SUEÑOS Y REALIDAD

   Los sueños han venido a perturbar la vida de los hombres desde tiempo inmemorial. La tradición yahvista nos cuenta alguno de estos episodios y la literatura ha usado más de una vez de las tradiciones islámicas, recreando hermosos cuentos sobre los sueños y los aconteceres venideros.

 Unos de los primeros sueños conocidos son los interpretados por José, el undécimo hijo de Jacob, su favorito, cuya historia(1), contada en el Génesis, nos relata también como se valió de la acertada interpretación de los sueños para eludir la esclavitud a la que sus envidiosos hermanos le habían condenado.

   Habían éstos decidido matar a su hermano José, pues estaban celosos de que fuera el preferido de su padre. Además, José contó a sus hermanos un sueño que había tenido: les dijo que había soñado que estaban en el campo atando gavillas, cuando de pronto su gavilla se levantó, manteniéndose en pie, mientras las de sus hermanos permanecían postradas en el suelo. Ellos interpretaron que José les decía así que sería su rey y que deberían someterse a él; y le odiaron aún más. Cuando José fue enviado por su padre al campo para averiguar cómo estaban sus hermanos y el ganado que estaban cuidando, lo prendieron y lo arrojaron a un pozo mientras discutían sobre el destino que iban a dar a su hermano. Acertó a pasar por donde ellos estaban una caravana que iba camino de Egipto y aprovecharon su paso para vender a su hermano como esclavo; luego dijeron a Jacob que José había sido devorado por las fieras del bosque y entregaron a su padre la túnica manchada con la sangre de un cordero que habían matado para engañarle.

    Al llegar José a Egipto entró como esclavo en casa de Putifar, un rico oficial de la guardia al servicio del faraón. José por sus habilidades y conocimientos fue encargado por Putifar para llevar la administración de su casa. La esposa de Putifar se fijó en él y trató de seducirlo.
    ─José, ven, acuéstate conmigo.
   Pero José la rehusaba y le decía:
  ─Mi señor, Putifar, tu esposo, ha puesto toda su hacienda en mis manos. No manda ni hace ni deshace en ella, pues confía en mí. Sólo tú, su esposa, queda fuera de mi autoridad.
     Ella dominada por el celo insistía una y otra vez. Cierto día en el que se encontraban solos en la casa, la mujer se acercó a José y volvió a incitarlo:
   ─Yace conmigo, José ─le dijo, mientras lo sujetaba─, pero él rechazándola, se apartó, perdiendo parte de sus vestidos que quedaron en las manos de la mujer.
    En cuanto José hubo salido, la mujer comenzó a gritar, llamó a los criados de la casa y les contó que José había tratado de forzarla, pero que al gritar había huido dejando sus ropas.
    Cuando llego Putifar le contó lo mismo:
    ─ Trajiste un esclavo hebreo, que se ha apoderado de tu casa y hoy ha tratado de violarme, de apoderarse de tu mujer. Mira, éstas son las ropas que dejó cuando comencé a gritar y tuvo que huir.

   Al escuchar Putifar lo que su mujer le contaba, montó en cólera, y mandó prender a José, que fue encarcelado.

   Sin embargo, en la cárcel, al poco tiempo, el jefe de la prisión le encargó del cuidado de los presos. Coincidió estando él allí con el copero y el panadero del faraón, que habían sido encarcelados por ofender al faraón. José servía a estos dos presos y cierto día, cuando José los vio tristes y les preguntó qué les ocurría, le contaron los sueños que habían tenido la noche anterior.

   El copero dijo a José que había soñado con una viña que tenía tres ramas. De las ramas brotaban hojas y flores y al madurar crecieron racimos de uvas. El copero tomó las uvas, las exprimió y puso el mosto en la copa del faraón que la tomó con sus manos. José le dijo: las tres ramas son tres días. Dentro de tres días te llamará el faraón y te repondrá en el cargo que tenías. Luego pidió al copero que cuando fuera libre y estuviera cerca del faraón intercediera por él, pues era injusto que él estuviera allí, ya que no había hecho nada para merecer ese castigo.

   El panadero al ver que el copero salía tan bien parado en la interpretación de su sueño contó a José el que él había tenido. Le dijo que iba caminando y sobre la cabeza llevaba tres cestos de mimbre con pastas, pero los pájaros se acercaban y se las comían. José le dijo: los tres cestos son tres días. De aquí que pasen tres días el faraón te llamará a su presencia y mandará que seas colgado y las aves comerán tu carne.

   A los tres días llamó el faraón a los dos prisioneros, y se cumplió lo que José había dicho. Sin embargo el copero no le habló al faraón de José.

   Pasados dos años, el faraón soñó un día que estaba en el Nilo. Vio que salían del río siete vacas gordas y hermosas y tras ellas siete flacas y feas, y éstas se comieron a aquéllas sin que mejoraran su aspecto, que seguían raquíticas y feas. Otro día,  soñó de nuevo el faraón: vio que nacían de la tierra siete espigas grandes y granadas y después otras siete pequeñas y sin fruto, pero que se tragaron a las primeras. El faraón, preocupado por el significado de aquellos sueños, mandó llamar a todos los magos conocidos, pero ninguno supo interpretar sus sueños. Entonces el copero recordó a José y advirtió al faraón que cuando estuvo en la cárcel había un hebreo que sabía interpretar los sueños, pues a él mismo se los había interpretado con acierto.

   Mandó el faraón traer a José y le contó los sueños que había tenido. José escuchó atento y dijo:
   ─Los dos sueños son una misma cosa. Dios ─porque es él quien me dice lo que sucederá─ anuncia a Egipto que habrá siete años de abundancia y tras ellos siete años de penuria y hambre. Guarda durante los años de abundancia grano y provisiones, pues pronto llegarán los años malos y el hambre asolará toda la tierra.
  
    El faraón conforme con lo dicho por José dijo:
   ─Puesto que es Dios quien te ha dado la sabiduría serás tú quien ponga remedio a la desgracia que se avecina. Serás virrey de Egipto y todos harán lo que tú ordenes.

