VIAJES EN TERCERA PERSONA. SEGOVIA

    El viajero entra en Segovia, atardeciendo, por la avenida del Padre Claret, desde la que ve, a contraluz, la silueta del acueducto. Aquí, como en ningún otro lugar puede ver como los romanos hicieron obras para durar. Hace casi dos mil años empezaron a colocar piedra sobre piedra, de modo que cada una de ellas sujetara a la siguiente, o a la anterior, porque el viajero no está seguro de cual es la piedra que hace que todo se mantenga así desde que, en tiempos de Domiciano, se alzasen sus arcos hasta los veintiocho metros de altura en la popular plaza del Azoguejo. El viajero cruza los arcos en un sentido y en otro varias veces. Toca los bloques de granito, casi megalíticos, que son la base del monumento. Comprueba, como ha leído, que no hay nada que una unas piedras con otras y comienza a subir por la calle Cervantes, que más adelante se llama Juan Bravo y siguiendo Infanta Isabel. Al principio, en la de Cervantes el viajero ve la casa de los Picos, nombre más noble para la que antes fue llamada Casa del Verdugo o del Judío; más adelante el torreón de Lozoya y cerca la iglesia de San Martín, en un ensanche de la calle, con un atrio porticado, bajo la mirada permanente desde hace más de ochenta años de un Juan Bravo vaciado en bronce, por el escultor Salinas en 1921, que ese nombre y tiempo son los que figuran al pie de la obra. Tiene el comunero, a su mayor gloria, además de estatua, calle y teatro en la plaza Mayor; y muchos comercios también le rinden homenaje rotulando los establecimientos con su nombre.










   En la plaza Mayor está el ayuntamiento, herreriano, con soportales, como todos los edificios de la plaza. Allí, el viajero se refresca en una de las terrazas que la ocupan. Sentado junto a una columna de los porches del ayuntamiento ve el ábside de la catedral. La llaman “la dama de las catedrales” y lo hacen con acierto, porque difícilmente se puede ver mayor coquetería que la que exhibe su gótico florido. No será aquí donde el viajero le prive, por no decirlo, de dicho título, que bien ganado lo tiene. Fue la última gran catedral gótica construida, cuando ya el arte ojival había perdido toda austeridad y se manifestaba como un exuberante ramillete de piedra tallada: pináculos, gárgolas, arbotantes; así terminó el gótico, así le sucedería el arte renacentista que le siguió, que acabó degradándose hasta lograr tener su propio nombre: Barroco.

    El viajero deja para otro momento la mirada del interior. Entra en un restaurante. Sirven cochinillo, cordero, todo tipo de asados, judiones de la Granja. Pide judiones. El plato lleva morcilla, chorizo de Cantimpalos, magro y algo de tocino de cerdo y, judiones; luego toma un asado de cordero. Reposa un rato, y sale a la calle.

    El viajero una vez visto el interior de la catedral se dirige al alcázar. En sus jardines ve el edificio del laboratorio de química. Entre este y otro instalado en Madrid, dotados de todos los medios que en la época había, Joseph Louis Proust, eminente químico francés, traído a España por Carlos IV, impartió clases y enunció la ley de las proporciones definidas.

    El viajero entra en el alcázar, lo recorre todo y se asoma a las terrazas. Mira al norte y ve lejos, en lo alto de una loma, un pueblo. Es Zamarramala. El día de Santa Agueda es día de fiesta en dicho lugar. Se elije alcaldesa y mandan las mujeres por un día. Mas cerca, el viajero ve una pequeña iglesia. Tiene planta dodecagonal y una torre cuadrada. Es la iglesia de la Vera Cruz. El viajero va a ir a verla. Desciende del alcázar, cruza el río Eresma y se planta ante la pequeña iglesia. La leyenda asegura que fue obra de los templarios, pero fue la Orden del Santo Sepulcro, que se integraría después en la de San Juan de Jerusalén, la que dio orden de construirla. Ahora es la Orden de Malta, heredera de aquéllas la que la guarda y celebra diversos actos en el templo. El viajero pasea por su interior. Original y misteriosa, su galería interior, circular, rodea un edículo, construcción formada por planta baja y piso alto al que se accede por dos cortas escaleras. En la planta baja, que tiene cuatro entradas, que se prolongan en forma de túnel hasta el centro, el viajero sorprende, sentada en el suelo, en meditación, a una muchacha. Esta allí, con los ojos cerrados, callada. Le llega un rayo de luz que entra por la puerta abierta. El lugar tiene fama de misterioso y esotérico. Uno de esos puntos telúricos que algunas personas dicen sentir. Y, la presencia de la muchacha parece confirmarlo. El viajero algo incrédulo de estas cosas sale de la capilla y siguiendo el curso del Eresma llega a un parquecillo. Desde allí la vista del alcázar es una de las más usadas en las postales. Pero además de la vista el paraje guarda el santuario de la Patrona de la ciudad: la Virgen de la Fuencisla. Al patrón, San Frutos, ya lo vio en la catedral.

    El viajero vuelve al centro. Pasea por los barrios segovianos: el de los caballeros, el de los canónigos; callejea un rato y sale de Segovia. Va a ver el palacio de La Granja, desmesura del primer Borbón que tuvo España, Felipe V, y su esposa la reina Isabel de Farnesio; pero eso será otra historia.
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HÉROES

    Valor y generosidad son sus principales atributos. Pusieron su vida en peligro o llegaron a perderla, porque juzgaron que así era como cumplían con su deber, o porque creyeron justa la causa que les impulsaba a actuar. Muchos son anónimos, nada se sabe de ellos ni de lo que hicieron; otros, unos pocos solamente, han logrado permanecer en la memoria de los hombres. La Historia les recuerda.

