VIAJES EN TERCERA PERSONA. BARCELONA

   De Barcelona, el viajero, en la que ha estado unas cuantas veces, podría empezar a escribir y no parar. Tan inmensa es la cantidad de hechos, de monumentos, de historia allí ocurrida que el viajero tiene que hacer también un inmenso esfuerzo por resumir lo que no tiene resumen.

   El viajero nada más llegar se encuentra paseando por Las Ramblas y, aficionado como es a verlo todo desde lo alto, se le ocurre llegar hasta la del Mar y subir al monumento a Colón, erigido como homenaje al descubridor de América. Porque aquí, en Barcelona, fue recibido por los Reyes Católicos en 1493, poco después de ocurrir en la plaza del Rey hechos que pudieron cambiar la historia de España. Dejará el viajero para cuando pase por esa plaza, en el Barrio Gótico, el relato de aquellos sucesos, porque ahora en el interior del monumento a Colón, el viajero quiere contar algo de esta colosal obra.



   Apenas hay media docena de personas esperando, lo que es una gran suerte teniendo en cuenta que  el ascensor tiene una minúscula cabina cilíndrica en la que apenas caben tres o cuatro personas embutidas como si fueran arenques en una lata. Mientras espera su turno piensa en lo que sabe de este monumento proyectado por el arquitecto Cayetano Buigas, costeado por suscripción pública e inaugurado en 1888. Tiene una enorme base de granito y sobre ella se alza una columna  rematada por la estatua del descubridor de América, obra del escultor Rafael Atché. No dirá el viajero las dimensiones completas de la estatua, pero sí que bajo sus pies, cuya talla alcanza 1,20 metros, se halla el mirador al que el viajero está subiendo ya. La inauguración del monumento por la reina regente doña María Cristina fue un acontecimiento importante. No hay más que recordar los invitados e ilustres personalidades que acudieron al acto. Allí, aquel 1 de junio de 1888 estuvieron el rey Humberto  I de Italia y el presidente de los Estados Unidos Grover Cleveland.

   Desde el pequeño espacio del mirador, una especie de estrecho corredor circular el viajero se asoma por las mirillas de cristal. La vistas son magníficas en cualquier dirección, pero son las Ramblas, otra vez, las que acaparan su atención; porque si hay un paseo en Barcelona, síntesis de su ser cosmopolita, son ellas y por ellas regresa el viajero, pero saliendo y entrando continuamente por sus lados, para ver lo que los antiguos barrios barceloneses guardan. Primero se asoma a la Plaza Real, neoclásica y porticada,  luego, más allá, en el barrio de la Ribera,  a la basílica de Santa María del Mar, la iglesia gótica, en opinión del viajero, más bella de Barcelona; aunque de este templo el viajero dirá poco por faltarle las palabras, y porque hasta libros de gran éxito han escrito sobre ella, y con mejores letras que las usadas por el viajero; pero al menos sí contará que estuvo forrada de sobrecargadas tallas barrocas, que desaparecieron durante los once días que duró el incendio ocurrido durante la Guerra Civil española y dejaron la impresionante estructura que el viajero ve hoy.

   Al salir, sube por la calle Montcada, calle señorial donde las haya, cuajada de palacios construidos sobre los solares en los que estuvieron otros más antiguos del siglo XII, cuando fue trazada la calle; y de vuelta, entra en el barrio gótico el más antiguo de la ciudad.

   Al llegar a la Plaza del Rey el viajero empieza a imaginar lo que allí paso hace poco más de quinientos años. Los reyes Isabel y Fernando han llegado a Barcelona hace pocos días. Son jornadas llenas de agasajos y cortesía, pero aquel 7 de diciembre de 1492 sucede algo imprevisto.

   El rey Fernando ha recibido en audiencia a varios de sus súbditos, ha impartido justicia en ciertos casos que se le han presentado y al terminar, saliendo de Palacio hacia la plaza del Rey, mientras baja las escaleras, junto a la capilla de Santa Ágata, sucede lo que nadie espera. Desde atrás, un hombre desenfunda su espada, la levanta y, con todas sus fuerzas unidas al peso del acero, descarga el estoque sobre la figura real. El rey justo en ese momento ha dado un pequeño giro. Aunque ajeno a todo lo que comienza a suceder a su espalda el pequeño movimiento ha sido providencial. El golpe de la espada, cuyo filo estaba destinado a caer sobre la cabeza del rey, separa las carnes del monarca en la parte posterior de su cuello y hombro, abre un tajo, dicen los presentes, tan hondo que horroriza verlo. Mas no se desmaya el rey, que, vuelto, aún acierta a ver como Salcedo y Ferrol, dos de sus mozos, próximos al agresor, se abalanzan sobre él reduciéndolo, y con las pocas fuerzas que aún asisten a Fernando grita éste:
    ─Que no muera ese hombre.
   Ese hombre es Joan Canyamás, un payés al que por razón o por interés, se toma por loco. Aunque en un primer momento, hombres cercanos al rey vieron en el atentado razones políticas, achacando al influjo francés, al navarro o incluso al catalán, la acción del agresor, no tarda mucho en abrirse camino la idea de que Canyamás es un demente. Su propia confesión lo confirma.

   Dice Bernáldez, presente durante todos estos hechos y cronista, cómo el orate confiesa su culpa al reconocer cómo por sus orejas oía: “Mata a este Rey, y tú serás Rey, que éste te tiene lo tuyo por fuerza”. Confesión concluyente y categórica sino fuera por haberla hecho de la forma en la que se solían obtener las confesiones de quienes por las buenas todo lo negaban, por más que en el atestado oficial se reconociera dicha confesión también fruto del arrepentimiento de Canyamás.

   Obtenido un culpable, ni siquiera aquellas palabras del rey, ahora muy grave, con la fiebre alta y en un estado que augura el peor de los fines, salvan la vida del regicida. Sólo la reina, ante el arrepentimiento visto en el criminal, que le procura la asistencia de un confesor, que no podrá salvar su cuerpo, pero lo intenta con el alma, parece demostrar algo de clemencia con quién ha tratado de quitarle al esposo y padre de sus hijos. Fernando salvará su vida, pero cuando se recupere todo habrá terminado porque, el 11 de diciembre Joan Canyamás es ajusticiado con absoluta falta de caridad. El reo es sometido a cruel e inmisericorde tormento, su cuerpo lentamente mutilado de la manera más horrible hasta su muerte, y despedazado, fue finalmente quemado y aventadas sus cenizas.

   No muy lejos de la plaza del Rey está la de Sant Jaume. En ella, frente a frente están el ayuntamiento y el palacio de la Generalitat. De los dos es éste el que concentra, especialmente en su balcón, las mayores páginas de la historia de Cataluña. Tantos han sido los personajes asomados a él.

Construido a mediados del siglo XIX, el  Gran Teatro del Liceo ha sido 
durante mucho tiempo emblema de la vida cultural barcelonesa.

