El Patriarca José. Estuco en la iglesia de los Santos Juanes de Valencia.
Obra de Giovan Giacomo Bertesi (Soresina, 1643-Crémona, 1710).
Forma parte del grupo de estatuas de las doce tribus de Israel que
decoran la iglesia. Muy deterioradas durante la Guerra Civil
Española, fueron restauradas a partir de antiguas fotografías.

   Y así fue como durante los años de abundancia, se llenaron los silos de grano y los almacenes de provisiones, y cómo cuando terminaron y llegaron los siete años de escasez Egipto no pasó hambre, y llegaban gentes de otros países en busca de comida.

                                                  *

   También nos habla de sueños un cuento, basado en tradiciones árabes, publicado por Gustav Weil hacia 1862 y recopilado después por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares en su “Antología de la literatura fantástica”.

   Cuenta como un hombre, de nombre Yacub, que había sido un rico hacendado, pero al que la mala fortuna lo había llevado a la miseria, quedó dormido bajo la higuera del patio de su casa. Allí tuvo un sueño que le advertía que volvería a ser un hombre rico. Debía vender lo poco que tenía y viajar a Isfahan, en Persia, donde encontraría su fortuna.

   Al despertar el hombre hizo lo que en sueños se le había indicado y poco tiempo después estaba en Persia, en busca de riquezas. Pero la mala suerte hizo que en las proximidades de la mezquita en la que pasaba la noche unos ladrones asaltaran una casa. Viéndose mezclado en la algarada formada, acabó siendo detenido y llevado ante el juez.

   Éste le preguntó por las razones de su presencia en el lugar, y el magrebí, hombre honrado, dijo al juez:
   ─No soy culpable de nada. Estoy en Isfahan por un sueño en el que se me decía que aquí abandonaría la pobreza y volvería a ser el hombre rico que fui.
   ─Iluso ─le dijo el juez sonriendo y compadeciendo la ingenuidad del hombre─  tres veces he soñado yo la forma en la que me haría rico, encontrando un tesoro en una casa de El Cairo, en la que hay un jardín, en el jardín un reloj de sol y más allá, en el centro, una higuera, bajo la que soñé se halla un gran tesoro. Vaya, buen hombre, a su tierra y resígnese con su destino. No son los sueños los que le sacarán de su pobreza.

   El juez compadecido le entregó unas monedas y le instó a volver a su casa. El hombre volvió a su ciudad y al llegar a El Cairo entró en su casa, llegó al jardín, miró el reloj de sol, tomó una azada, comenzó a cavar bajo la higuera que hay en el centro; y dejó de ser pobre.


(1) Aun con la dificultad que entraña situar en el tiempo los hechos, la mayoría de los estudiosos suponen que la historia de José sucedió en tiempos de la dominación de los Hiksos, intervalo de tiempo especialmente obscuro, pues de él apenas hay escritos ni monumentos que avalen cuanto se ha dicho, con certeza absoluta. La historia de los egipcios, bien documentada hasta aproximadamente el año 1730 antes de Cristo, sufrió un silencio casi absoluto hasta el año 1580. Ciento cincuenta años de los que poco se sabe, y en los que debió vivir José la historia contada en el Génesis. Si bien es cierto que no hay testimonio escrito, salvo la Biblia, de la vida de José  en Egipto y el poder que allí alcanzó, sí que se conserva aún el nombre de Bahr Yusuf, "Canal de José", para designar  un canal que surte de agua el oasis, hoy ciudad de Medinet-el-Raivum, situada unos 130 kilómetros al sur de El Cairo y que, según las antiguas leyendas, fue ordenado construir por el bíblico José, ministro del faraón.
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EL XIX. SE BUSCA REY

   Tras el triunfo de la Revolución, en febrero de 1869 se forman las Cortes Constituyentes. La pugna entre monárquicos y republicanos es el signo que marca el presente y lo hará en el futuro, pero la revolución no la han hecho los republicanos y jamás, ni el almirante Topete ni los generales Serrano y Prim, este último, en realidad,  auténtica “alma mater” de aquella aventura, piensan en una república. Así, la revolución, aunque antiborbónica, tiene vocación monárquica, pese a la tenaz oposición del republicano Castelar y los suyos,  y a nadie extraña que pronto sea presentado un proyecto de constitución que consagra la monarquía como sistema de gobierno, sin perjuicio de su talante liberal, auténticamente liberal.

   Una vez aprobada y promulgada el 1 de junio de 1969 la nueva constitución, Serrano es designado regente y Prim asume la presidencia del Consejo de Ministros. Prim, con Serrano “en jaula de oro”, según palabras de Castelar,  queda con la manos libres.

   A partir de entonces la elección de un rey se convierte en asunto capital, aunque no en el único quebradero de cabeza para Prim: la  supresión de las quintas, cuestión que Prim había enarbolado como bandera del cambio en los nuevos tiempos no se lleva cabo. La necesidad obliga. La guerra en Cuba, iniciada casi al mismo tiempo que la revolución en España,  precisa soldados y Prim, presidente del Gobierno y ministro de Guerra los necesita. Aun así anuncia la presentación de un proyecto de ley que modifique el sistema de quintas, reduciendo el tiempo de servicio y suprimiendo la redención por dinero, que libera de prestar el servicio a los mozos de familias pudientes. Sin embargo, cuando se discute la Ley, dicha exención, finalmente, no es incluida en ella.

  También los carlistas ocupan buena parte de las preocupaciones del conde de Reus. Las guerrillas del pretendiente don Carlos ayudan, y mucho, a deteriorar más aún la ya muy precaria paz ciudadana. De la delicada situación social da cuenta un caso sucedido en Tarragona, ciudad en la que se convoca una manifestación republicana bajo el lema: “Viva la Republica Federal”. La encabeza el general Pierrard, que es medio sordo para su desgracia y diputado para dicha suya. Durante el transcurso de la misma sale al paso de la manifestación  el secretario del Gobierno Civil, don Raimundo Reyes, que para hacerse oír por el sordo Pierrard, se ve obligado a gritar. Interpretadas aquellas voces por algunos exaltados como una discusión, aprovechando la confusión del momento, toman a don Raimundo y le dan muerte. El escándalo es tan grande que se detiene a Pierrard, al que se quiere hacer culpable de los hechos. Su condición de diputado le salvará de sufrir tan engorroso proceso.