    A finales del siglo diecinueve España defiende como puede sus últimas colonias americanas. Las condiciones de lucha son terribles en la manigua cubana. Las bajas abundan tanto por las acciones de guerra contra los insurgentes independentistas, como por las adversas circunstancias que desgastan a unas mal pertrechadas tropas.

    Eloy Gonzalo era un muchacho humilde criado por la familia de un guardia civil que lo adoptó, pues Eloy había sido abandonado por su madre al nacer. No tuvo suerte el joven Eloy, que perdió a sus padres adoptivos cuando era poco más que un niño. Tenía veintiún años cuando se alistó como soldado. Una borrachera y un expediente por desobediencia dieron con sus huesos en un penal militar, hasta que la indulgencia llegó en forma de pasaporte a Cuba.

    Allí, en los momentos difíciles del combate, aflora el carácter de Eloy. En Cascorro las tropas españolas libran combate contra los insurgentes, que tratan de tomar la población defendida por el capitán don Francisco Neila al mando de unos ciento setenta soldados. Corta fuerza frente a los dos mil atacantes. El enemigo desde un caserón cercano arrecia con disparos sin cesar. La situación es insostenible. Eloy, a sus veintisiete años, se ofrece voluntario. El 22 de septiembre de 1896 se presenta ante el capitán Neila:
    ─Sólo necesito un bidón de petróleo, una antorcha y que aten un cabo a mi cintura. Me arrastraré hasta la posición enemiga y la incendiaré─ dice Eloy.
    ─Es muy peligroso, es casi seguro que serás descubierto, y las consecuencias terribles ─ le avisa el capitán.
    ─Lo sé, mi capitán. Por ello es preciso que me aten con la soga. Si soy abatido, quiero que recuperen mi cadáver tirando de ella. No quiero quedar, ni siquiera muerto, en poder del enemigo.

    Con valor inmenso, Eloy repta camino del caserón, lo incendia y regresa. Es un héroe. Todos se lo reconocen, sin embargo, la fatalidad se ceba en él. Lo que no pudo el enemigo de su patria, lo consigue el enemigo que se ha introducido en su sangre. El 18 de junio de 1897 muere en Cuba, convaleciente de unas fiebres adquiridas en la selva, cuando todavía no había pasado un año de su gesta.

    Así, con el bidón bajo el brazo y con una cuerda, que no hizo falta usar, rodeándole el cuerpo, está representado el héroe en la estatua que, en 1902 el rey Alfonso XIII inauguró en la castiza plaza de Cascorro de Madrid.


Eloy Gonzalo
Al pie del monumento está escrito:
EL
AYUNTAMIENTO
DE MADRID
A
ELOY GONZALO
1901
 
    Dos años después, a 15.419 kilómetros de distancia, otro grupo de españoles defendía la escasa superficie ocupada por la iglesia de un pequeño poblado de chozas en la isla filipina de Luzón: Baler es el nombre de este lugar, alejado y mal comunicado de Manila. Los cincuenta y cuatro militares que se parapetaron con mucha munición, pero con poca comida quedaron reducidos a treinta y tres once meses después. El fuego enemigo y el beriberi(1) fueron las causas principales de tantas bajas en una tropa que comenzó defendiendo suelo español y sin saberlo, y sin quererlo saber durante mucho tiempo, acabó defendiendo un pedazo de tierra que ya no lo era(2).

    Durante la resistencia hubo actos de cobardía y deserción como los de José Alcaide Bayona que, descubierto en sus intenciones de traición, fue sujeto con grillos, hasta que en un descuido logró escapar y llegar hasta las filas enemigas, que le acogieron y a las que puso al corriente de cuantas penalidades pasaban los sitiados y de las carencias que soportaban(3); pero fueron más los actos de valor: Gregorio Catalán Valero, un joven de Cuenca, de veintidós años, labrador antes de ser soldado, tomó una antorcha y, como émulo de Eloy Gonzalo, aunque sin cabo que permitiera recuperar su cuerpo si era abatido, prendió fuego a las casas de paja que rodeaban la iglesia y suponían parapeto de los atacantes y base en la construcción de trincheras muy próximas a la iglesia, ahora castillo. Como el héroe cubano, regresó sano y salvo al protector refugio, y los sitiadores estuvieron, desde entonces, un poco más lejos. Muchas otras proezas se llevaron a cabo, que son mayores cuanto mayores eran las adversidades, y éstas eran muchas. A la falta de comida, había que añadir el confinamiento de tantos hombres en tan corto espacio, la falta de higiene y de ropa y calzado al final. Pero pronto todo iba a terminar; ya en las últimas, a punto de lanzarse a la jungla en huida antes que entregarse, un diario entregado, como tantos antes, que creían los sitiados falsificación y superchería para hacerles salir, demostró el error en el que se encontraban. El Imparcial que tenía el teniente Martín en sus manos, que hablaba de la rendición de España seis meses antes, y de otras muchas noticias, todas falsas a su juicio, por ser igualmente falso el periódico, contenía una nota verdadera que convertía en verdad todo lo demás. Decía la nota que el teniente Francisco Díaz Navarro había sido destinado a Málaga; y esto sólo lo sabía él, porque Francisco Díaz era amigo suyo, habían sido compañeros en el mismo regimiento y le había dicho, como se hablan los amigos, que cuando acabara su destino en Cuba pediría el traslado a Málaga. Su novia estaba allí y también su familia.

Quizá nunca, tan pocas palabras hayan puesto fin a una guerra. Aquella había terminado por fin para los últimos de Filipinas.