    Y cerca también está la catedral. El viajero entra por la puerta del claustro. Es sombrío y lleno de vegetación. Un estanque sirve para que las trece ocas que allí habitan chapoteen y limpien sus blancas plumas. Leyó el viajero hace tiempo  ─y lo contó en otro lugar─, que su número coincide con los años que tenía Santa Eulalia, una de las patronas de Barcelona, la niña mártir, que en tiempos de Diocleciano fue torturada hasta la muerte. El viajero que sabe que los restos de la santa está en la cripta que hay bajo la capilla mayor entra en el templo. De lo mucho que tiene para admirar la iglesia, el viajero destaca un Cristo hecho en madera de olmo. Está en una de las capillas próxima a los pies del templo, la antigua sala capitular, y se le conoce como el Cristo de Lepanto porque esa era la cruz que en “La Real”, la nao capitana de don Juan de Austria, durante la batalla contra el turco, daba protección a la escuadra española y cristiana. La retorcida postura del Cristo cuentan que se debe a que avistada una bala de cañón que se le acercaba, lanzada desde una nave sarracena, se dobló en un escorzo casi imposible, evitando el alcance que parecía inevitable. No está muy seguro el viajero que las cosas fueran así, y no la mano del tallista la causante de tal contorsión, pero así se ha dicho y hasta escrito en muchos libros.

   Pero si hay en Barcelona un edificio famoso el viajero piensa sin dudarlo en la Sagrada Familia; también es la construcción más famosa de Antonio Gaudí. No olvidará el viajero contemplar algunas de sus obras: la Pedrera, el parque Güell, en la parte alta de la ciudad, encargo de Eusebio Güell, el industrial, mecenas y amigo del arquitecto reusense para el que construyó también su palacio residencia de la calle Nou de la Rambla; pero ahora ante las colosales torres del templo expiatorio, que esa fue la intención de Gaudí al diseñarlo, se le ocurre compararlo con las antiguas catedrales medievales. Como muchas de ellas, su construcción ha ocupado, y aún lo hace, mucho tiempo. Dos centurias abarcará seguramente su terminación definitiva y eso que las ilusiones, aun en vida de don Antonio, de terminar la obra en poco tiempo hubo quien las hizo suyas cuando el arquitecto fue preguntado en cierta ocasión  por el tiempo en el que estaría concluido el templo. Gaudí, como inspirado por la fe que siempre demostró y está a punto de llevarle a los altares respondió: “Mi Cliente no tiene prisa”.

   Como ya ha repetido el viajero aquí y en otros viajes, su afición a ver las cosas desde las alturas es grande, y en Barcelona tiene ocasión de hacerlo desde casi cualquier punto cardinal. Ya subió al monumento a Colón y ahora está justo en el otro extremo de la rosa de los vientos. Entre vueltas y revueltas, rodeando la montaña el viajero se ha plantado en la cumbre del Tibidabo.

   El viajero ya arriba, se da cuenta de como comparten el poco espacio disponible la Iglesia, para gozo del Alma y el viejo Parque de Atracciones, para disfrute del cuerpo. En la fachada de la cripta el viajero se queda un buen rato mirando el vistoso mosaico con la figura del Sagrado Corazón, bajo cuya advocación está el templo; luego, escala los peldaños de la escalinata y entra en la cripta. Entre penumbras a las que se acostumbra poco a poco, descubre otro mosaico, que nada tiene que envidiar al que  ha visto fuera. Es obra de los oficiales del los talleres Brú, de mediados del siglo XX.

En el exterior del templo el Parque de Atracciones ocupa el poco espacio que queda libre. Es un Parque de los que ya no se hacen, con su tiovivo con caballitos de colores, una pequeña noria, también muy vistosa, una avioneta digna del Barón Rojo, que suspendida por medio de unas varillas da vueltas alrededor de un eje, y que en su giro parece querer tocar las paredes del templo vecino. Todo el Parque parece una antigüedad,  más museo de la mecánica que Parque con las vibrantes y vertiginosas atracciones que mandan en el gusto actual. Y desde las terrazas, Barcelona, a los pies del viajero, primero los nostálgicos palacetes románticos y modernistas que fueron construidos durante el siglo XIX y primeros años del XX., después la ciudad toda, al fondo el mar y, mirando un poco al Sur, otra montaña, más famosa si cabe, porque en ella hay de todo: es parque, castillo, museo… Es la montaña de Montjuic. Cuando el viajero se acerca hasta allí, a plena luz del día, lo ve casi todo, y dice casi porque hay algo que sólo es posible ver cuando no hay luz, o mejor dicho, cuando el Sol ya no está y es otra luz, ésta domesticada, la que es envuelta por la oscuridad: la de la fuente mágica de Montjuic, diseñada por Carles Buigas, hijo de Cayetano, el autor del monumento a Colón del que el viajero ya dijo algo nada más llegar a la Ciudad Condal. Construida en 1929 con motivo de la Exposición Universal es aún hoy el más colorista espectáculo de los que se pueden ver en Barcelona, y gratis. Cuando el viajero llega a la fuente aún no es noche cerrada, falta un poco para que comience el espectáculo, pero el lugar está ya muy concurrido. Por suerte, el viajero, que se ha acercado a la barra del quiosco que hay allí, no sabe bien por qué, se ha ganado el favor de un galopillo del local, y en un periquete éste le ha montado una mesita en la terraza, sacado unos bocadillos y el viajero sentado, como en un palco, dispuesto a ver el espectáculo, que disfruta como un buen turista.

   Podría el viajero seguir enumerando los monumentos y lugares que Barcelona puede mostrar orgullosa, pero no es éste lugar para inventarios, aunque sí, para terminar, de nombrar a otro de los grandes de la arquitectura modernista. Genial como Gaudí, tan sólo su fama y conocimiento del público, de modo injusto piensa el viajero, es menor que la del arquitecto de Reus. El viajero habla de Luis Domenech Montaner. Para ver algo de lo que hizo no hace falta andar mucho. El Palau de la Música es ejemplo cercano al centro, que el viajero ya vio, pero no quiere irse de Barcelona sin ver con sus propios ojos otra de las obras que se le encargó hacer: el hospital que Barcelona necesitaba.

   A finales del siglo XIX, tras el incendio, en el Raval, un barrio próximo a las Ramblas, del antiguo y vetusto hospital de Santa Cruz, Barcelona queda sin el hospital general que la ciudad precisa. Y es a Domenech a quien se le encarga la construcción de uno nuevo.

El hospital que acabará llevando el nombre de San Pablo, nombre del
banquero, Pau Gil, que patrocinó su construcción fue concluido por
el hijo de don Luis, Pedro, en los años treinta del siglo XX.


















   Se le entregan 145 hectáreas del “ensanche” y pone manos a la obra. Y, ¡vaya obra! Casi una veintena de pabellones llenos de columnas, mosaicos, vidrieras, torres, cúpulas, todo ello con el colorido que un pintor de la época hubiera dado a sus lienzos, todos los edificios  rodeados de jardines, y que Doménech concibió así. Una obra útil pero bella, como una terapia más en la recuperación de los habitantes de aquella ciudad sanitaria. 

