO RELÁMPAGO

   Fue tan escasa su importancia como breve su duración, pese a lo cual no hay libro sobre la historia del siglo XIX que no vea iluminada alguna de sus páginas con el destello, porque eso fue, un visto y no visto, de la chifladura de aquel nombramiento.

   Ni era la primera vez, ni sería la última que la reina iba a poner su firma y, como una niña descubierta después de hecho algo mal, echar la culpa a los demás. Así había pasado en 1843, cuando pintó su firma sobre los decretos que Salustiano Olózaga le había presentado, pero entonces, y aunque era reina, contaba con apenas 13 años; y así ocurría ahora, en octubre de 1849, con diecinueve años cumplidos, embarazada, cuando cedió a los ruegos de una de las camarillas de palacio, y aun a los deseos de uno de sus favoritos entonces  también: el seductor marqués de Bedmar, introducido en la corte, para alcanzar la alcoba de la reina, por el Marqués de Salamanca.

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   La camarilla del rey Francisco de Asís no es la única que se esfuerza en influir en los asuntos del reino. Otras, como la conocida “Camarilla napolitana” comandada por la reina madre y su esposo Fernando Muñoz, o la muy católica del padre Fulgencio, confesor del rey, sor Patrocinio, la Monja de las Llagas, y en menor medida, sor Sacramento, también toman partido en un juego en el que el rey intriga tanto como es objeto de las intrigas de los demás. Un juego confuso en el que las camarillas parecían actuar conjunta o separadamente según los intereses del momento.

   Varios son los interesados en privar a Narváez del gobierno que dirige desde 1847, y varias las versiones sobre las recomendaciones que la reina recibe para exonerarlo del cargo, que no son incompatibles. Que Isabel firme el decreto a petición de su amante Manuel Antonio Acuña y Dewite es posible. Una reveladora nota de la reina a su marqués preferido indicándole que, llegado el momento, pase la mano por la barandilla de su palco en la velada teatral a la que ambos van a asistir, si desea que Narváez sea destituido, parece que involucra Bedmar. Pero que el rey Francisco de Asís aliente a la reina a un cambio de gobierno parece también impulso capaz de doblar la voluntad voluble de la reina. No son amigables las relaciones entre el rey y Narváez. Es el monarca consorte, alentado por su camarilla, defensor de su pretensión a participar en el gobierno, pues tiene una visión absolutista del poder. Tampoco es mayor la estima que del general tienen el padre Fulgencio y sor Patrocinio, cuya antipatía por el duque de Valencia es notoria, a causa de la escasa observancia de las prácticas religiosas por parte del general.

   Resultado de una u otra cosa, o de ambas, el caso es que aquel 18 de octubre sobre las cinco de la tarde da aviso la reina al presidente de su intención de sustituir el gobierno. Apenas dos horas más tarde, se presenta en palacio Narváez y su gobierno, que presenta la dimisión, cuya aceptación se publica el día siguiente: “Atendiendo a las razones que me ha expuesto el Presidente del Consejo de Ministros D. José María Narváez, Duque de Valencia, Capitán General de los Ejércitos, vengo en admitirle la dimisión que me ha hecho del expresado cargo, quedando altamente satisfecha del distinguido celo, suma inteligencia y lealtad con que lo ha desempeñado. Dado en Palacio a 19 de octubre de 1849.

Isabel II, por Ángel María Cortellini. 1952. Museo del Romanticismo, Madrid

   El nuevo gobierno, hechuras de la camarilla del rey y de la facción ultracatólica, lo preside el general don Serafín María de Soto, conde de Clonard, que asume la cartera de Guerra; Cea Bermúdez es nombrado Ministro de Estado; el general y mariscal de campo don Trinidad Balboa, de Gobernación, ocupándose también interinamente de la cartera de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, nombramientos estos y los de los restantes ministros que fueron firmados por la reina ese día.

   Durante las siguientes horas María Cristina, la reina madre, habla con su hija, que siempre encuentra justificación y culpa en otros. Convencida del error, Isabel llama al duque de Valencia. Narváez acude a la llamada de la reina:
 ─Ramón, Francisco me asustó, no tuve más remedio, compréndeme.
   Y el general es repuesto. Acostumbrado como está a disolver gobiernos, se dirige al conde Clonard en frase que se ha hecho célebre:
   ─Vuestra excelencia puede ir a descansar de sus fatigas.
   El gobierno todo ha sido cesado. Ha durado veintisiete horas.

   De modo que también dado en Palacio, pero al día siguiente la reina rubrica el siguiente decreto: “Atendiendo a los altos merecimientos, extraordinarios servicios y acrisolada lealtad de D. Ramón María Narváez, duque de Valencia, vengo en nombrarle Presidente de mi Consejo de Ministros, siguiéndole los ceses de los nombrados el día anterior y los nombramientos de nuevos ministros, en los respectivos decretos rubricados por la reina.

   Al mando de todo otra vez, el espadón de Loja actúa sin contemplaciones. También a esto está acostumbrado, y puesto que sabe que lo sucedido ha sido, según sus propias palabras, un drama preparado por un fraile, una monja y un rey, que ha terminado en sainete, está dispuesto a poner a cada uno en su lugar: al padre Fulgencio, en el convento que los escolapios tienen en Archidona; a sor Patrocinio en un convento de Talavera de la Reina y puesto que al rey no lo puede encerrar en el Alcázar de Segovia, como hubiera querido, se limitó a confinarlos en sus habitaciones, lo pagan sus adláteres, el secretario Martín Rondón es enviado a Oviedo y Baena, otro de los servidores de don Paquito, a Ronda.