(1) La enfermedad del beriberi, consistente en la falta de vitamina B1, produce trastornos de tipo nervioso, hormigueo, calambres en las piernas, parálisis muscular, confusión mental, coma y finalmente la muerte.

(2) El 30 de junio de 1898 se cerró la puerta de la iglesia de Baler. Cuando el 14 de agosto de ese mismo año España capituló ante los Estados Unidos, dicha puerta siguió cerrada, y así seguiría hasta el 2 de junio del año siguiente, fecha en la que se abrió ante las evidentes pruebas de las derrota española.

(3) José Alcaide Bayona sintió un odio cerval por el teniente Saturnino Martín Cerezo, el teniente que debió hacerse cargo del destacamento al morir el Capitán Morenas a los tres meses de comenzar el sitio. Ya entre las filas enemigas, Alcaide difundió la especie de que el teniente Martín Cerezo había asesinado al capitán, pero dicha patraña acabó siendo descubierta. Finalmente José Alcaide fue traído a España junto a otros desertores y, encarcelado, inició una huelga de hambre que, pese a los intentos de alimentarlo a la fuerza, acabó con su vida.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: DE CÁCERES A LISBOA (II)

    El viajero entra en Lisboa por el puente 25 de abril. Antes tuvo otro nombre, pero el pueblo ya disfrutando de la democracia, gracias a una revolución pacífica y floreal, se lo cambió. El puente es inmensamente largo, inmensamente alto. También es inmenso el tráfico que soporta. Tiene cincuenta años, y resulta tan admirable como una catedral de quinientos. Se pregunta el viajero cómo habrá que calificarlo dentro de cuatrocientos cincuenta años.

    A don Sebastiao Carvalho e Mello ha de agradecer el viajero que vea Lisboa como es. El que fuera hecho ministro y marqués por la gracia de su rey, don José I, mandó construir siguiendo los gustos racionalistas de la Ilustración la cuadrícula de calles en la que colocar a los menestrales, que sobrevivieron al gran terremoto que, en un visto y no visto, dejó Lisboa con un gran solar y treinta mil almas menos. El viajero deambula arriba y abajo por la Baixa Pombalina. Edificios abuhardillados, decimonónicos casi todos, jalonan las calles que fueron de los artesanos que les dieron nombre; hoy en la rua do ouro poco de este metal dorado podrá encontrar el viajero; tampoco encontrará mucho que justifique su nombre en la rua da plata; ni siquiera será fácil que en rua zapateiros pueda calzarse un par de mocasines nuevos. Lisboa, como otras grandes ciudades, crece, y modifica los hábitos comerciales de sus vecinos. No dirá el viajero porqué sucede esto, que para ello ya hay sesudos técnicos que lo cuentan; pero sí dirá que el resultado de ello es que a la plaza a la que le pusieron por nombre “del comercio” poco tráfico comercial le queda. Lo que ve, y en exceso, es el tráfico automovilístico, y también al rey don José que, cincelado por la hábil mano de Machado de Castro, parece salido del Arco Triunfal, que deja a sus espaldas, para asomarse al río Tajo que, desde su pedestal ve.
El viajero sabe que Lisboa es ciudad de alturas. Como Roma, está cimentada sobre siete colinas de las que el viajero desconoce el nombre, y aún ignora si lo tienen; así que piensa que será bueno verla desde arriba, y a ello se dedica. Utiliza el elevador de Santa Justa, que le sitúa treinta y dos metros por encima de las cabezas de quienes corretean por la rua do ouro. En lo alto, un suave céfiro despeja la mente del viajero y limpia la atmósfera de la ciudad. El viajero respira bien y ve mejor. Apoyado en los herrumbrosos hierros del mirador, ve lo ya visto, y de lo que no hablará más, que ya ha dicho mucho y no conviene extenderse en lo que no da más de sí. Mira a la izquierda, donde está el Norte y ve otra gran plaza con otro gran rey en su centro: Don Pedro, que de Portugal fue cuarto y de Brasil primero.

La plaza de Rossio desde elevador de Santa Justa.

    Junto a la plaza de Rossio el viajero no ve, pero sabe que está, la Plaza da Figueira. Allí han puesto no hace mucho, sobre caballería a don Joao I. De este monarca decir que fue el que derrotó a los españoles en Aljubarrota, consolidando la independencia lusitana; de su estatua el viajero no dirá nada más que está orientada al sur, mirando al Tajo del que, desde su reinado, el primero de los Avis, comenzarían a zarpar los barcos que traerían a Portugal el oro y las riquezas de la parte del mundo que España les dejó. El viajero ya vio en la Baixa como don José también se asoma al río, y lo mismo hacen don Pedro desde el Rossio y el marqués de Pombal desde su plaza, al final de la avenida de la Libertad. El viajero mira al frente, al oriente. Allí ve el castillo de San Jorge, y algo más a la derecha la Sé. Piedras enrojecidas por la arrebolada luz del sol que en su declinar dan sombra a la Alfama. El viajero, que ha satisfecho sus ganas de ver como si fuera un gerifalte toda la ciudad, no tiene vocación de pájaro, así que pone pies en tierra y va a Alfama.