   Queda mucho más, pero el viajero debe partir, sabiendo que en cuantas visitas vuelva a hacer a está ciudad, siempre encontrará algún rincón, conocerá algún secreto que le haga pensar una y otra vez lo mismo: volver.
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EL HÉROE ROMEU

   La siguiente historia es una muestra de lo que sucedió después del 2 de mayo en muchos lugares de España. Es una historia de heroísmo menos conocida que las llevadas a cabo en las defensas de Zaragoza o Gerona, de las luchas de famosos guerrilleros como el cura Merino, Espoz y Mina o El Empecinado, que alcanzaron grandes honores, condecoraciones y títulos tras la guerra. Es, en fin, la historia de un espíritu.

   Habían pasado tan solo quince días desde que en Móstoles su alcalde, Andrés Torrejón, declarara la guerra a Napoleón, cuando en Valencia, Vicente Doménech, un humilde vendedor de pajuelas, de las usadas para prender fuego, enterado de los hechos ocurridos en Madrid, alzó también su voz contra el francés.

                                                         *

   Bernardo López García, en algunas de las estrofas de su poema “El dos de mayo”, expresa como pocos ese espíritu rebelde,  que contagió al pueblo llano y lo mantuvo siempre en pie, pese a la superioridad del invasor:

                              ¡Guerra! clamó ante el altar
                              el sacerdote con ira;
                              ¡Guerra! repitió la lira
                              con indómito cantar;
                              ¡Guerra! gritó al despertar
                              el pueblo que al mundo aterra;
                              y cuando en hispana tierra
                              pasos extraños se oyeron,
                              hasta las tumbas se abrieron
                              gritando: ¡Venganza y Guerra!

                                                       *

   Y fue a Vicente Doménech a quien la historia ha reconocido el mérito de la sublevación valenciana, pero no fue el único. Un cura, Juan Rico Vidal,  ayudó, y mucho, al levantamiento. Hubo momentos de gran anarquía cuando muchos franceses fueron asesinados y un grupo de gente descontrolada dio muerte al barón de Albalat y su cabeza, separada del cuerpo, puesta en lo alto de una pica y paseada por la ciudad.

   El 25 de mayo de 1808, dos días después del grito dado por “El Palleter”, los hermanos Bertrán de Lis puestos en contacto con el Padre Rico, y con ayuda de algunos militares, constituyen una Junta Suprema de Gobierno, autónoma, independiente y con plenos poderes, de momento, que no acata las órdenes dadas desde Madrid de reconocer a José Bonaparte, que va a ser proclamado rey de España el 11 de junio.

   Acompañando a Doménech, otros muchos se alistan en los ejércitos de Castaños o Cuesta. Algunos acabarán entregando sus vidas en la lucha contra el invasor. Muchos son los hijos de la patria que dejan familia y hacienda para defender una patria que pide su sangre, y a un rey que, como años después se verá, no la merece.

   Otros, que no se alistan, también quieren luchar, y forman guerrillas. José Romeu Parras hace las dos cosas, se alista y organiza su propia partida. Es saguntino, pertenece a una familia acomodada dedicada al comercio de vinos y cuando el pie francés se siente sobre la Piel de Toro tiene ya treinta años, mujer y dos hijos.

                                                       *

   Otra vez López  es quien habla de aquellas mujeres que ven partir a sus a sus hijos, a sus maridos,  a los que quizás no vuelvan a ver jamás:
                  
                                    La Virgen con patrio ardor
                                    ansiosa salta del lecho;
                                    y el niño bebe en el pecho
                                    odio a muerte al invasor;
                                    la madre mata a su amor,
                                    y cuando calmada está
                                    grita al hijo que se va:
                                    “¡Pues que la patria lo quiere,
                                    lánzate al combate y muere;
                                    tu madre te vengará!...”

                                                       *

   Al conocer Murat, el gran duque de Berg, la revuelta en Valencia, dispone un ejército para tomarla. Acaban de suceder muy sangrientos hechos en Madrid y se cree necesario neutralizar la insurrección valenciana. Un ejército de ocho mil hombres al mando del general Moncey, duque de Conegliano, se adentra en tierras valencianas y se dirige a la Capital con intención de conquistarla; pero Moncey, convencido de convertir la toma de Valencia en un paseo triunfal, no lo logrará. José Romeu, de su propio peculio, ha formado un pequeño ejército de dos mil hombres. Hostiga al francés constantemente. En tierras montañosas de la Valencia castellana y de la Hoya de Buñol causa muchas bajas en la expedición francesa, que acude, mal pertrechada, a la toma de la Ciudad. Por fin el mariscal Moncey se planta ante las murallas de Valencia. La artillería francesa retumba y los proyectiles dejan heridas las murallas, pero Moncey no podrá superarlas y acabará retirándose de nuevo a Madrid, dejando dos mil de los suyos en los campos de batalla.

Doscientos años después las torres de Quart aún
exhiben los impactos de la artillería francesa.

   Romeu y su tropa se convierten en azote de los franceses desde Morella hasta Elche. Nombrado capitán de granaderos y más tarde reconocido como comandante de las milicias de Chiva y Cheste se convierte en una pesadilla para los franceses.

   En 1812, Valencia es nuevamente sitiada. Ahora por el mariscal Louis Gabriel Suchet. Con un formidable ejército de treinta mil soldados, la resistencia opuesta por el general Blake es barrida, y Valencia por fin ocupada, pero Romeu no desfallece. Su empeño es acosar, hostigar, incomodar a los franceses, y debe hacerlo bien habida cuenta los desvelos de Suchet por capturarlo. Éste lo intenta casi todo, primero por las buenas: atrayéndoselo, a lo que el saguntino responde con duras acciones guerrilleras; y luego por las malas: arruinada la fortuna del héroe, también María, su mujer, es perseguida, pero cuando iba a ser detenida logra huir con sus hijos de su casa de Sagunto, ciudad también ocupada por Suchet, y encuentra refugio en las montañas.

El Mariscal Louis Gabriel Suchet, duque de la Albufera,
 por Vicente López Portaña. Museo de Bellas Artes de Valencia.

                                                        *

   Casi al mismo tiempo, durante ese verano de 1808, en Zaragoza, se escribirá una de las páginas más gloriosas en la defensa de España, que muy bien pudo inspirar la siguiente estrofa de López:

                                    Y suenan patrias canciones
                                    cantando santos deberes
                                    y van roncas las mujeres
                                    empujando los cañones;
                                    al pie de libres pendones
                                    el grito de patria zumba.
                                    Y el rudo cañón retumba,
                                    y el vil invasor se aterra,
                                    y al suelo le falta tierra
                                    para cubrir tanta tumba. 