   Nadie, ni la oposición ni los partidarios del gobierno ni los carlistas ni otras fuerzas sociales son ajenos al estado de inseguridad. Si los republicanos se echan al monte formando partidas guerrilleras, también partidarios del gobierno forman partidas violentas. La dirigida por un tal Ducazcal recibe el contundente nombre de “Partida de la Porra”. Felipe Ducazcal es propietario de una imprenta, se había significado mucho en el pasado editando octavillas en contra de la reina Isabel. Ahora, bien considerado, recluta en los barrios de Madrid a los integrantes de la banda, que revienta mítines, alborota en las manifestaciones y llega a mayores propinando palizas a ciertos periodistas molestos, alguno de los cuales muere a causa de las heridas producidas en los asaltos.

   Pese a todo la búsqueda de un rey es asunto principal y, desde luego, no es problema menor: “No hay nada más difícil que hacer un rey” dirá Prim en las Cortes un año después de haberse aprobado la Constitución. Descartados los Borbones por el jefe del gobierno en su célebre discurso de los tres jamases comienza la frenética búsqueda de un rey para España.

El general Prim. Grabado. Museo de Historia de Valencia
   
   Muchos nombres se pronuncian durante aquellos meses. Se busca en Portugal. Reina allí Luis, hijo de María II y Fernando de Coburgo,  el rey consorte, y se piensa que éste, viudo y más o menos libre de compromisos, es una buena opción; pero justificada o no la preocupación de una posible unidad ibérica el propio don Fernando rechaza la propuesta, que si adquiere algún compromiso no es otro que contraer matrimonio con la cantante de ópera Elisa Hendler. El desairado rechazo de don Fernando provoca de nuevo la reacción republicana. Otra vez Castelar habla en las Cortes: “En vez de andar por el mundo buscando un amo, y un amo al cual nosotros tenemos que pagarle, busquemos todos aquí de buena fe, lo que todos debemos buscar: la libertad, la prosperidad de la patria…”
  
   Descartado Coburgo, se mira hacia Italia. La casa de Saboya está bien vista en España, al menos entre los progresistas. Se ofrece el trono al joven Tomás Alberto de Saboya, duque de Génova, de catorce años, sobrino del rey Víctor Manuel. En España parece que tras arduas negociaciones cuaja la propuesta, más desde Italia llega la renuncia. Al parecer la madre del pequeño duque recibe noticias sobre la sombría situación española, de lo difícil que resultará para su hijo, de aceptar semejante envite, salir airoso. Rechaza, pues, el ofrecimiento. La inmediata consecuencia es una crisis de gobierno que se salda con la dimisión de los ministros Ruiz Zorrilla y Martos. Tampoco da frutos la opción de otro Saboya, el duque de Aosta, de momento.

   Los fracasos en el extranjero inducen a buscar dentro de España a la desesperada. Imposible o casi, el caso es que se piensa en el anciano Espartero. Retirado en Logroño desde hace años, el duque de la Victoria tiene casi ochenta años. Se habla con él, sin que nadie lo considere una opción seria, ni siquiera él mismo, que halagado declina, como todos esperan, la oferta.

   Inglaterra, Francia, Alemania, todos tienen su mirada puesta en España y en la elección de su futuro rey, todos tratan de obtener influencia o impedir que otros la obtengan en la elección.

   El eterno candidato, el duque de Montpensier, el Orleans casado con Luisa Fernanda, hermana de la reina destronada, preferido por los unionistas, ha ido ganando apoyos. Serrano, el regente ─en el que también se llegó a pensar como futuro rey(1)─ es uno de sus valedores. Finalmente también Montpensier queda descartado. No por la oposición del progresista Prim ni por la de Napoleón III, sino por la actitud del propio duque que en duelo a pistola dio cuenta de Enrique de Borbón. Había éste insultado al duque llamándolo pastelero francés,  y aquél ni corto ni perezoso retó al Borbón. El 12 de marzo de 1870 en un dramático duelo a pistola, Enrique resulta muerto y don Antonio, debido al escándalo, ve como todas sus pretensiones a lo que siempre aspiró, ser rey de España, se malogran para siempre.(2).

   Hubo otros candidatos: en el mes de junio, el alemán Leopoldo de Hohenzollern-Simmaringen declara su disposición a poseer la corona española. La falta de discreción dará al traste con esta opción. Enterado del asunto Napoleón III ─y también Eugenia de Montijo, que a estas alturas hace valer su opinión como ninguna otra─, presiona hasta conseguir la renuncia del aspirante y una guerra entre Francia y Alemania de la que aquélla saldrá mal parada. Tan mal, que supondrá el fin del Segundo Imperio.

   Por fin, en un nuevo intento, se logra que el duque de Aosta, Amadeo de Saboya, hijo de Victor Manuel II de Italia, esta vez sí, aunque con algo de ayuda británica, que veía en el príncipe italiano una garantía de paz, acepte la corona y que las cortes aprueben su nombramiento, por mayoría sí, pero sin entusiasmo. Es 14 de noviembre de 1870. España ya tiene rey.


(1) Las dificultades para encontrar rey y el ofrecimiento del trono al general Espartero pudieron hacer nacer en el regente, el general Serrano ─o más bien en su esposa─, la aspiración de ceñir la corona de España.  Era doña Antonia mujer mucho más joven que el general, de gran belleza, ambiciosa y carácter dominante, que no se privó nunca de terciar en los asuntos de su esposo.