    La esencia de Lisboa dicen que es el barrio, que con pies de plomo, resistió el gran terremoto que Voltaire hizo ver a Cándido desde el cercano puerto. Alfama, de resonancias árabes tiene cierto encanto, como sus vecinas Graça y Mouraira, donde dicen nació el fado, que hoy se escucha en el Chiado y en el barrio Alto. Barrios viejos, descuidados en muchas de sus partes, pero con fama, de la buena. Alfama es la elevación a la categoría de joya lo que otros lugares reclamaría la acción de la piqueta. Abajo, la casa dos Bicos, palaciega, entre admirada cochambre; subiendo, calles húmedas, empinadas, casi arriscadas. El viajero sube, baja, vuelve a subir. Va de un lado a otro y aparece en el mirador de Santa Lucía. Baja a la Sé, mitad iglesia, mitad fortaleza. Las torres almenadas la hacen castillo, el rosetón que pusieron entre aquellas, casa de Dios. Dentro el viajero ve tres naves, románica la central, con triforio, góticas las laterales y la girola. Allí las capillas, bien iluminadas, tienen meritorias sepulturas de factura gótica. No sale el viajero de la catedral sin ver una vitrina con valioso nacimiento barroco realizado por escultor de reyes. Machado de Castro puso al rey don José I en el Terreiro de Pazo y al Niño Jesús, también Rey, y de reyes, en la Sé lisboeta. Al lado, el viajero también ve la pila bautismal en la que fue bautizado Santo Antonio, el santo al que los italianos y parte del mundo cristiano hacen padovés.


Discutir si Lisboa tiene Santo propio es cosa posible, no lo es discutir que hay ángeles. Es viajero los vé y muchos en los azulejos que adornan iglesias, palacios y hasta fachadas de humildes casas de vecinos. El viajero no logra resistir la tentación de tener la propiedad de una imitación de aquello que le gusta. Le asegura la vendedora que está pintado a mano y que es obra de la fábrica de Santa Rufina, que está calle arriba camino del castillo: “Puede subir hasta la fábrica. Tiene un gran horno que podrá ver”. Le entrega un trozo de papel con su nombre y una recomendación para la visita y le apremia advirtiéndole que es tarde y que están a punto de bajar la persiana. El viajero aprieta el paso, va subiendo y al rato, falto de resuello, se detiene. No ve fabrica alguna, ni la de Santa Rufina, ni la de Santa Justa, que fue hermana suya, también mártir y protectora de ceramistas. El viajero vuelve sobre sus propios pasos, y casi sin querer, en un ángulo de la calle ve el taller buscado. Está cerrado, no por que sea tarde, sino por vacaciones; pero no tiene persiana. Se asoma y a través del cristal del escaparate ve, al fondo, el gran horno donde se coció el barro que se lleva de Alfama.
   
    Al día siguiente el viajero vuelve a Alfama. En largo da Sé, toma el tranvía número 28(1), que a estas horas de la mañana todavía tiene asientos libres y llega al Chiado, al otro lado de la Baixa. El barrio sufrió un pavoroso incendio algunos años antes de la llegada del viajero; pero ningún resto de aquel infierno ve. Las autoridades se aplicaron con diligencia en la reconstrucción. El viajero sube por rua Garret, toma café en A Brasileira, porque ha madrugado, lleva el estómago vacío y le apetece. Allí, en la terraza, todavía solo por lo temprano de la hora, un bruñido Pessoa de tamaño natural, sentado como lo estaría un cliente del café espera la llegada de contertulios. El viajero sabe que acudía allí a leer, hablar y beber. Leyó el viajero, no sabe donde, que en la taza de café se hacía servir el aguardiente o la absenta, muy popular en aquellos años hasta que su fama de perniciosa la convirtiera en licor prohibido. Pintores, literatos y otros cultivados hombres se aficionaron a ella. Van Gogh perdió su oreja a resultas de una borrachera de absenta. Sus principios narcóticos y su elevado contenido en alcohol fueron causa posible de genialidad y destrucción de quienes de ella dependieron. Van Gogh perdió una oreja, Hemingway la vida.

    Al viajero estas cuestiones de vida y muerte le traen a la mente lo visto en uno de los lugares más populares de Lisboa. La gente que allí acude es mucha. Al Campo Mártires de la Patria la gente va con sus flores, cirios y pequeñas losas de mármol que depositan en agradecimiento de favores y curaciones. El doctor Sousa Martins fue un médico bacteriólogo muerto hace ya cien años largos, y que a pesar del tiempo pasado no ha sido olvidado. Se le erigió monumento de la mano de Costa Mota, y aún hoy sigue la base del mismo sepultado bajo una montaña de estelas que de lejos recuerdan una escombrera. Una mujer de piel bien oscura, curtida por el sol, tiene parada a la sombra del médico. Despacha flores, velones, y da explicaciones: “Fue médico que se dedicó a los pobres, curando a muchos” cuenta la santera al viajero y otros dos visitantes, que curiosean por estos barrios tan cercanos al centro y tan alejados de la mirada de los turistas. Aún hoy se le rinde culto en una mezcla de superstición y religión; que la fe mueve montañas se sabe; y en el doctor Sousa muchos lisboetas tienen supersticiosa fe. El viajero confía en que la fe en el bondadoso doctor no lo sea en exceso, acaso de serlo sea un bulldocer, quién deba mover la montaña de escombros que ahogue al buen doctor.

    Al viajero, que subió al Campo Mártires de la Patria en el funicular de Lavra, el más antiguo de Lisboa, que bien pudo ser estrenado por el médico sanador, le queda poco tiempo y mucho por ver. No ve el Museo Gulbenkian, que tiene colecciones variadas de mucho provecho. Un retrato de la esposa de Rembrand, único conocido de dicha señora(2), está en las salas del museo fundado por el mecenas armenio que eligió Lisboa como casa. Sí ve la torre de Belem, hundidos sus pies en las aguas del Tajo, y el monasterio de Los Jerónimos, que muy cercano al río al viajero se le antoja estar viendo un barco en dique seco. Joya del arte manuelino, cuesta creer que haya sido labrado en piedra. El pórtico lateral resulta tan excesivo que podría creer el viajero que fue hecho con molde y no con cincel.
No puede el viajero conocer Lisboa y desconocer la sierra de Sintra, reducto de verdor florecido con los palacios de verano de los reyes y de los aristócratas que revoloteaban en torno suyo, pretendiendo obtener grandes favores a cambio de pequeños servicios. El viajero toma la carretera que bordea el estuario camino del mar. Llega a Estoril. Ve los jardines del Casino. Están bien cuidados, pero no le impresionan. Sigue camino y antes de llegar a Cascais, ve, casi en medio del río o del mar, el que llaman de la Paja, un islote. Es el islote de Bugío, que tiene faro, pero que parece fortín. Mandó construirlo Felipe II, cuando aquellas aguas y también las tierras eran España.