                                                      *

   Pero los recursos del general francés son muchos. Si no logra atraerse la voluntad de Romeu, sí lo hace sobre la de uno de sus soldados. Una buena cantidad de dinero es suficiente para que uno de ellos, sin nombre para la historia, pero con apodo adecuado a su deforme condición moral, “El receloso”, se comprometa en la traición. En la localidad de Sot de Chera, el 7 de junio de 1812, se produce un encuentro entre jefes de distintas partidas guerrilleras. Allí va Romeu. Siente cierto temor, pues la población está en el fondo de un valle, rodeada de montañas. Es lugar idóneo para una emboscada, pero confía y acude a la reunión. Otros lo hacen también, como el famoso “Pendencias” que tiene su base por aquellos contornos. Quizás sea precavido en exceso y se preocupe por nada, piensa Romeu. Se equivoca.

   El traidor da cuenta de la reunión al comandante Turlot, jefe de la guarnición de Liria, población próxima al lugar del encuentro, que con mil quinientos hombres al mando del capitán Lacroix se deja caer sobre el valle llevando a cabo una redada de la que pocos escapan. Romeu desconocedor del terreno es capturado al día siguiente y trasladado a Valencia.  Suchet, que no quiere un héroe ni un mártir, trata de ganárselo otra vez. Le ofrece el indulto. Sólo tiene que reconocer a José Bonaparte como rey; pero Romeu se empeña en ser un héroe. El día 12 de junio, junto a la Lonja de Valencia, muy cerca del lugar en el que cuatro años antes “El Palleter” gritó “Guerra al frances”, el cuerpo de José Romeu Parras pende de una soga sujeta a su cuello.


El héroe Romeu

                                                          *

   Es Bernardo López García quien vuelve a escribir:

                                       Mártires de la lealtad
                                       que del honor al arrullo
                                       fuisteis de la patria orgullo
                                       y honra de la Humanidad.
                                       En la tumba descansad,
                                       que el valiente pueblo ibero
                                       jura con rostro altanero
                                       que, hasta que España sucumba,
                                       no pisará vuestra tumba
                                       la planta del extranjero.

                                                         *

   Había muerto un hombre, había nacido un héroe.

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REINAR DESPUÉS DE MORIR

   De cuantas historias de amor han sido en la historia, algunas se han hecho famosas por continuar más allá de la muerte de alguno de sus protagonistas. El caso de cómo, loca de amor, Juana sufría en vida la separación de su amado Felipe y después de muerto el esposo, era incapaz de separarse de él(1), no ha sido el único que los libros de historia nos cuentan. En realidad, mezcla de leyenda e historia, muchos de estos casos han sido inspiración de grandes obras de la literatura.

   Hacia 1640 Luis Vélez de Guevara escribió, con cierta fantasía, en “Reinar después de morir”, unos hechos ocurridos trescientos años antes, que la historia cuenta así:

   En Portugal reina Alfonso IV. Es hijo de Dinis y de Isabel, la reina santa. En 1309 contrae matrimonio con Beatriz de Castilla. Pese a ser el heredero legítimo, alberga la sospecha de que su padre siente predilección por otro de sus hijos, éste bastardo, tenido con Aldonza Rodríguez, que también lleva por nombre Alfonso. Esto supone que las relaciones entre padre e hijo no sean buenas y que los celos que siente el heredero de su hermanastro Alfonso Sánchez, que con tal nombre se le conoce, sean causa de guerras civiles entre padre e hijo, aunque de las disputas siempre la reina Isabel se ocupe, incluso interponiéndose entre los dos bandos en el propio campo de batalla, hasta neutralizarlas.

   Como había sucedido entre su padre y su abuelo, tampoco Pedro se llevaría bien con su padre el rey Alfonso. Pedro había estado casado con la infanta castellana Constanza Manuel. En vida de ésta Pedro había tenido como amante a Inés de Castro, hermosísima mujer, llegada a Portugal como asistente de la princesa castellana, pero al morir Constanza, su viudo decidió proseguir con igual intensidad y sin tapujos  su relación con Inés.

   Los versos de Vélez de Guevara dejan fuera de toda duda el amor que se profesaron los amantes.

                                  El alma al verla salió
                                  por la puerta de los ojos,
                                  y a sus plantas, por despojos,
                                  las potencias le ofreció;
                                  el corazón se rindió
                                  sólo con llegar a ver
                                  esta divina mujer,
                                  y ella, viéndome rendido
                                  y en su hermosura perdido,
                                  pagó con agradecer.

   Pero no debió gustar mucho a los nobles portugueses ni al propio rey Alfonso las relaciones de Pedro con Inés, con la que tuvo varios hijos que, a los ojos de algunos nobles y al fin también del rey, parecieron un inconveniente para el mantenimiento de la soberanía portuguesa independiente de la castellana, por lo que, por impulso real o al menos con su consentimiento, al llegar el 7 de enero de 1355, ausente Pedro, tres cortesanos, Pedro Coelho, Álvaro Gonçalves y Diego López Pacheco, llegan a Coimbra y dan muerte a Inés degollándola.

   Pedro, al conocer el asesinato de su amada Inés, rabioso, ciego de ira, se enfrenta a su padre. Se declara una guerra civil. Pedro saquea propiedades reales en el norte de Portugal y se dirige a Oporto, sitiándola. Finalmente, como había sucedido con Santa Isabel que intercedió entre su abuelo Dinis y su padre, ahora su madre Beatriz media entre padre e hijo y evita el enfrentamiento, comprometiéndose ambos a no guardarse rencor entre ellos ni Pedro a buscar venganza contra los autores materiales del crimen.

   Pedro tiene paciencia y espera. Aplacada su ira, mas no su deseo de venganza, cuando, muerto su padre el 28 de mayo de 1357, fue coronado aún no se había apagado en él la sed de venganza. Logró que dos de los asesinos de Inés, Coelho y Gonçalves, que estaban en Castilla le fueran entregados –López Pacheco había huido a Francia–, los sometió a tortura hasta morir y declaró a Inés como legítima esposa suya.

Monasterio de Alcobaça, escenario de la leyenda en la que
 Inés de Castro se convirtíó en reina después de morir. 

   Es a partir de ese momento cuando la leyenda se apodera del relato, deja de ser historia de los hechos, para ser la historia de lo que alguien deseo que hubiera sido: que Pedro no sólo rehabilitara el nombre y la memoria de Inés, sino  también su cuerpo, colmándolo de honores. Ordenó que se exhumaran los restos de Inés, que permanecían en Coimbra, en el convento de Santa Clara, y que fueran trasladados a Alcovaça, monasterio de importancia fundado a principios del siglo XII por Alfonso Henríquez, el primero de los reyes que tuvo Portugal, en el lugar en el que dos riachuelos se juntan: el Alcoa y el Baça. Lo mandó erigir para conmemorar la reconquista de Santarem, y quiso que fuera tan importante, que lo hizo para alojar a mil frailes. Allí, puesto el cadáver de Inés sentado en un trono junto a él, también sentado en otro igual, ordenó que nobles y cortesanos presentaran  sus respetos a la reina, y besaran su mano en señal de acatamiento.

   Dos sepulcros encargados por Pedro, uno para Inés y otro para sí mismo,  piezas excelsas del arte gótico funerario fueron labrados para ser colocados uno junto al otro ─hoy separados en contra de la voluntad del monarca, uno en cada brazo del crucero de la iglesia de Alcovaça─, como reconocimiento a su mutuo amor.

