LA GUERRA DE LOS POBRES

   Aunque la Constitución de 1812, en su artículo 361, dejaba claro que “Ningún español podrá excusarse del servicio militar, cuando y en la forma que fuere llamado por la ley”, pronto se vio cómo el interés de algunos no estaba conforme ni siquiera con la primera palabra del precepto. Poco a poco, primero en la ley de quintas de 1823, que autorizaba el establecimiento de la sustitución para la prestación del servicio militar; y luego, ya sin reparos, en la Ordenanza de 1837, la redención por dinero, las clases más pudientes encontraron el cauce legal para eludir el envío de sus hijos al servicio de armas.

   No es de extrañar que así sucediera. España durante casi todo el siglo XIX anduvo enfrascada en continuos conflictos civiles y coloniales. Especialmente las guerras en Cuba y Filipinas fueron devastadoras para unas tropas mal pertrechadas, más por las durísimas condiciones de las selvas en las que se enfrentaban al enemigo que por la propia lucha en los frentes.

   Tal situación de injusticia consentida por la ley tuvo respuesta por los afectados, los hijos de las clases bajas. En muchos casos la solución fue la de abandonar sus domicilios e instalarse en el extranjero antes de ser llamado a quintas, de manera que su falta de incorporación a filas se justificase con su ausencia. Pero los mozos que así actuaban, sin serlo del todo, parecían prófugos. Los gobiernos tomaron medidas limitando la concesión de permisos para emigrar y se implantaron fianzas con las que en caso de no volver al ser llamados, el propio gobierno las usase para la sustitución del mozo ausente por otro.

   También el ingenio y la trampa tuvieron su papel a la hora de dar esquinazo al alistamiento por medio de la sustitución: impedidos, enanos y todo tipo de deficientes se ofrecían o eran ofrecidos, por módicas cantidades, para sustituir a los mozos. Estos quedaban liberados, y aquellos siempre exentos, por inútiles, de  prestar el servicio; otras veces quienes se ofrecían, también a buen precio, eran holgazanes o gentes de mal vivir, que resultaban finalmente caros a los sustituidos, pues nada más ponerse el uniforme desertaban y volvían a su transeúnte vida, dejando al mozo sustituido en difícil situación, que solía resolverse con su propia incorporación a filas.

   Pero es en la redención por dinero donde la injusticia se hacía más patente y cuando las diferencias entre clases sociales se manifestaban en toda su crudeza. Si resultaba penoso para los padres de las clases más pobres ver como sus hijos partían camino de guerras que poco les importaban, mucho más angustioso era recibir los partes de las bajas en las que figuraban sus hijos, mientras veían pasear por las calles a los de sus vecinos ricos liberados del servicio y de una muerte casi segura.

   Para impedirlo las familias trataban por todos los medios de alcanzar los recursos necesarios para evitar a sus hijos un futuro tan poco halagüeño. El precio para conseguir la sustitución y la redención a metálico fue muy variable a lo largos del siglo XIX. A finales del siglo, próximos los desastres del 98, eludir el servicio militar en la península suponía pagar 1.500 pesetas y 2.000 pesetas en ultramar, cantidades muy considerables para la época y difícilmente asequibles a las clases más bajas que, pese a todo, intentaban por todos los medios posibles liberar a sus hijos de tan infausto destino.

   Comenzaron a proliferar las casas de seguros especializadas en la liberación de mozos. Y así los padres, desde el nacimiento de sus  hijos varones, comenzaban a pagar unas primas que asegurasen el capital suficiente para liberar a sus hijos del servicio militar. No era ésta la única forma ni la menos gravosa, aún suponiendo un exigente sacrificio para aquellas pobres familias; los prestamistas, bien organizados en cajas de crédito, ofrecían a un interés usurario el importe necesario para la redención de los mozos. Estas Cajas se extendieron por toda España exigiendo a los prestatarios, generalmente campesinos, avales sobre sus cosechas y ganado. Los abusos de estas compañías obligó al Estado a intervenir, constituyendo en 1859 el Fondo de Retenciones y Sustituciones, con lo que el Estado se convirtió en el principal gestor de las sustituciones del servicio militar por dinero.

Reproducción del cuadro de Salvador de Viniegra sobre la
 proclamación en Cádiz de la Constitución de 1812. Cien años
 fueron necesarios para consagrar el derecho en ella recogido 
de que "Ningún español podrá excusarse del servicio militar".