    Más adelante, en la hoy turística Cascais, el viajero hecha una rápida mirada a los acantilados de la “Boca do Inferno”, donde dicen que el mar resopla enfurecido formando surtidores de atomizada agua marina. El viajero llega con marea baja y calma chicha. Lo que debería estar lleno de espuma está vacío, y por tanto los bordes del precipicio y los miradores llenos de curiosos turistas en pantalón corto. El viajero se asoma un instante, calcula la profundidad de la sima y, dando media vuelta, se aleja camino de Sintra y su sierra.

    En la sierra de Sintra, el viajero sabe que hay palacios reales que admirar; pero se dirige adentrándose en la espesura de sus bosques hacia el Monasterio dos Capuchos, aquel que permitió decir a Felipe II, que en sus dominios se encontraba el monasterio más rico del mundo, el que construyó para ser enterrado, y el más pobre, a lo que el viajero añade, frío, húmedo y destartalado. Medio escavado en la roca, una sucesión de pequeñísimas habitaciones, en los que no se puede estar de pie integran la casa de unos monjes ascetas, que cubrieron sus paredes y techos con láminas de corcho como único amparo a los rigores del frío y la humedad.

(1)Aunque hay un tranvía turístico, pintado de color rojo, que realiza un recorrido por los lugares más típicos de Lisboa en horarios comerciales, el 28 de la red de eléctricos de la ciudad, pintado de amarillo, realiza su viaje ordinario entre Alfama, Graça y el Chiado, camino de Belém y el monasterio de San Jerónimo.
(2)Eso es lo que el viajero lee; aunque sabe que la esposa del pintor, Saskia, sí fue retratada por el artista en dos grabados que el viajero ha visto. Supone, por tanto, que se referirá el texto leído a un retrato al óleo.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA: DE CÁCERES A LISBOA (I)

    El viajero llega a Cáceres y busca la plaza Mayor, donde en tiempos pasados se celebraban todo tipo de espectáculos: desde justas medievales hasta corridas de toros. Allí está el Arco de la Estrella, que da paso a la ciudad monumental. Desde la plaza Mayor, el viajero cree que sabrá orientarse. No es así. El viajero ve a un hombre sentado sobre los escalones de los soportales, en un extremo de la plaza. Le pregunta por la plaza de San Juan. El hombre levanta la cabeza y molesto, le espeta al viajero, como si fuera cosa imposible no saberlo, que la plaza de San Juan está donde la iglesia del mismo nombre. Al viajero, que anda sofocado por los cuarenta grados que abrasan, y amenazan con reducir a cenizas a cuanto ser andante se atreva a circular por estas calles, le viene a la mente aquello del huevo de Colón: no sabe si fue antes el huevo o la gallina. Ahora, con los sesos a punto de hervir, al viajero le da igual si fue primero la iglesia o la plaza. El viajero tiene otras urgencias; por fin, el hombre apunta con un dedo en la dirección en la que debe estar lo que el viajero busca, y el viajero conformado le da las gracias y se encamina hacia su destino, ya muy cercano.

    Tras refrescarse, el viajero está listo para hincarle el diente al pastel que como en bandeja de plata se levanta dentro de las murallas que guardan la ciudad monumental.

    El Arco de la Estrella, que ya ha visto al llegar, es de lo mas moderno que podrá ver el viajero, es obra hecha en el siglo XVIII por el barroquísimo Churriguera. Deja a un lado la Torre de Bujaco y permite la entrada al cogollo monumental del antiguo Cáceres.

Cáceres. Torre de Bujaco y Arco de la Estrella

    El palacio Arzobispal, el palacio de los Ovando y la catedral de Santa María forman plaza. Es la catedral obra de más de dos siglos y por ello, amalgama de estilos arquitectónicos. Es en el interior donde se degustan las guindas del pastel cacereño. Enmarcadas por los arcos ojivales y las crucerías de las bóvedas, las filigranas platerescas de las sepulturas adornan los nichos de las naves laterales, y hacen dudar si se trata de nichos que acaban siendo capillas o capillas usadas como habitáculo eterno de quienes fuera dominaron la ciudad absolutamente, dentro del recinto amurallado, dejando al pueblo las faldas del cerro. La portada de la sacristía es obra de Alonso de Torralba y la hizo, como si fuera de plata, pero en piedra, allá por los primeros años del mil quinientos. Entre la sacristía y la capilla mayor hay un Cristo: gótico, negro, que parece vivo aún después de muerto: “Es sacado en procesión por las calles” escucha el viajero al guía que conduce a un grupo de visitantes. El viajero se recrea con el fastuoso trabajo realizado por Roque Balduque y Guillén Ferrant, que es de justicia que se sepa que fueron ellos, y no otros, quienes hicieron en madera de cedro el retablo de la capilla mayor.