(1) Además del citado caso de Juana y Felipe, más extensamente contado en “Las cosas del querer” y el menos conocido de la poetisa Carolina Coronado que tuvo a su fallecido esposo Horacio Perry momificado en su casa de Sintra hasta su propia muerte, también en “Locuras de amor” fue contado otro caso, impregnado de leyenda y contado por el mismo autor en “Noches lúgubres”. Es el del escritor José Cadalso, perdidamente enamorado de la actriz María Ignacia Ibáñez, quien tras la muerte de la amada, pretendió exhumarla de la fosa en la que fue enterrada para verla por última vez.
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LA SÁBANA

   Muchas veces a lo largo de los tiempos, los artistas han tratado de realizar sus obras conforme a la naturaleza de las cosas y también de las personas; sin embargo sus patrocinadores y clientes, otras tantas, han tratado de limitar su libertad de hacer.

   Es difícil tomar partido por unos u otros en estas cuestiones de arte; si el cliente que encarga una obra se obstina en determinadas condiciones puede pensarse que su derecho sea bastante; pero en el arte quizás convenga ser más flexible de lo que fueron los propietarios de algunas obras.

   El Cristo blanco de Cellini expuesto en El Escorial está cubierto con un paño. Un año después de que Benvenuto Cellini lo terminara, se cerraban las sesiones de Concilio de Trento. Ningún desnudo sería desde entonces bien visto y la obra de Cellini, que los frailes del monasterio juzgaron indecorosa ante la visión íntegra de la anatomía del crucificado, fue cubierta por un paño que aún perdura.

   También Miguel Ángel sufrió las presiones puritanas de Biaggio en su obra “El juicio final”, en la Capilla Sixtina del Vaticano; pero el genial Buonarroti, difícil de doblegar, tomó venganza y puso al censor en el sitió que creyó le correspondía (1).

   Carlos III, había llegado desde Nápoles. Fue un buen rey para España este Borbón, más en el arte estuvo sujeto a los convencionalismos de la época. Convencido de la obscenidad de la desnudez del cuerpo humano, ordenó que todas las pinturas de palacio que pudieran llevar a pecaminosas miradas concupiscentes fueran retocadas, cubriendo las carnes para una mejor salvación de la almas de quienes las miraban. A Dios gracias ─porque Dios nada impone en el arte, es la mente de algunos hombres─ Mengs,  pintor de la corte, desobedeció el mandato real.

   Y más cerca en el tiempo también hay casos: En la catedral de Valencia existe una capilla, la de San Francisco de Borja, con cuadros de Goya. Uno de ellos es “La muerte del impenitente” en el que se ve al agonizante, recostado en el lecho, acosado por los demonios, y próximo a él San Francisco de Borja mostrándole un crucifijo del que parten rayos, que no quieren ser otra cosa que la emanación del perdón y la misericordia divina.


   El agónico personaje semidesnudo, está cubierto con una sábana que cubre parte del cuerpo del endemoniado; y parece que así estuvo desde el principio, aunque haya, parece que infundadas, varias teorías que apuntan a que no siempre fue así. El historiador Francisco Tramoyeres, a comienzos del siglo XX, se hizo eco de la leyenda que afirmaba que don Francisco puso el cuerpo del moribundo en el lienzo, abandonado en el lecho, yéndosele la vida en la misma forma en la que uno llega a ella, que esto no gustó nada a los canónigos de la Seo valenciana, que exigieron a Goya que el cuerpo del moribundo fuese tapado en sus partes pudendas con alguna prenda, a lo que don Francisco a regañadientes y tras mucha discusión cedió, pero que lo hizo con trampa, pintando a la aguada una sábana, que con la conveniente limpieza descubriría el cuadro como él lo concibió. La leyenda se confirmó como tal cuando en los años treinta del siglo XX, en una limpieza y restauración que se hizo del cuadro, la sábana se mantuvo en su sitio, la varonil anatomía del moribundo siguió oculta a la vista y quedó desterrada la teoría de la aguada. Pero aún se mantiene otra teoría. Ésta defiende que el cabildo catedralicio, ante la negativa de Goya al decoroso cubrimiento, encargó a otro pintor que colocara el dichoso trapo. Esa fue la hipótesis defendida por el historiador francés Charles Yriarte a finales del siglo XIX, que en su biografía de los que han estudiado mucho el hacer del maestro aragonés se aventura a decir que la sábana, llena de arrugas y pliegues, no hubiera sido pintada así por don Francisco.

   Sin embargo el cuadro, pintado en 1788, es digno de atención sea cual sea la hipótesis correcta, o incluso aunque ninguna de ellas sea cierta, ya que el boceto del cuadro, que fue propiedad del duque de Osuna y hoy de la marquesa de Santa Cruz también exhibe una sabana colocada sobre el impenitente retratado, quizás contradiciendo cualquier fantástica suposición, ¿o no? Quién sabe.

(1) En una esquina del mural, con cuerpo de demonio y…su propia cara. La historia de esta “pequeña venganza” de Miguel Angel se puede leer en “El poder del pincel”.
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LA MANO DE PLATA

   Ésta es la casi desconocida historia de un soldado, de un soldado valiente. Comenzó sus veintiocho años de vida en Cartagena a comienzos de 1881 y desde bien joven quiso ser militar, por lo que al cumplir la edad reglamentaria Antonio Ripoll Sauvalle ingresa en la Academia de Infantería de Toledo. Pero valiente como es, necesita de aventuras, las que no encuentra en su sedentario destino cartagenero. Solicita, pues, su marcha a Filipinas. Allí sí encontrará la acción que busca.

   Ripoll llega a Filipinas con grado de alférez. Está en Manila cuando las tropas americanas comienzan su ofensiva. El 13 de agosto de 1898 entra en combate y resulta herido. Una de las balas enemigas alcanza la muñeca de su brazo izquierdo. Ripoll, ya en el hospital, se enfrenta a lo peor: la amputación de su brazo. Tiene diecisiete años y su carrera militar apenas iniciada parece terminar; pero no, Ripoll no es hombre de los que se resigna con facilidad; no está conforme con su destino y al llegar a Madrid, como capitán, rechaza ser un mutilado de guerra. Pide audiencia real y la consigue. Ante la reina regente pide que se le permita seguir en activo. Doña María Cristina tiene palabras cariñosas para el muchacho, y también hechos: accede a la demanda y además ordena que sea fabricado un brazo ortopédico de aluminio. Un brazo de plata dirán que lleva y por tal será conocido en el futuro. Un brazo que,  enguantado, le caracterizará siempre.