    Varios intentos para erradicar tan injusto estado de cosas se trataron de llevar a cabo; pero ni el gobierno provisional, tras la revolución de 1868, ni el de la Primera República lograron hacer prosperar la abolición de tan discriminatoria situación. Habría que esperar muchos años, cambiar de siglo, para que el gobierno de Canalejas, en 1912, aboliese la redención a metálico, implantándose por fin el servicio obligatorio.

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SAGUNTO

   Si algo hace falta tener para hablar de Sagunto es buena memoria, porque para empezar a contar algo de lo que esta población ha significado para la historia es preciso dar un salto atrás en el tiempo y recordar lo que allí pasó hace más de dos mil años.

   En el año 219 a.C. la ciudad, que está habitada sobre todo por iberos y griegos, aunque no es romana, está bajo la protección de Roma. Aníbal, el general cartaginés, espera una declaración de guerra contra Roma, pero el senado cartaginés consta de muchos e influyentes miembros pacifistas interesados en mantener la paz y sus buenas relaciones comerciales con Roma, que se verían muy perjudicadas si se declarase la guerra. No le resulta, pues, al general fácil obtenerla; pero Aníbal, formidable militar, pero también hábil político, ve en Sagunto, en su asedio, causa para que sea Roma la que declare la guerra a Cartago. Durante ocho meses resulta asediada hasta que los saguntinos tras heroica resistencia son vencidos y la ciudad saqueada. Roma ha declarado la guerra, la segunda en la que se enfrenta a Cartago y Aníbal victorioso en Sagunto, con las espaldas cubiertas y la moral elevada fija su mirada en Roma. No tendrá un buen final para él la aventura. Pero no es lo sucedido más allá de los Alpes lo que interesa al viajero, que vuelve a pensar en la ciudad milenaria que tiene ante sí.

   Después, casi enseguida, Sagunto es romana, conoce tiempos de esplendor, crece, se construye un circo, del que apenas queda algo, y un teatro, del que quedaba bastante y ahora poco, así que el viajero no dirá mucho de él. Se construyó en tiempos de los emperadores Septimio Severo y Caracalla,  está apoyado en la ladera de la montaña a los pies del castillo, y ahora,  dos mil años después, es un espléndido auditorio al aire libre, con elegantes gradas de mármol y un práctico escenario de ladrillo cara vista, que permite la representación de tragedias griegas, teatro clásico y conciertos de jazz.


    El brillo de la herencia romana ahoga, en opinión del viajero, el resto del patrimonio arquitectónico saguntino, salvo el castillo, que es muy extenso. Está éste en lo alto de la montaña, última estribación de la sierra Calderona, ya casi asomada al mar que los romanos hicieron suyo y nuestro; y fue creciendo poco a poco hasta tener casi un kilómetro de longitud. Fue usado como defensa por romanos, visigodos, musulmanes, cristianos y aún en el siglo XIX fue baluarte en la lucha contra el francés.

    El viajero, ya abajo, en la población, no quiere dejar de dar un paseo por el antiguo barrio judío, ver algunos portales medievales con los que imagina bien cómo discurría la vida cotidiana en aquellas estrechas callejuelas y dos o tres iglesias de cierto valor: la de Santa María sobre todo ocupa al viajero largo rato; pero es al llegar al ayuntamiento, proyectado a finales del siglo XVIII, de traza neoclásica, aunque terminado ya en el XX, cuando al viajero le vienen al recuerdo hechos con los que Sagunto volvió a estar en punto de mira de los españoles.

   Lo primero fue recuperar su antiguo nombre romano.  Casi quince siglos llevaba Sagunto sin que su nombre romano figurara en más sitios que en el los libros de historia. Con la dominación musulmana, se le conoció como Morvedre y más tarde con Felipe V,  a cuyo favor luchó la población durante la guerra de Sucesión, Murviedro. Así la cita el ilustrado Cavanilles a mediados del siglo XVIII y así siguió hasta que en el siglo XIX, un siglo de catarsis para España, en el que pasó de todo para seguir todo igual, o peor, recuperó su nombre romano. El gobierno provisional surgido de la revolución “Gloriosa” del 68, la rebautizó con el nombre casi olvidado de Sagunto; y como si su recuperado nombre, de reminiscencias épicas, le diera fuerza, al doblar la esquina del decenio, en 1874, Sagunto decide dejarse oír de nuevo.