    En el exterior al viajero le faltan ojos, que no vista, para tanto palacio. El de los Golfines de Abajo pasa por ser joya plateresca. Tiene una esquinada torre con robustos matacanes; y el viajero piensa que tales alardes defensivos trajeran causa de rivalidades entre señores mal avenidos. El de los Golfines de Arriba, también palacio, también fortificada su torre con matacanes, fue de las pocas que se salvó de ser desmochada por Real Orden concedida por los Reyes Católicos, que fueron quienes habían autorizado su construcción, a condición de que en la fachada que miraba al palacio de los Saavedra, que se habían opuesto a su construcción, no se abrieran huecos. El palacio, que ha padecido múltiples vicisitudes durante su larga historia, fue durante la última guerra librada entre españoles lugar donde se proclamó generalísimo de los ejércitos al militar sublevado. Hoy el palacio es en parte restaurante, donde es posible trinchar excelentes carnes. El viajero procura verlo casi todo: un poco de barroco construido por los jesuitas en el dieciocho y del que solo pudieron disfrutar durante doce años, pues fueron expulsados, nada más terminada su obra, por el rey que dicen fue el mejor alcalde de Madrid. Rodeado de ministros italianos, en pleno regalismo, se acusó a los miembros de la Compañía de tropelías e intrigas. No sería la última vez, que la Historia registraría otra expulsión. El cuarto voto siempre ha despertado recelos entre quienes han mandado, y ha servido más de una vez como causa de inicuas afrentas (1).

    El viajero, tras ascender por las escalinatas de la plaza de San Jorge, deja atrás las dos torres jesuíticas, y llega a la plaza de San Mateo. Aquí encuentra iglesia del mismo nombre, palacio de Las Cigüeñas -de las cigüeñas hablará el viajero más tarde- palacio de Las Veletas y convento de San Pablo.

    En este convento las monjas elaboran afamados dulces que expenden a través de un torno instalado en el zaguán de la fachada principal, bajo la espadaña de doble arco que advierte que aquello es casa de Dios. El viajero, goloso, se apresta a la compra. Se acerca al torno y ve un cartelito en el que lee “Hoy no se dispensa”. El viajero, con frustración, se aleja. Es fiesta de guardar, y las sores cumplen con el precepto. Al viajero le hubiera ido bien algún dulce: al paladar por lo del gusto, y a los músculos por lo del azúcar, que lleva mucho andado, y se van resintiendo.

    En la casa de las veletas, construida allá por el mil quinientos, hay un aljibe de la época de la dominación musulmana. Está en los sótanos del palacio, que fue antes alcázar moro. Todavía recoge agua de lluvia, que decantada en el fondo, limpia, quieta, refleja, gracias a una adecuada iluminación, las columnas, cuyas bases son romanas y los arcos de herradura, que formando cuatro arquerías con bóvedas de cañón, pasa por ser el aljibe más grande y mejor conservado de cuantos hay, ya sea en el mundo cristiano, ya sea en el musulmán. Siendo así su fama, no lo es igual su popularidad, muy injustamente disminuida; pero de estas cosas el viajero, que ya conoce algo de mundo, ha visto casos parecidos. En las plantas superiores el viajero ve los fondos que constituyen el museo provincial. Restos iberos de los carpetanos, romanos, árabes y la estatua original, hallada en las cercanías, del genio andrógino de los romanos, cuya réplica fue colocada, con desacierto, junto al abrevadero plateresco existente junto a la plaza Mayor.

    El viajero sale a la luz del día. Ha estado en el aljibe, hondo, oscuro, y la luz le ciega. Mira al cielo. Ve espadañas, campanarios, torres, desmochadas unas, otras no. En todas hay nidos de cigüeñas; zancudas de cuerpo blanquinegro y pico largo, que vigilan desde sus dominios calles y plazas. Tienen servidumbre de balcón. Allí vuelven año tras año, y allí tendrán sus crías lugar de crianza futura y mirador del quehacer humano.

    El viajero deja Cáceres. Surca carretera llana, recta. Ve dehesas. Espera ver toros a un lado, los ve; y puercos al otro, no los ve. No le importa. Sabe que los hay. Sabe que se alimentan de las bellotas que cuelgan de las encinas, que sí ve, y sabe que sus cuartos traseros, salados, prensados, colgados y curados son manjares que pocas regiones producen.

    En Portugal el paisaje es algo distinto, algo más montañoso. Olivenza queda cerca. Es español, aunque fue portugués durante ocho siglos, tiempo sobrado para que los portugueses añoren los tiempos de su dominio sobre la ciudad, que fue ganada para España por ese gran perdedor que fue Godoy. Al viajero le gustaría ir a Olivenza, pero sigue camino hacia el interior lusitano. Llega a Évora. Allí ve lo que puede; que en los sitios verlo todo supone quedarse a vivir.

    Hay en Évora ruinas romanas. Dicen que templo de Diana. No es seguro que sea así. Se le asignó esa advocación en la época romántica. El viajero rodea las ruinas, elevadas sobre una plataforma. El aspecto actual fue recuperado hace poco más de un siglo. Antes tuvo cerrados con muros los espacios intercolumnares. Fue fortaleza, matadero y se dedicó a un sinfín de usos bastardos, que no muestran más que el desprecio de las gentes por lo antiguo o el pragmatismo en épocas de miseria. Sólo ahora, con algo más de conciencia histórica y algo menos de necesidades materiales la humanidad se decide a conservar como fue lo que otros hicieron; pero sin exagerar, que el viajero ya ha visto desafueros notables que dejarían como mendaz lo dicho antes. El viajero usa una de sus cámaras. Lo que tiene delante lo ve en color, pero se lo imagina en blanco y negro. Dispara.