(2) Años después verá a María de las Mercedes, sangre suya, casada con Alfonso XII,  como reina de España

Nota: Los detalles del novelesco duelo entre el duque de Montpensier y don Enrique de Borbón fueron relatados en "Le exijo una satisfacción".
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LANUZA, EL JUSTICIA AJUSTICIADO

   En 1578 Juan Escobedo es secretario de don Juan de Austria, el hermanastro del rey, el héroe de Lepanto. Está en España enviado a la corte por don Juan, que permanece en Flandes y se siente desatendido por el rey Felipe. Al llegar, frecuenta los mentideros, escucha, empieza a conocer lo que sucede en Madrid. Descubre que Antonio Pérez, secretario del rey, hombre inteligente y capaz, pero persona de doblez y escasa lealtad ─años después, bajo el pseudónimo de Rafael Peregrino será uno de los difusores de la Leyenda Negra─, mantiene relaciones con la princesa de Éboli, Ana de Mendoza, viuda de Ruy Gómez de Silva, antiguo paje, luego consejero y siempre amigo del rey Prudente.

   Escobedo y Pérez fueron amigos desde niños. Ambos habían estado al servicio de Ruy Gómez; pero las cosas, ahora, son de otro modo;  y sea por envidia, sea por mantener el buen nombre de su antiguo señor o por eliminar al viejo amigo, del que piensa tiene mucho que ver en el abandono en el que el rey Felipe tiene a su hermanastro, amenaza con contar las complicidades que hay entre el secretario Pérez y doña Ana, quien a sus casi cuarenta años y pese al parche que oculta la ausencia de uno de sus ojos, aún posee encantos suficientes para desatar pasiones y motivos bastantes para ganar para sí voluntades con las que lograr sus intereses.

   Las consecuencias de esa amenaza no se hacen esperar. En uno de los episodios más turbios del reinado del rey Prudente, el 31 de marzo de 1578, lunes de Pascua, Juan Escobedo es asesinado. 

   Si fue por mandato real aconsejado por el propio Pérez, que sin escrúpulo alguno, animaba la desconfianza entre el rey y su hermanastro, ahora en Flandes, o por iniciativa del propio secretario ha sido cosa discutida a lo largo del tiempo, gracias a las acusaciones que el Secretario haría en contra de su antiguo señor, incluso afirmando que fue el propio rey quien había mantenido relaciones con la hermosa doña Ana, de lo que no consta prueba alguna.

   Pero lo cierto es que la familia de Escobedo, al poco de su muerte, acusa al secretario del rey de ser el mandante del crimen. Pérez es detenido, pero durante largo tiempo nada se actúa de modo concluyente en su contra. La relajación en el proceso hace que éste se dilate en el tiempo, hasta que doce años después, el juez Rodrigo Vázquez de Arce da una nueva vuelta de tuerca al caso. Pérez, que había pasado los años anteriores en diversas cárceles o en libertad vigilada, es sometido a tortura. Nada claro se obtiene de sus declaraciones salvo la especie de involucrar al propio Felipe II en el asunto. En tan comprometida situación Pérez decide la fuga. El 19 de abril de 1590, disfrazado de mujer, se fuga de la cárcel. Llega a Aragón, vecindad suya, donde la jurisdicción del juez Vázquez no alcanza. En Zaragoza cuenta con el apoyo de los aragoneses y muy especialmente del Justicia de Aragón don Juan de Lanuza, que le hace ingresar bajo la protección de los fueros aragoneses como persona “manifestada”, que así se conoce a quienes quedan bajo la protección foral,  a salvo de las arbitrariedades de otros tribunales.

Juan de Lanuza. Ayuntamiento de Huesca

    Pero en Madrid el juez Vázquez no quiere soltar a su presa. Urde un plan. En connivencia con el Santo Oficio, se acusa a Pérez de hereje ─quizás de lo único de lo que se le acusa sin causa─  y se le condena a muerte. Sin embargo, cuando iba a ser trasladado a la prisión de la Aljafería, dependiente de la Inquisición, una algarada organizada por amigos de Pérez lo impide, y éste aprovecha para huir de nuevo, ahora a Francia.

   Ante el cariz que toman los acontecimientos, Felipe II envía un cuerpo militar a cuyo mando está Alonso de Vargas. Es preciso sofocar la rebelión, afirmar el poder real en Aragón. Lanuza el joven, que ha sustituido a su padre, fallecido poco antes, opone resistencia, aunque escasa y débil. Con un pequeño ejército se enfrenta a las tropas de Vargas. Es derrotado. Aún se ofrece a Lanuza la posibilidad de retractarse. Se niega.  Pronto su cabeza rodará separada del cuerpo y con la suya la de otros nobles aragoneses partidarios suyos, defensores de los fueros aragoneses.
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UN MATRIMONIO DE CONVENIENCIA

   En Winchester, Inglaterra, se celebra una gran ceremonia. Es 25 de julio de 1554 y en su catedral, frente al altar, están sus protagonistas. Se celebra la boda de una reina y de un futuro rey. Los contrayentes: María, de treinta y ocho años, soltera, poco agraciada, mellada debido a su afición a los dulces, católica, culta, reina de Inglaterra y muy enamorada; y Felipe, de veintisiete, viudo, atractivo, reservado, católico también, príncipe y, cumpliendo los deseos de su padre, muy resignado, formalizan ante Dios y los hombres un enlace que parece culminar con éxito la política matrimonial del emperador.

   Había sido deseo de Carlos V, el emperador y padre del novio, que aquella boda se celebrara. Los intereses del imperio así lo requerían. Convencido de la dificultad de obtener para su hijo el imperio alemán, pensó que una alianza matrimonial con la Inglaterra de María Tudor dejaría a Francia totalmente aislada, y consolidados y engrandecidos los ducados que Felipe iba a heredar en Flandes y Borgoña.