   Tampoco se olvida el duque de Valencia del conde Clonard y su efímero gobierno. Clonard es destinado, en situación de cuartel, a Jaén; y el general Balboa, antiguo jefe de la policía fernandina, y cruel represor de carlistas en Castilla, a Ceuta. Curioso destino para él si tenemos que cuenta que tras la creación la policía española en 1824, Balboa, que la dirigía entonces, durante la estancia de los reyes en Aranjuez, se ocupaba de dar el parte con las novedades al rey. La reina Isabel de Braganza, conocedora de las infidelidades del rey felón durante sus correrías nocturnas, pidió a Balboa incluyera en el parte la siguiente nota: “Sepa Vuestra Majestad que no ocurre más novedad que la alarma de vuestros fieles súbditos, temerosos de que los aires fríos y húmedos de la noche ataquen vuestra prestigiosa salud”, lo que molestó al rey felón, que a punto estuvo de castigar a Balboa con el destierro al presidio de Ceuta. No iba a tener tanta suerte esta vez.

   La luz del ministerio relámpago se había apagado.

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LA HISTORIA DEL NICHO 1501

   Vicente García Valero había nacido en Valencia, en 1855. Muy joven, se había trasladado a Madrid con el propósito de labrarse una carrera como autor teatral y actor. Pero Vicente había dejado en la ciudad del Turia una novia: Emilia.

   Trabajaba entonces García Valero en la Plaza del Rey, donde el antiguo teatro Olímpico. Había sido aquel teatro escenario, antes de la construcción del Teatro Real, de memorables veladas líricas con asistencia de la reina Isabel, de sus amantes, unas veces; de los financieros, como el archirico marqués de Salamanca, dueño durante algún tiempo del coliseo; o de los espadones, mandamases de la política española entonces, como el tosco Narváez, otras; siempre en busca de conquistas, éstas civiles, de las divas del bel canto.

   Cambió más tarde el teatro de nombre. Pasó a conocerse como Teatro del Circo, y en él se ofrecían variadas funciones de cómicos, zarzuelas o espectáculos circenses. Pero quiso el azar que el 3 de noviembre de 1876 las llamas devoraran el local y con ello que García Valero, sin trabajo, aceptase una oferta de un empresario de Valencia, que precisaba de él para formar compañía en Játiva. Sin trabajo y con la novia en Valencia aceptó sin pensarlo dos veces.

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   Mas la desgracia se cierne sobre el joven Vicente. Emilia sufre unas calenturas producidas por el tifus, y fallece. Vicente desconsolado enferma también. Ella, su amor, sólo tenía 18 años. Cuando se recupera, descubre que Emilia ha sido enterrada en una fosa común. No es ese el reposo que Vicente desea para su amada perdida. Pide permiso, pues, al padre de la difunta para exhumar el cuerpo y darle sepultura conforme al reconocimiento que por ella siente.

   Pero las cosas no resultan fáciles para el joven actor. Cautelas sanitarias y burocracias imposibles dificultan la operación. Tenaz en su voluntad, indaga. Averigüa, y cuenta en sus memorias García Valero, que el padre Civera,  cura de Santo Tomás y encargado del cementerio, hace y deshace en el camposanto. Decidido habla con él, le cuenta su apuro y su pretensión, que está dispuesto a todo. Y al día siguiente, tras localizar en el camposanto valenciano la ubicación precisa donde se inhumaron los restos de Emilia, todo queda arreglado con el pago de 250 pesetas por el nicho, título de propiedad y carta de pago con fecha del óbito de la difunta y otros suplidos especiales. Pasados dos días, el 24 de diciembre, día de nochebuena, todo se realiza con la debida discreción. Los restos de Emilia Vidal Esteve son depositados en el nicho 1501, y en la lápida colocada, inscrita la fecha del óbito: 25 de noviembre de 1876.




   Desde entonces, ya de vuelta en Madrid, todos los años, por el tiempo de Todos los Santos, García Valero hace llegar 30 o 40 pesetas para el ornato del nicho 1501, donde descansa su primer amor. Quiere además el destino que Vicente se case de nuevo, y que lo haga con una hermana de Emilia, que tengan una hija, a la que ponen el nombre de la hermana ida y que al poco la desgracia cause en él un nuevo dolor: el de la pérdida de ambas. Sin esposa, sin hija, desposa a su cuñada Amparo, la tercera de las hermanas Vidal Esteve.

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   En octubre de 1912 las economías en casa de Amparo y Vicente no están para alegrías. Se acerca noviembre y ese año el escaso peculio disponible no es bastante para enviar a su hermano las cuarenta o cincuenta pesetas necesarias para adornar el nicho de Emilia, el 1501. No habría ese año flores ni huesos de santo ni caprichos, pero sí había urgencias y gastos que no admitían demora.

   Una de ella es una visita al odontólogo don Ramón Alcaide. Al terminarla, Vicente con su mujer abandonan el gabinete de don Ramón que está en la calle de la Montera, número 21, cuando en la casa de loterías que había frente a la iglesia de San Luis, en la misma calle de la Montera, aparece como una visión un billete a la venta con el número 1501, para el sorteo del día 10 de octubre.
   ─Cómpralo, llevemos un décimo, le incita Amparo.
   Y lo compran.

   Días después, al salir del teatro Apolo, donde trabaja, Vicente compra “La Correspondencia de España”. Al llegar a casa mira la lista de premios. El número 1501 está premiado, y con uno de los premios importantes. Vicente lo vuelve a mirar, Amparo lo comprueba. El décimo tiene un premio de 600 pesetas. Una fortunita.

   Aquel año, en el día de las ánimas, el nicho 1501 del cementerio de Valencia tampoco quedaría sin flores.

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