   Pero Ripoll es activo por naturaleza, y vehemente. Estando en Cartagena un periódico local edita un artículo que ofende al estamento militar. Ni corto ni perezoso, ante la pasividad de sus compañeros, se presenta en la redacción del diario:
   ─ Infamias son las publicadas por este diario. ¿Quién es el autor de semejante disparate? Atrévase a dar la cara─ grita Ripoll.
    No son palabras ni formas las del oficial fáciles de dejar de tener en cuenta y por fin el autor del artículo da la cara y se presenta ante Ripoll, que pese a su juventud, o quizás por ello, conmina al periodista a retractarse de lo escrito o a batirse en duelo. Pero ni una cosa ni otra suceden. Ripoll entonces abofetea al redactor con su enguantada “mano de plata” para provocar el lance. Otros redactores de la publicación, solidarios con su compañero, al conocer la agresión protestan por ello. Ripoll les reta igualmente. Su carácter vehemente y su ímpetu reforzado por su juventud le procuran un arresto de doce días, que más parece un castigo simbólico que un correctivo a su mal genio.

   Por fin en 1909 Ripoll vuelve a la acción. Se han declarado hostilidades en  Melilla contra los rifeños y el capitán Ripoll pide su traslado a dicha plaza.  En las inmediaciones de la ciudad, entre Zeluán y Ben-Bu-Ifrur, la columna del capitán Ripoll cierra la retirada de una misión de reconocimiento, pero desde una casa rodeada de chumberas arrecia el fuego enemigo sobre la columna española. Ripoll decide asaltarla y, calada su bayoneta, se lanza con los suyos al ataque. El avance es decidido, no le falta valor al capitán, pero una bala le alcanza, y Ripoll cae. Sus soldados asustados, sin jefe, retroceden y el cuerpo del capitán queda yerto en el campo de batalla sin que se pueda retirar su cadáver.

   Cuando varios días después se puede recoger el cadáver, al cuerpo del capitán le falta su brazo de aluminio, que los rifeños creen de plata. Los rifeños pedirán un rescate por la pieza, que al fin será recuperada. Hoy los restos del capitán Antonio Ripoll Sauvalle al que por decreto firmado por Alfonso XIII el 6 de octubre de 1909 se le concedió la cruz de San Fernando de segunda clase, reposan en el panteón de héroes de Melilla y su “brazo de plata” se conserva y puede ver en el Museo Histórico Militar de Valencia, merced a la donación hecha por su familia.
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VIAJES EN TERCERA PERSONA. BURDEOS

   El viajero avanza deprisa por la autopista que le lleva directamente a Burdeos. A un lado y otro de la carretera, durante decenas de kilómetros, ve un bosque interminable: son Las Landas. El viajero ha leído que se trata de la mayor masa forestal de Europa. Es posible que así sea porque sabe que hay casi doscientos kilómetros de autopista flanqueada por pinares con, apenas, alguna que otra calva, y que hacia el Este son casi cincuenta los kilómetros que le separan del océano Atlántico cuajados de vegetación. Aunque no siempre fue así, porque esta región  fue antaño pantano casi deshabitado por los hombres y, hasta que Napoleón III ordenara la plantación masiva de pinos, casi exclusivamente habitado por mosquitos.

    Cerca de Burdeos el viajero ve dos carteles: uno anuncia la duna de Pyle. Es ésta una duna de arena de ciento diez metros de altura. A uno de sus lados el mar, al otro Las Landas. De la duna dicen que es, igual que el bosque que la roza por su interior, la mayor de Europa. No será lo único de lo que el viajero vea que ostente un record de tamaño. El viajero no tiene tiempo de ir, pero se promete verla algún día, igual que el lugar anunciado por el otro cartel: Arcachon, lugar turístico y famosísimo por el cultivo de ostras. En el siglo XIX, Arcachon era un lugar tranquilo y discreto, y por ello fue elegido como lugar del primer encuentro, ya pensando en un próximo matrimonio, entre Alfonso XII, viudo de María de las Mercedes, y la princesa María Cristina de Habsburgo.

    Cuando el viajero llega a Burdeos, entra por la margen izquierda del Garona, amplio y caudaloso río. El viajero ve un enorme barco de pasajeros atracado en el muelle.  El río es navegable por grandes buques que penetran por el estuario de La Gironda, formado por el Garona y el Dordogne, y se adentran río arriba casi hasta el centro de la ciudad, donde topan con el famoso puente de Piedra, que construido en 1822 tiene diecisiete ojos, uno por cada una de las letras con las que se escribe el nombre del general y emperador de Francia que había muerto el año anterior, prisionero, en la isla de Santa Elena. Francia comenzaba a recordar, mitificando, la valía del general corso.

   Caminando por la margen izquierda, por los muelles, el viajero llega a la place de la Bourse. Detrás de los edificios que tiene ante la vista en la plaza está el Burdeos viejo, luego dará un paseo por él. Ahora continúa y llega a la place de Quinconces. Pasa por ser la mayor plaza urbana de Europa. Algo destartalada, en opinión del viajero, tiene a sus lados estatuas de Montesquieu y Montaigne(1), ubicuos personajes en casi todas las plazas de Francia, pero que en este caso se justifican aún más por ser ambos casi bordeleses, por haber nacido en castillos próximos a la ciudad; y al fondo el Monumento a los Girondinos. Erigido en los últimos años del siglo XIX, es un homenaje a la libertad, cuya alegoría remata una altísima columna. Cerca, volviendo hacia el centro, el Gran Teatro, en la place de la Comedie y el inicio de la calle de Sainte Catherine: una larga calle peatonal de cuyas bocacalles nace el viejo Burdeos lleno de bares y restaurantes. Es suerte para el viajero encontrarse allí. Es la hora de comer y no le resulta difícil encontrar lugar que le guste. No hay restaurante en cuya carta no haya varios guisos a base de pato. El viajero prueba corazones asados, y se ayuda con un vino de Burdeos, como toca. Otro día en Blaye, ciudadela construida en la margen derecha del estuario probará las famosas ostras de la región. Ya dijo el viajero que Arcachon es famosa por los criaderos de ese molusco. 

   Despues de comer, da un paseo por el centro hasta llegar a la catedral de Saint André, patrimonio de la humanidad, que tiene templo y torre, separados uno de la otra, y ésta rematada con una áurea imagen de la Virgen de Aquitania. Dicen que la torre se construyó así, a distancia, para impedir que las vibraciones de las campanadas perjudicaran el templo.

El monumento a los girondinos desde la place de la Comedie
















   El viajero no está muy convencido de que ello sea la razón, pero lo que sí sabe es que no es la única iglesia construida siguiendo ese mismo patrón: la de Saint Michel, con su torre aguja de 114 metros de altura, separada también del templo, fue levantada en el siglo XV.  Esta iglesia está bastante cerca del río. Piensa el viajero que será buena idea subir a lo alto de la misma, y que desde allí tendrá buenas vistas. Y no se equivoca. Desde lo más alto que se le permite subir, casi a cincuenta metros sobre el nivel de la calle, lo ve todo. Lo que ya ha visto, y lo que le queda por ver de cerca: La Grosse Cloche, una de las puertas de la antigua muralla; porque Burdeos tuvo pasado de mucha importancia: la ciudad estuvo bajo dominio inglés hasta el siglo XV. Con su rendición vio su fin la guerra de los Cien Años, aquella guerra intermitente, que asoló la Francia huérfana de dueño. Burdeos, ya francés, volvió a llamar la atención del mundo, cuando durante la revolución francesa los diputados de la Gironda, contrarios al jacobinismo intransigente, plantaron cara al tirano Robespierre (1) .