   Pero el camino hasta llegar allí no había sido precisamente un camino de rosas. La llegada de María, una católica, al trono inglés había contado con una fuerte oposición, pero más aún la tiene ahora el futuro matrimonio con el príncipe español. La propuesta para contraer matrimonio con Felipe le ha llegado a María muy poco tiempo después de ceñir la corona inglesa. Se la transmite, por orden del emperador Carlos, Simón Renard, un borgoñón embajador en Inglaterra. María parece entusiasmada, aunque quiere conocer a Felipe, su pretendiente, antes de aceptar; pero esto es imposible. El emperador no lo consiente. María tiene que conformarse con un cuadro;  aunque no sea un cuadro cualquiera. Cuando llega la pintura a manos de la reina, ésta, dicen, queda locamente enamorada. La apostura de príncipe y la mano de Ticiano han bastado para ello. Y se decide: contra viento y marea dará el sí quiero a Felipe.

Felipe II. Anónimo flamenco. S. XVI.
Museo de Bellas Artes de Valencia

   Las negociaciones hasta la firma de las capitulaciones matrimoniales no son cosa fácil. El embajador Renard y el conde Egmont, hombre de confianza del emperador designado para tal propósito y para otros más discretos y menos confesables, se emplean en conseguir unos pactos beneficiosos para Felipe, pero los ingleses, recelosos de los españoles, temerosos de ver comprometida la independencia inglesa, imponen muchas restricciones al poder del futuro rey consorte, que sólo será rey mientras la reina María viva. También que los hijos del matrimonio, de haberlos, si el príncipe Carlos muere sin descendencia, serán los herederos de la corona española.  Tampoco Francia, permanece ajena: causa en parte de la política de alianzas del emperador, los ingleses no aceptan ser utilizados y se reservan libertad de acción para el caso de que España y Francia entren en guerra.

   Muchas otras condiciones quedan redactadas, pero al fin, superados los obstáculos, obtenida la licencia papal, pues María es tía segunda de Felipe, el plan del emperador Carlos y los anhelos de María Tudor se hacen realidad. Al salir los novios de la catedral de Winchester el rostro de María está radiante y Felipe, en su papel de esposo solícito, hace cuanto puede por complacerla.

   Ese mismo año, en noviembre, se restaura el catolicismo en Inglaterra y casi de inmediato comienza la persecución de los protestantes. El obispo de Gloucester, John Hooper, es arrestado. Había dicho el prelado poco antes que morir ahogado era el mejor final que cualquier sacerdote católico podía encontrar. Como una pesada broma, el destino dispone que sea el fuego el final deparado para los protestantes y que a Hooper sean las llamas las encargadas de consumir su cuerpo. Una hoguera ante su propia catedral pone fin a sus días. No es el único. El arzobispo de Canterbury, Thomas Cranmer, el de Worcester, Hugh Latimer y Nicholas Ridley, obispo de Londres siguieron su misma mala suerte.

   Sin embargo no es Felipe el mayor promotor de la represión protestante, antes al contrario, se muestra condescendiente. La necesidad de congraciarse con el pueblo y los poderes ingleses, sobre todo si la reina muere antes de la cuenta, lo que resulta más que probable, y sin descendencia, lo que parece casi seguro, le obligan a obrar así. Pese a todo, la reina, una mujer madura, de salud precaria, trata de tener un hijo, y Felipe un heredero.

   En la primavera de 1555,  María anuncia que va a ser madre. Los signos de un estado de buena esperanza y un vientre abultado así lo hacen creer; pero el tiempo pasa, la dilatación se reduce y el heredero no nace.  La reina volverá a anunciar lo mismo en más ocasiones y otras tantas veces, la desesperación se instalará en su alma y la decepción en Felipe, que convencido de no obtener un heredero de María, comenzará a pensar en un futuro distinto.

   Con motivo de la abdicación del emperador, Felipe marcha de Inglaterra. Deja desconsolada a María, parte aliviado él. Casi dos años después, en marzo de 1557, Felipe regresa. María no cabe de contento, aún espera, seguramente sólo ella, el milagro de engendrar. Está de nuevo con ella su amado Felipe, pero éste no estará mucho tiempo, sólo el preciso para comprometer a Inglaterra en su lucha con Francia, aún contraviniendo los pactos matrimoniales, que María no tiene en cuenta, pero el Parlamento sí, e influir en la reina para que su hermanastra Isabel sea designada sucesora, que aunque protestante está más alejada de Francia que la católica María Estuardo. La suerte en lo primero llega en ayuda de Felipe cuando un noble, Thomas Stafford, protestante inglés, exiliado en Francia, cruza el canal, llevando consigo una pequeña tropa de mercenarios, pagados en parte por Francia, toma el castillo de Scarborough, se declara lord protector y trata de encabezar una revuelta. La aventura, sin futuro alguno, tiene un mal final para Stafford, que es detenido y ajusticiado; pero supone para Felipe II, que ya tiene el apoyo de la reina, la suerte de comprometer a Inglaterra en su lucha con Francia. Cumplido su objetivo deja Inglaterra para no volver y a María a las puertas del peor año de su vida. En 1558 el estado de salud de la reina María empeora, nada alivia su pena. Apenas comienza el año, otra desgracia rompe su corazón: la pérdida de Calais. Entristecida y sintiéndose abandonada escribe continuas cartas a Felipe, que las contesta con frialdad. Llora y pronuncia el nombre de su amado sin cesar, lo llama, implora que vuelva a su lado. Pero Felipe se limita a solicitar que sea Isabel su sucesora. Sola y abandonada, el 17 de noviembre de 1558 María Tudor deja este mundo, junto a su lecho hay un retrato de Felipe; para ella aquél no había sido un matrimonio de conveniencia.
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EL XIX. LA GLORIOSA

   Es la una y diez de la tarde del día 18 de septiembre de 1868; desde la fragata Zaragoza resuena la vigésimoprimera y última salva preludio de nuevos tiempos, anuncio del cambio que muchos esperan. Topete y Prim están ya en los muelles del puerto gaditano; ni siquiera han esperado a que los generales desterrados en Canarias lleguen a Cádiz. La revolución está en marcha. 

   Poco después el telégrafo hace llegar a Lequeitio, donde veranea la reina, la noticia del alzamiento. Allí, Isabel está con parte de su camarilla y, desde luego, con su amante de turno, Carlos Marfori, quien a la larga le será leal, como le pidió Narváez, tío suyo, antes de morir.