Evora. Templo de Diana

    Évora tiene catedral. La portada gótica, protegida por un atrio abre paso al interior, que tiene tres naves, la central en busca del cielo, se eleva más allá del triforio, máxima altura practicable para los comunes mortales. Las laterales, sin capillas, de lisas paredes hasta el inicio de la girola. El viajero sale de Évora. Deja cosas por ver. Ya volverá si puede. Rodea las murallas, atraviesa un arco del acueducto y piensa que pronto llegará a Lisboa.

(1) La Compañía de Jesús es la única orden regular que mantiene junto a los tres votos tradicionales el de la obediencia papal.
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¡QUÉ MALA SUERTE!

    Sin querer ahondar en cuestiones filosóficas acerca del fatalismo, la predestinación y el libre albedrío que lleven a discutir sobre la libertad del hombre, lo cierto es que hay ocasiones en las que suceden hechos indeseados, algunas veces de modo encadenado, que llegan a conmovernos por la indefensión ante lo irremediable.

    Y es que personajes de la historia tocados por la mala suerte hay muchos, pero si hay uno del que podemos hablar con propiedad de haberla tenido no es otro que el escritor uruguayo Horacio Quiroga.

    Casi recién nacido el pequeño Horacio quedó huérfano de padre. Un disparo de escopeta acabó con su vida. Si fue un disparo accidental o un suicidio no quedó esclarecido, el caso es que el pequeño Horacio quedó sin padre, aunque por poco tiempo. Su madre pronto contrajo nuevas nupcias; mas la mala suerte de Horacio no había hecho más que comenzar. Su padrastro muy deprimido a causa de una apoplejía decidió quitarse la vida, y no se le ocurrió peor manera que hacerlo con la escopeta que había dejado huérfano al chiquillo. En presencia de éste, Ascencio Barcos, que así se llamaba el padrastro de Horacio, apretó el gatillo del arma con el pulgar de su pie, muriendo en el acto.

    La vida de Horacio quedó marcada por el fatalismo y la desgracia. En mil 1902 Horacio Quiroga está en Uruguay. Ha regresado de Europa. En París ha conocido a Rubén Darío y a Manuel Machado, pero también ha pasado muchas penalidades. Y es en Montevideo donde la mala suerte le acecha de nuevo. Está en un hotel. Limpia el arma con la que su amigo Federico Ferrando se tiene que batir en duelo al día siguiente. Si el 6 de marzo de 1902 Federico debió morir o matar nunca lo sabremos. Accidentalmente a Horacio se le dispara el arma y pierde un amigo. La muerte de Ferrando ha sido fortuita, la justicia así lo entiende. Horacio queda libre y viaja a Buenos Aires.

    En 1910 contrae matrimonio con la jovencísima Ana María Cirés que le da dos hijos. El matrimonio se traslada a Misiones donde Horacio pone en funcionamiento una explotación agrícola, sin ningún éxito económico. Esto y el carácter atormentado de Horacio debieron ser la causa de que su matrimonio no durara mucho. Deprimida, Ana María también pone fin a su vida envenenándose.

    Aún continúan sus desgracias: pierde dos hermanos fallecidos a causa del tifus; pero entonces parece que su suerte cambia. Contrae segundas nupcias, esta vez con María Elena Bravo, treinta y un años más joven que él; sin embargo lo que puede parecer como la ruptura con la desgracia no es más que un espejismo. María Elena le abandona llevándose a la hija fruto del matrimonio.

    Y su mala suerte continúa con él mismo. Su salud nunca fue buena. Asmático desde la niñez, ahora a los cincuenta y ocho años se encuentra en un hospital. No es el asma la causa, sino una incurable enfermedad del estómago. Horacio pide permiso para salir. Se lo conceden. Cuando vuelve al hospital la vida se le está yendo. El cianuro comprado en una farmacia hace su efecto. A la mañana siguiente, 18 de febrero de 1937, yace sin vida en la cama del hospital.

    Sirvan unas rimas de Guillén de Castro escritas tres siglos antes para resumir la vida de quien se quedó en el intento de ser feliz.

                        Aquí yace un dichoso desdichado
                        que desdichado fue por ser dichoso.

*Algunos de los cuentos de Horacio Quiroga pueden leerse en http://www.patriagrande.net/uruguay/horacio.quiroga/cuentos.htm

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QUE EL CIELO LO JUZGUE

    Es una de las esculturas más famosas de su autor, y de entre las muchísimas que hay en el monasterio de El Escorial, de las más admiradas. Y la esculpió un artista tenido por corrupto, inmoral, sin más principios que aquellos que podían beneficiarle, mujeriego y sodomita al mismo tiempo y, asesino. Se podría pensar que con tal semblanza personal, hecha por los historiadores, según sus actos y su autobiografía “Vita”, su padre, Giovanni, un maestro de obras florentino y aficionado a la música, anduvo errado al bautizarlo con el nombre con el que expresaba la alegría de su nacimiento, de su llegada a este mundo: Benvenuto.

    El saludado y nombrado así por su padre nació al comenzar el siglo XVI. Su vida transcurrió entre amigos y enemigos, entre cuidad y ciudad. Ya de joven, en su querida Florencia, tuvo una disputa con los hermanos Guasconti, también orfebres: apuñala a uno de ellos y se ve obligado a huir, lo hace disfrazado de fraile. Su destino es Roma. Su fama crece, el Papa le quiere, le da trabajo y le protege. Allí participa en la defensa de la ciudad frente a las tropas de Carlos de Borbón, al que, se dice, ha matado de un disparo de arcabuz. No hay certeza de que fuera así, pero sí de que asesinó tiempo después a un guardia que en defensa propia había matado a un hermano suyo durante una pelea; y a Pompeo de Capitaneis, otro orfebre al que acusaba de quitarle el trabajo: dos certeros cortes con su puñal dan con el rival en tierra para siempre; pero Cellini es un artista famoso, quienes tienen el poder y el dinero quieren que trabaje para ellos, también el nuevo papa Pablo III, que le protege, como hizo el anterior, aunque también tiene enemigos, y algunos de ellos quieren vengar a sus amigos asesinados. Benvenuto huye. Primero va a Florencia, después Venecia, París, otra vez Florencia, otra vez Roma… y, nueva disputa, ahora con el famoso Bandinelli, al que tacha de mal escultor.