   No olvida el viajero dar un paseo por Cours de L’intendance. Allí está la sede del Instituto Cervantes, en el inmueble en el que vivió sus últimos años y murió Francisco de Goya, retirado en Francia tras la vuelta del absolutismo a España después del trienio liberal. Hoy, junto a la fachada de la cercana iglesia de Notre Dame, donde se celebraron los funerales a su muerte, hay una estatua del pintor, replica de la existente en Madrid, obra de Mariano Benlliure.

    Pero si relativamente tranquilo fue el final de su vida en Burdeos, no puede decirse lo mismo de sus restos. Cuando en 1888 se exhumó su cadáver para trasladarlo a España, se comprobó que faltaba su cabeza. Si fue robado, como piensan algunos, para realizar estudios frenológicos, muy en boga durante el siglo XIX, o cedida para ese mismo fin por el propio pintor, es cosa que no se sabe con certeza.

   Lo que sí se sabe es que en el museo provincial de Zaragoza existe un lienzo. Está pintado en 1849 por Dionisio Fierros y en cuyo reverso se advierte que la calavera pintada es la de don Francisco de Goya, igual que se sabe que en 1919 cuando por fin fueron trasladados a Madrid los restos del pintor, con los mismos, en la urna en la que se depositaron, fue introducida un acta en la que se hizo constar la ausencia de la cabeza, pues era fama que al morir el pintor fue entregada para su estudio.



   El viajero se acerca una vez más al río. En el paseo, frente a la place de la Bourse, ve un trozo de cielo en la tierra: es "el espejo del agua", una finísima lámina de agua, que lo refleja todo. Es obra reciente, del siglo XXI, pero ya, casi con la fama de lo que le rodea hecho más de doscientos años antes. La gente acude, se quita los zapatos, y camina sobre el espejo hasta que desaparece de la vista de los que se quedan en la orilla,  cuando los surtidores de vapor comienzan a difundir una blanquecina nube que lo envuelve todo. El viajero, una vez visto todo lo que quería ver, también desaparece. Otros lugares le esperan.

(1)  Michel de Montaigne fue alcalde de Burdeos entre 1581 y 1585.
(2) Algunos personajes que hicieron de Burdeos un foco contrarrevolucionario fueron Teresa Cabarrús (ver una francesa de Carabanchel)  y su amante Tallien.
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HISTORIA DE UN ENSAÑAMIENTO

    Cuando el 22 de marzo de 1814 Fernando VII regresa a España el pueblo le recibe con entusiasmo. No hace falta mucho tiempo para que los españoles comprueben cuáles son las íntimas intenciones del rey recién llegado. Tan retorcido en su pensamiento como mendaz en su palabra, libres sus manos para actuar a su antojo, no tarda en fijar su mirada en Manuel Godoy, príncipe de la Paz, el mismo Godoy al que en 1808 había salvado de las enfurecidas turbas en Aranjuez ─más por los ruegos de sus padres, que por sí mismo─, cuando Manuel, dueño de España hasta entonces, y del corazón de los reyes, sobre todo del de la reina María Luisa, salió de su escondite, tras pasar tres días envuelto en una alfombra de su palacio durante aquel motín.

    Viven los reyes Carlos y María Luisa en su exilio romano, en el palacio Borghese, y con ellos Godoy y sus hijos Luis y Manuel tenidos con  su amante, Pepita Tudó, que también le acompaña. También está Carlota, la primera hija de Manuel tenida con su esposa legítima, María Teresa de Borbón y Vallabriga, condesa de Chinchón, que tras los sucesos de Aranjuez huyó a Toledo sin querer saber nada de su esposo, al que nunca quiso, ni a su hija a la que aborreció por recordarle siempre a su indeseado esposo.

   Pero Fernando, rey absoluto ya, no quiere a sus padres y mucho menos a Godoy, al que odia. A aquellos trata de hacerlos infelices; a éste lo perseguirá con saña durante todo su reinado, durante toda su vida. Así, muy poco tiempo después los manejos de Fernando logran que Godoy tenga que dejar Roma camino de Pésaro. Para ello no ha dudado en hacer uso de toda su influencia y poder, incluso ante el papa Pío VII, que le expulsa de los Estados Pontificios.

   Apenas deja Manuel a sus reyes, llega a Roma Antonio Vargas Laguna. Es el nuevo embajador ante la Santa Sede enviado por Fernando VII. La brillante carrera del extremeño Vargas se debe en buena parte a Godoy, que le asignó importantes destinos y premió con grandes distinciones. Vargas se lo reconoció entonces con el agradecimiento debido; pero ahora los hilos de España los maneja Fernando VII, está a su servicio y su misión es incomodar a los reyes padres y perseguir a Godoy, su antiguo benefactor. Y lo hace bien, con tanto empeño y tenacidad que Fernando años después le concederá el título de marqués de la Constancia.

    Cuando Napoleón tras su estancia en la isla de Elba irrumpe de nuevo en la escena europea, tiemblan las coronas europeas. Murat, desde Nápoles, se dirige a Roma y de ella huyen los reyes que se refugian en Verona, bajo la jurisdicción del Imperio Austro-Húngaro. Allí vuelven a ver los reyes a su amado Manuel. Aprovecha la reina para pedir a Francisco, el emperador, que dé cobijo a Godoy, constantemente acosado por Vargas, pero Manuel, pese a los insistentes ruegos de Pepita rehusa, no dejará a los reyes que tanto le aman.

   Derrotado Napoleón en Waterloo, todo vuelve a la situación anterior: Godoy a Pésaro, Pepita Tudó, nuevamente alejada de Manuel, está en Suiza, los reyes a Roma, ahora al palacio Barberini, en el que alquilan una planta. Aunque los reyes tienen una importante colección de pinturas, su situación económica no es buena, pues sus rentas se han visto considerablemente mermadas en los últimos tiempos. Sus muchos problemas no le hacen olvidar a Manuel. María Luisa, trata de protegerlo cuanto puede. Primero pidiendo a Pío VII que permita su regreso a Roma y que anule su matrimonio con la condesa de Chinchón para regularizar su relación con Josefa Tudó, ésta muy interesada también por sí y para conseguir legitimar a sus hijos tenidos con Godoy; y después testando a su favor.

Manuel Godoy por Agustín Esteve Marqués.
Museo de Bellas Artes de Valencia.

   El 24 de septiembre de 1815, María Luisa hace testamento, instituye heredero universal de todos sus bienes a Manuel Godoy, príncipe de la Paz, con el consentimiento de Carlos, el rey. Ruega a sus hijos acaten tal disposición, pero declara que si a pesar de su súplica no respetan sus hijos su deseo, sean beneficiados con la parte que por legítima les corresponda, adjudicándose el resto al heredero instituido. Termina designando a su esposo Carlos ejecutor del testamento: “Pues nadie mejor que él, con quien hemos tenido una sola voluntad ejecutará lo que acabamos de disponer en su presencia”.