                                                      * * *

   Al día siguiente, ya en Cádiz los generales desterrados, se publica el manifiesto “España con honra”. Lo redacta López de Ayala y lo firman los generales Serrano, Prim, Dulce, Nouvilas, Primo de Rivera, Serrano Bedoya, Caballero de Rodas y el almirante Topete. El presidente González Bravo incapaz de controlar la situación presenta la dimisión y es sustituido, por deseo de la reina, por un militar, el general Gutiérrez de la Concha, quien nada más tomar posesión del cargo decide hacer frente a la situación por la fuerza, al tiempo que pide a la reina su regreso a Madrid, pero sin Marfori, por tener, dice, el sentir general de la nación mala opinión de él. 

                                                     * * *

   La reina, muy en su papel de soberana, con el mismo sentido común que le había puesto en situación tan delicada, una vez más, se deja aconsejar. El padre Claret, su confesor, el propio Marfori, ofendidísimo por la petición del presidente,  y el resto de consejeros y cortesanos le aconsejan, sin ponerse de acuerdo, sobre qué debe hacerse. También el marqués de Salamanca lo hace, quizás con mayor sensatez que ningún otro. Le plantea con realismo la delicada situación: sólo el príncipe Alfonso podría salvar la dinastía. Abdicar en él serviría para mantener a los Borbones en el trono, quizás.


   Pese a todo, la reina al fin parece decidirse por su vuelta a Madrid; pero cuando se lo comunica al rey Francisco de Asís, éste se opone con rotunda firmeza. Le advierte que con su regreso estarán perdidos, que lo mejor es partir hacia Francia. Isabel se resiste, atiende a quienes aún le dan esperanza de resolver la situación con su vuelta a la Capital.
   ─Harás que nos maten ─insiste Francisco de Asís─ si te empeñas en volver.
   ─Paco, me lo pide el gobierno, que cree que aún estamos a tiempo.
   ─¿A tiempo de qué, Isabel? Sólo hay tiempo para una cosa. Debemos marchar a Francia.
                                                  
Francisco de Asís de Borbón. Rey consorte de España.
Museo Palacio de Cervelló (Valencia)
                                                  
   Y mientras tanto la revolución avanza imparable: el duque de la Torre,  general Serrano, avanza, por tierra, camino de Madrid. El general Prim, por mar, bordea la costa mediterránea, alcanza Cartagena, Valencia y Barcelona, y consolida la revolución en el litoral mediterráneo. Se van formando juntas revolucionarias que poco a poco, y no sin esfuerzo, van afianzando la revolución por el resto de España (1) ­.

   Pero el gobierno no se da por vencido. Desde Madrid se envía un ejército hacia Andalucía al objeto de frenar el avance del general Serrano. Cerca de Córdoba, en Alcolea, las tropas de Serrano, duque de la Torre y las de Pavía, marqués de Novaliches, enviado por el gobierno, toman posiciones. Como en tantas otras batallas de las que la historia habla, un puente, éste sobre el Guadalquivir, “El puente de los veinte ojos”, es objetivo de ambos bandos. Hay duros enfrentamientos, pero cuando Novaliches es herido la desbandada del ejército enviado por el gobierno es general. Serrano, con caballeroso comportamiento, propio de la época, permite la retirada del enemigo, quien tras su derrota negocia con el duque de la Torre y decide unirse a éste para llegar juntos a Madrid. La derrota de las tropas gubernamentales el 28 de septiembre en Alcolea y el pronunciamiento en Madrid el 29 al ser conocida aquélla obliga a ceder el poder en la Capital a una junta revolucionaria.

                                                      * * *

   Finalmente, Isabel decide dejar España con su amante Marfori. Aún, José Osorio, duque de Sesto y marqués de Alcañices, trata de persuadirla. Insiste el duque en que todavía es posible resolver la situación, que no tiene más que poner rumbo a Madrid, donde el pueblo la aclamará otorgándole el laurel de la gloria. La reina, tan inconsistente en su pensamiento como en sus actos, menos dispuesta en atender su interés que en satisfacer su capricho, contesta al fiel Osorio, haciendo gala de su siempre veleidoso carácter, con una de sus más célebres frases: “Mira Alcañices, la gloria para los niños que mueren y el laurel para la pepitoria”.

   El 30 de septiembre la reina sale de España. Camino de Pau primero y después de París, Isabel II nunca volverá a reinar. Tres días después llega a Madrid el general Serrano, y queda a la espera de que también lo haga el general Prim. Cuando llega éste el día 7, lo hace entre apoteósicas muestras de entusiasmo. Al día siguiente España tiene un Gobierno provisional presidido por Serrano, con Prim y Topete en las carteras de Guerra y Marina, respectivamente; y el 6 de diciembre se publica para el mes siguiente, enero de 1869, la convocatoria de elecciones a Cortes Constituyentes.

   La revolución ha triunfado, y sin embargo los problemas de España siguen siendo los mismos.


(1) El detalle de uno de estos episodios locales quedó bien explicado en el Blog “Pinceladas de Historia Bejarana” en su artículo “Béjar, protagonista de un hecho”
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EL FIN, EL PRINCIPIO

   Si sabemos que no hay nada más certero que la seguridad de nuestro fin, ninguna cosa es más incierta que la hora del mismo. Es desconocer el minuto en el que se parará el reloj de la vida, lo que la llena de ilusión y esperanza, aunque haya quien trate de esquivar, sin lograrlo, su propio destino, como cuando pidió Sibila a los dioses ser inmortal. Éstos le concedieron el favor; pero al pasar el tiempo comprobó que, aunque era inmortal, aunque su existencia se mantenía aferrada al mundo, su cuerpo envejecía. Fue entonces cuando cayó en su error. Había pedido no morir, pero olvidó pedir no envejecer. Su oráculo seguía siendo famosísimo. Vivía en una cueva en la que predecía el futuro de quienes le preguntaban, siempre con gran acierto, de ahí que la bien ganada fama de su oráculo incluso se acrecentara. El tiempo siguió pasando y su cuerpo con el paso de los años se había encogido tanto y era tan frágil que tuvo que ser introducida en una botella para evitar que se dañara. Ella que predecía con acierto el futuro ajeno no había sido capaz de contemplar el suyo, por ello, cuando unos visitantes al verla así, disminuida y quejosa, le preguntaron si quería algo, ella no acertó a decir otra cosa que: “morir”.