    Porque Benvenuto Cellini se tenía a sí mismo como un buen escultor, aunque fuera más conocido como orfebre. Lo cierto es que tenía genialidad sobrada para todo arte, y fue él quien, como inspirado por la gracia divina, realizó el Cristo de mármol blanco que hoy podemos ver en el monasterio escurialense.

    Esa inspiración le ha llegado en 1566, cuando Benvenuto tiene 66 años. Esculpe “el Cristo”. Primero lo realiza en cera, por fin en blanco mármol de Carrara. Está orgulloso de él. Aunque, durante su vida, no ha cumplido como un buen cristiano, Benvenuto, como él mismo dice, se considera inspirado por el Todopoderoso para realizar una obra que le sitúa al nivel de los más grandes escultores. El Cristo acaba siendo comprado por Cosme de Medicis, que no lo había aceptado como regalo del escultor. En 1576 Francisco I Medicis, sucesor de Cosme lo dona a Felipe II, que lo aprecia en lo que vale. Lo manda llevar al monasterio del Escorial, obra cumbre de su reinado: palacio, monasterio y sepulcro suyo. La desnudez del cuerpo, objeto de crítica, impide que sea instalado en la sala capitular. Los monjes se oponen a tenerlo donde se reúnen, pero no impide al rey Felipe admirar la perfección y la belleza de la obra. Queda instalado en una capilla donde aún está, cubierta su desnudez, pero igualmente admirable, tal y como lo concibió Benvenuto Cellini. Juzguemos sólo su arte: esplendido, y sea el cielo quien juzgue su alma, en la que creía como mejor parte del ser humano, según manifestó en su testamento.
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LA MÁSCARA DE HIERRO

    Que haya habido un hombre que, durante toda su vida, se haya visto confinado, sin ser culpable de delito alguno, y con el rostro oculto para que nadie pudiera reconocerlo, más aún, conocerlo siquiera, es algo que siempre ha despertado la curiosidad de historiadores, novelistas y en nuestra época directores de cine. Varias películas se han rodado, con más o menos rigor, relatando las desventuras de tan enigmático personaje.

    Aunque se ha dudado de su existencia; sin embargo, está comprobado por la historia que el enmascarado vivió, ya que se conoce el nombre de su carcelero, el mosquetero Saint-Mars, el lugar de su muerte, la Bastilla, y la fecha, el 19 de noviembre de 1703.

    También parece claro que no fue cubierto con una máscara de hierro. En realidad su rostro debió verse oculto por algún tipo de antifaz, probablemente del tipo veneciano, de terciopelo, que cubría frente, nariz y pómulos. Aceptada su realidad existen varias hipótesis acerca de la posible identidad de tan desgraciado ser. La más difundida, aunque no por ello la más verosímil, es la que le atribuye parentesco fraterno con el rey Luis XIV de Francia. Según esta teoría, el rey Sol no habría soportado la existencia de un gemelo que eclipsara su luz. Voltaire, influyente como pocos en el siglo XVIII, defendió esta hipótesis. Novelistas, pero también historiadores, en el siglo XIX, la apoyaron. El vizconde de Bragelonne, tercera parte de una trilogía formada por “Los tres mosqueteros” y “Veinte años después” de Alejandro Dumás padre, sirvió para difundirla. Pura fantasía, como lo fue también mucha de la historia difundida por autores románticos en el siglo XIX. Pese a ser aún la creencia más aceptada, historiadores más rigurosos y críticos rechazan dicha solución.

    Otra hipótesis sobre la personalidad del prisionero enmascarado recae sobre Nicolás Fouquet. Había entrado en la administración de la mano de su padre y poco a poco había ascendido hasta convertirse en ministro de finanzas. Amasó una gran fortuna y adquirió con parte de ella un palacio que acondicionó y decoró de tal forma que rivalizaba con los del rey. Preparó una gran recepción a la que asistió Luis XIV. El rey Sol, una vez más, envidioso, creyéndose oscurecido, mandó apresar a su ministro. Tras un largo e inicuo proceso, Fouquet no volvió a ver la luz. Surgen dudas sobre su muerte. Aunque se afirma que falleció en 1680, no consta certificado alguno de su muerte. ¿Permaneció preso después de su fallecimiento oficial? Fouquet hubiera tenido 88 años al morir en la Bastilla en 1703. Es improbable que fuera el enmascarado, pero no imposible.

    También pudo serlo Antonio de Matthioli. Éste era secretario de Estado del duque de Mantua. Joven, impulsivo, estaba en la cima del poder, y hacía uso de él. Para ello precisaba de mucho dinero, y a cambio de él ofreció a Francia una fortaleza, que no pensaba entregar: Casale. Luis XIV, engañado, lo capturó y ordenó fuera preso hasta el fin de sus días. Nadie preguntó por él. Tampoco su duque movió un dedo por salvarle.

    Estos personajes y otros muchos han sido propuestos por la imaginación popular y también por la de los estudiosos como el desgraciado enmascarado, habitante de la Bastilla, custodiado por el mosquetero Benigne de Saint-Mars, persona muy próxima al rey. Saint-Mars se llevó a la tumba en 1708 el secreto de su identidad, cinco años después del fallecimiento del hombre de la máscara de hierro.
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