    Pero toda la buena voluntad que ponen los reyes en favorecer a su amigo y fiel Manuel se ve entorpecida por los malos propósitos de Fernando que, por medio de Vargas Laguna, torpedea las acciones que los reyes hacen para favorecer a Godoy.

   No le cuesta mucho al embajador Vargas argumentar ante Pío VII razones que impidan anular el matrimonio de Godoy con la condesa de Chinchón, pero no logra convencerlo de que no atienda la petición sobre el retorno de Manuel.

   Cuando Godoy llega al palacio Barberini de Roma ve a su hija Carlota. Es ésta una jovencita que comienza a relacionarse con el infante Francisco de Paula, el hermano menor del rey Fernando. El brazo del rey se alarga de nuevo hasta Italia para perturbar la tranquilidad de los exiliados. Fernando no tolera que sangre de Godoy pueda mezclarse con su propia sangre aunque sea por la de su hermano Francisco de Paula. Otra vez Vargas Laguna que demuestra constante odio a su antiguo benefactor interviene.  Francisco de Paula es alejado de Roma. Las intrigas en el palacio Barberini son constantes. El embajador Vargas sabe como crear conflictos. El rey así lo manda y Vargas parece hacerlo con auténtica delectación.

   Convencido Godoy de que Fernando nunca aflojará su lazo, decide aceptar la hospitalidad del emperador Francisco I. Solicita ser aceptado como súbdito del Imperio Austro-Húngaro cuando fallezcan los reyes a los que sirve. También Josefa Tudó ayuda en el propósito. Cuando el príncipe de Metternich acude a Bagno a Corsena a tomar las aguas, Josefa, que está en Pisa, acude a verle. Se presenta con sus mejores galas, su propia belleza. Metternich queda impresionado. Poco tiempo después el embajador imperial en Roma, príncipe Kaunitz, comunica a Godoy la autorización del emperador a establecerse él y toda su familia en Austria.

   Godoy está constantemente vigilado en Roma, parte del personal del palacio Barberini está comprado por Vargas, al que informan, y resulta imprescindible actuar con sigilo. Con las máximas precauciones Manuel y Josefa deciden que sea ella o alguien de su confianza quien se ocupe de comprar unas tierras en su nueva tierra de acogida.  Deciden, pues, encargar la misión a José Martínez, en quien Pepita confía mucho; pero el brazo de Vargas es largo y la lealtad de Martínez corta.

   De la importancia que da Fernando VII a la fanática persecución de Godoy en el exilio da cuenta el hecho de que envía a Viena, como embajador, a don Pedro Ceballos, insigne personaje, ministro con Carlos IV, con José Bonaparte, también con Fernando. Nada más llegar a Viena, Ceballos se entrevista con Metternich, quien atónito escucha la petición del español para que se revoque la autorización dada a Godoy. De mala gana, sin comprender muy bien porqué, el emperador accede. Godoy queda solo y abandonado.


    Pero las desgracias para Manuel no llegan solas. A la muerte de su hijo Luis, a causa de una tuberculosis, sucede un empeoramiento en la salud de la reina María Luisa, que muere de una pulmonía el 2 de enero de 1819. Él mismo, de malaria,  está a punto de morir, pero se recupera. Poco después, el día 19 es el rey Carlos el que fallece. Mas con la muerte de los reyes no terminan las tribulaciones de Godoy. Muerta la reina y el albacea(1), el testamento de aquélla no se respeta; poco cuesta a Fernando incumplirlo y que sus hermanos hagan lo mismo, repartiéndose entres ellos todas las obras que hay en el palacio Barberini.

   Godoy queda sumido en una gran depresión. El embajador Vargas Laguna mantiene la presión sobre él. Le advierte que nunca regresará a España, que nunca podrá ser súbdito de otra nación, ni de Austria ni de Roma ni de Francia. Desde villa Campitelli escribe a Josefa. Su desánimo es patente: “No duermo dos horas por la noche. Tengo una estantería de libros al lado de la cama, y me entretengo en repasar las vidas de tantos desgraciados como me han precedido. El mundo está lleno de infortunados, y no hay rincón en la tierra que no esté regado con lágrimas de infelices”.

   Un pequeño respiro llega para Godoy poco después. Rafael Riego, alzado en armas, inaugura un periodo de esperanza para España y para el atribulado Godoy. Vargas Laguna, que tan implacablemente le ha perseguido durante los últimos años deja Roma. El rey jura a la fuerza la Constitución de Cádiz y pronuncia en la más célebre y cínica exhibición de falsía: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”, su más absoluta demostración de hipocresía. Carlota, con su destino unido al de su padre hasta ahora, frustrados sus intentos de matrimonio por sus perseguidores logra levantar el vuelo. Se casa con Camilo Rúspoli, conde, aunque pobre, con el que vuelve a España. Pero la alegría para Manuel dura poco, apenas tres años. El duque de Angulema al frente de los Cien Mil Hijos de San Luis restituye el absolutismo en España y el breve paréntesis de calma para Godoy termina. Fernando prosigue su acoso implacable. Sigue residiendo en Roma, ahora con Josefa que se ha reunido con él. Allí reciben la noticia del fallecimiento de la condesa de Chinchón. Un mes después en enero de 1829 Manuel, ya libre, y Josefa contraen matrimonio.

   Ese mismo año Godoy trata definitivamente de sacudirse el yugo real. Compra el feudo de Bassano a la familia Giustiniani y obtiene del papa Pio VIII la concesión del título de príncipe de Bassano.  Tiene escasas rentas, pero le otorga la ciudadanía romana y le pone a salvo de la persecución fernandina.

                                                         *

   Pese a tener la ciudadanía romana y haber recuperado una cierta tranquilidad, Godoy marcha a París en 1832. Ya no estará Josefa con él, aunque será ella quien se ocupará de administrar, con escaso acierto, la cada vez más menguada hacienda del antiguo valido. En condiciones económicas cada vez más precarias, viendo en distintos inmuebles parisinos, conocerá el fallecimiento de Fernando VII, comenzará a escribir sus memorias y formulará, sin éxito, distintas peticiones para la reposición de sus bienes y honores. Nada se hará desde España por él. Será Luis Felipe, el Rey Ciudadano, quien le conceda una pensión que alivie su mala situación económica de la que no se repondrá nunca.

   Finalmente, en 1847, a sus ochenta años, Godoy recibe la autorización para regresar a España, se le reponen los títulos de duque de Alcudia y Sueca, el rango de capitán general y se le concede la gran cruz de San Hermenegildo. Pero don Manuel Godoy y Álvarez de Faria no volverá a España. El 4 de octubre de 1851 muere en París, en el número 20 de la Rue de la Michodière, Tenía 85 años. Medía vida en la cumbre, en la cúspide del poder, la otra media, en el exilio, perseguido y olvidado. Siempre fiel.

(1) En realidad poco antes de morir, Carlos remitió una carta al embajador Vargas Laguna en la que desautorizaba el testamento de la reina  por ser contrario a las leyes y renunciaba a su albaceazgo.
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