Sibila Cumana. Tapiz.
Museo de Bellas Artes de Valencia

   Y sin embargo, es en el último momento, en el que rebosante el corazón de paz interior, convertimos el morir en vivir, para comenzar una nueva vida.

   Pocos han expresado tan bien, con tanto sentimiento, como José Selgas, un poeta romántico del siglo XIX, el momento en que un niño, sea de la edad que sea, porque ante la eternidad nunca se deja de serlo,  ve una nueva luz, una nueva vida: 

                                 Bajaron los ángeles
                                 besaron su rostro,
                                 y cantando a su oído, dijeron
                                 “Vente con nosotros”
                                 Vio el niño a los ángeles,
                                 de su cuna en torno,
                                 y agitando los brazos, les dijo:
                                 “Me voy con vosotros”
                                 Batieron los ángeles
                                 sus alas de oro,
                                 suspendieron al niño en sus brazos,
                                 y se fueron todos.
                                 De la aurora pálida
                                 la luz fugitiva,
                                 alumbró a la mañana siguiente
                                 la cuna vacía.

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EL COLLAR

   En la capilla real del Palacio de Versalles está a punto de comenzar la Santa Misa. Es 15 de agosto, se celebra la Asunción de la Virgen y oficia Luis René Éduard de Rohan Guéménée, cardenal, príncipe del Sacro Imperio, primado de Alsacia, obispo de Estrasburgo, embajador, miembro de la Academia, Limosnero Mayor de Francia..., cuando unos alguaciles se presentan en palacio y detienen al príncipe de la Iglesia. La sorpresa es enorme, pero el escándalo aún será mayor cuando se conozca la causa del arresto.

   Todo había comenzado tiempo atrás, cuando el camino de Juana de Valois se cruzó con el de la marquesa de Boulainvilliers. Siendo aquélla una niña aún, las cosas para la pequeña Juana comenzaron a cambiar. Juana, aunque de ilustre apellido, era hija de Jacques de Luz de Saint Rémy de Valois, personaje de vida poco ejemplar, descendiente de un bastardo reconocido por Enrique II. Al morir Saint Rémy dejó en la miseria a la madre de Juana, que poco pudo hacer por ella y sus otros dos hijos. Pero aquel encuentro casual con la marquesa de Boulainvilliers abrió unas puertas que nunca hubiera soñado tener ante sí.

    La marquesa procura a Juana una educación elemental en un internado. Después Juana, ya jovencita, ejerce diversos oficios y por último ingresa en un convento; pero no es una vida de monja la que Juana piensa que más le conviene. Es joven, hermosa, muy ambiciosa y es una Valois. El primer paso tras escapar del convento es casarse con un oficial de la gendarmería, un tal Antonio Nicolás La Motte, al que Juana seguramente no quiso nunca, pero que, ambicioso él también, o contagiado de la avidez de su esposa, el interés mantiene unidos. Porque el interés de Juana es ascender, lo mismo que el de Nicolás. Ella poco a poco se introduce en la corte, le presentan al cardenal Rohan y éste no tarda en convertirla en su amante y favorecer al esposo de la querida, mejorando su posición en la milicia, al tiempo que él mismo se autotitula conde, lo que viene de perlas a Juana, ahora ya condesa de La Motte Valois.

   Juana intriga sin pausa, maquina sobre su futuro, y ama. No es el cardenal su único amante. Un vividor de nombre Rétaux de Villette, tolerado por el conde, forma parte de su vida y va ha tener protagonismo importante en los planes de la condesa, que cada vez mejor informada averigua los íntimos anhelos de Su Eminencia el cardenal Rohan: agradar a la reina María Antonieta y con ello, quién sabe, alcanzar un importante puesto en el gobierno(1).

   Y el cardenal, tontorrón, se deja embaucar por la pérfida condesa y sus ayudantes. Una casualidad pone en manos de la condesa de la Motte el arma para consumar su engaño: el capricho de la reina por las alhajas, y muy particularmente por un collar que los joyeros Boehmer y Besenge tienen en su muestrario y que muy apurados debido a su altísimo precio, un millón seiscientas mil libras, no logran vender ni por lo mismo la reina comprar.

   Con astucia, la condesa habla con el cardenal, hace creer al purpurado su íntima relación con la reina, le engaña diciéndole cuánto gustaría a la reina comprar el collar y cuánta discreción desea mantener en el asunto; y cómo no, cuánto agradecería tal servicio. Atrapado en la red de la condesa, que ha ido preparando el terreno con ayuda de Rétaux de Villette, excelente falsificador, le muestra una nota firmada por María Antonieta de Francia, que convence al cardenal sin reservas. Rohan, entregado a su ambición y a sus propios sueños, con su talento encogido por las pasiones no advierte el error de Rétaux: la reina sólo escribe su nombre de pila al firmar.  A finales de enero de 1785 el cardenal Rohan compra el collar en nombre de la reina, firma el contrato y acuerda en él los cuatro plazos semestrales, de igual importe cada uno de ellos, que deberán ser satisfechos en pago de la pieza. Por supuesto, el propio cardenal se constituye en fiador de la operación.

   El último día de enero el collar ya está en manos de la condesa. El cardenal, con cándida inocencia, se lo ha entregado para que lo ofrezca a la reina.


   Para consolidar el engaño, los canallas orquestan una nueva partitura, cuyas notas van ha sonar como música celestial en los oídos del incauto; porque como si escuchara el canto de un ángel va a oír el prelado la voz de su reina. El conde de La Motte busca entre las prostitutas de los jardines del Palais Royal una dispuesta a hacer el papel de su vida. La elegida es Nicole Leguay, conocida como madame de Signy, a la que se le dijo representaría el papel de una baronesa, cuando en realidad su actuación iba a ser la de doble de reina María Antonieta. Se le adiestró en lo que debía decir y hacer, y fue llevada a los jardines de Versalles en noche cerrada, cuando la escasa luz impedía reconocer a la actriz, que era apenas una silueta. Pese a ello la baronesa Oliva, que ese nombre le pusieron los directores de la farsa, tenía un más que notorio parecido con la reina, fue vestida y arreglada conforme a los propósitos de los canallas y con una rosa en la mano, se le advirtió que se presentaría ante ella un gran señor, enamorado y entregado.

    Avisado el ingenuo cardenal de una discreta cita con la reina como señal de agradecimiento y prueba de amistad, Rohan es conducido hasta el jardín de Venus por el farsante Rétaux disfrazado de sirviente real, ante la supuesta reina. Al llegar ante su soberana, olvidando sus prerrogativas,  se inclina y habla:
   ─ Sabed, majestad, cuán sinceros son mis sentimientos de lealtad a vuestra persona. Sabed, cuán feliz soy por serviros, majestad.
   ─ Quedad tranquilo, pues todo el pasado queda borrado─ contesta la baronesa en su papel de reina, al tiempo que entrega la rosa a su admirador.
   En ese momento, Rétaux y la condesa de la Motte irrumpen en la escena. La función se representa con la precisión de un reloj.
    ─ Los condes de Artois se aproximan majestad─ anuncia Rétaux.
     Es el momento de la despedida. El cardenal toma la mano de la reina, la besa y, acompañado por la condesa de la Motte, se retira con rapidez, mientras Rétaux y madame de Signy, que no entiende nada de lo sucedido, se alejan por otro camino.

    El cardenal Rohan es feliz, mientras Juana, el conde, que ha vendido parte de los diamantes en Londres y el eficaz Rétaux viven a lo grande de lo obtenido en la venta del collar y de las dádivas con las que Rohan agradece a la condesa los servicios de todo tipo prestados. Mas el tiempo pasa y el inocente, que bajo los hábitos de servidor de Dios oculta sus debilidades por el mundo, pero que no engaña a la condesa de La Motte ante cuyos ojos exhibe la mayor ingenuidad, próxima a la idiotez, al fin comienza a preguntarse porqué la reina no vuelve a pensar en él, porqué nunca luce en su cuello el collar que ya es suyo.

    Y  la condesa de la Motte, ingeniosa como sólo ella sabe serlo, vuelve a engañar al crédulo Rohan, que ciego, cree todo cuanto Juana le quiere hacer creer.

   Sin embargo, en julio, el primer plazo para el pago del collar, fijado para el uno de agosto, se aproxima. La condesa viendo que la situación se torna comprometida, propone, en nombre de la reina, negociar una moratoria, pero desconfiados los joyeros por su propia naturaleza de comerciantes acuden directamente a la reina. Boehmer, liberado de intermediarios descubre el fraude.

   Esperaban los sinvergüenzas que el cardenal, en el peor de los casos, se hiciera cargo del pago, que tratara de ocultar no la estafa de la que había sido víctima, sino el ridículo que supondría para él la publicidad del asunto; pero los joyeros presos del pánico, angustiados por las posibles pérdidas, no quieren saber nada del cardenal. Reclaman a la reina y denuncian al Limosnero Mayor del Reino.

   Cuando el día de la festividad de Asunción de la Virgen el cardenal Rohan termina de ser interrogado en presencia de los reyes y del barón de Breteuil, ministro del rey, es trasladado a la Bastilla.  Breteuil no es precisamente partidario de Rohan, como no lo es María Antonieta y, los dos, cada uno por sus propios motivos, ponen gran interés en airear el asunto para desprestigiar al cardenal.

  También Juana es detenida. La condesa de la Motte arremete contra todos los que puede con tal de atenuar su culpa. Involucra a José Balsamo, muy conocido, querido y admirado a partes iguales por muchos, despreciado por otros. El conde Cagliostro, más conocido por ese título que parece que él mismo se atribuyó, es acusado por Juana como sujeto inspirador del engaño. Cagliostro es detenido, reside varios meses en la Bastilla, en peores condiciones que el cardenal Rohan, desde luego, y se le somete a un careo con la desvergonzada La Motte. Al fin el Parlamento lo absuelve, lo mismo que al cardenal.

   Muy decepcionada María Antonieta con la absolución de Rohan, al que odia, se queja. Insiste ante el rey. Sus súplicas o quizás las exigencias de la caprichosa reina no tardan en causar efecto. El cardenal es desposeído de todos sus honores: una abadía será su principado a partir de entonces. Tampoco el conde Cagliostro sale mejor parado. Parte para Inglaterra, desterrado de Francia. Una “lettre de cachet”(2) así lo ordena.

   Juana, por su parte, sí es condenada. El fuego en su espalda desnuda señalándola como ladrona se le aplica a la vista de todos, en la plaza. Poco después, tras fugarse o recibir ayuda para hacerlo, aparece en Londres; pero aún allí es perseguida, acosada; mas no  piensa dejarse detener. Desesperada, pone de forma drástica fin a todo. Abre una ventana y se arroja al vacío.

   La publicidad dada al caso por impulso de la reina y por Breteuil , se volverá contra aquélla y contribuirá, un poco más si cabe, a consolidar la mala fama de la reina que sólo firmaba como María Antonieta, que era reina de Francia, pero que su pueblo conocía como “La austríaca”.

(1) El desprecio y animosidad con los que regalaba la reina al cardenal provenía de los informes y comentarios que su madre, la emperatriz María Teresa de Austria, había vertido sobre las frívolas licencias que se había tomado el cardenal durante su embajada en Viena.

(2) Sobre las “lettres de cachet”, su uso y abuso, encontrará el lector cumplida información en el artículo “Las lettres de cachet en el Antiguo Régimen” del blog “De Reyes, Dioses y Héroes” editado por La Dame Masquée.

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