   El 21 de diciembre, el general Martínez Campos proclama rey al joven Alfonso XII. Las consecuencias para Sagunto de la “Restauración” no se hacen esperar: Sagunto recibe el título de ciudad. Como si un soplo de vida  la animase comenzaron a llegar inversiones: el carbón de Teruel y los Altos Hornos crearon riqueza y desarrollaron un barrio: el Puerto. Una iglesia bajo la advocación de la Virgen de Begoña,  pues mucho tuvo que ver en aquel proyecto industrial la siderurgia vasca, fue construida en 1929. Sin un estilo definido, ecléctica, mezcla de varios órdenes, al viajero le gusta verla presidiendo una plaza, cuyo suelo mojado refleja el azul del cielo, como si fuera un mar en el que el templo, con su fachada como proa de buque, tratase de navegar superando cuantas dificultades se le presenten a una ciudad acostumbrada a vencerlas.
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EL PACTO

   Sabemos bien cuánto dolor en las personas y destrucción en las cosas causan las guerras; pero a veces la calidad de los contrincantes permite descubrir que más allá de la brutalidad en los combates, del empeño en la victoria a todo trance, un rastro de sensatez, de sensibilidad, queda aún en el sentir de los rivales. Eso sucedió durante la batalla de San Quintín.

   La plaza está defendida por el almirante Gaspar de Coligny. Ha llegado éste después de que el gobernador de la ciudad hubiera avisado sobre el inicio del sitio por los españoles que, adentrándose en Francia desde Flandes comienzan el cerco sobre la ciudad. Coligny, no sin dificultades, ha logrado entrar en San Quintín con unos quinientos hombres que se suman a la guarnición de la plaza, a la espera que su tío, el condestable Montmorency, acuda en su ayuda mientras él resiste.

   Y así sucede. Montmorency envía cinco mil soldados al mando de Francisco de Coligny, señor D’Andelot y hermano de Gaspar. Alertadas las tropas del duque de Saboya, D’Andelot y sus hombres son emboscados. En la madrugada del 5 de agosto de 1557, por sorpresa, arcabuceros españoles, apoyados por los famosos “reiters”(1) comienzan el ataque sobre las tropas de D’Andelot, que avanzan en la oscuridad próximas ya a San Quintín. Poco después todo ha terminado para los franceses. Muchos muertos o capturados, la mayor parte emprende la huída hasta los cuarteles del condestable Montmorency, que se halla en La Feré, a unos quince kilómetros al sur de San Quintín. El peligro del avance español en tierra francesa preocupa al rey Enrique, que sabe que Felipe II sigue de cerca los acontecimientos. Ordena, pues, resistir e impedir la caída de la plaza.

   Y Montmorency, con veinte mil infantes y seis mil jinetes se prepara para el ataque, se aproxima a San Quintín, hacia su propio desastre. En las afueras de la ciudad, junto al río Somme, auténtica trampa mortal para los franceses, la caballería del conde Lamoral de Egmont da cuenta de las tropas francesas del Condestable. Solo, intramuros, con escasas fuerzas, apenas unos dos mil soldados, el almirante Coligny, desesperado, trata de organizar la defensa de la ciudad a la espera de una nueva ayuda, que no llegará.

   Dueñas las tropas españolas del campo abierto, la lucha se concentra en destruir las murallas de San Quintín. La potente artillería española arruina implacablemente las defensas de la ciudad, mientras las piezas francesas tratan, sin mucho éxito, de neutralizar con sus disparos los cañones españoles. Pero si la lucha a cielo abierto es dura y visible, bajo tierra se libra otra batalla: la de las trincheras y galerías. Desde las líneas españolas grupos de gastadores excavan galerías en dirección a las murallas. Trabajan durante todo el día en su interior, pero extraen la tierra e introducen todo lo necesario para el apuntalamiento y obras en la mina durante la noche, para evitar ser vistos y alertar a los sitiados sobre la boca de la mina y la dirección en la que avanzan las obras que además, para mayor precaución, tampoco lo hacen en línea recta. Su fin es llegar a los cimientos de las murallas y provocar una gran explosión que las destruya; eso si, decididos, no las sobrepasan abriendo una entrada en la ciudad.

   Naturalmente, los defensores, conocedores de estas prácticas, tienen respuesta: Coligny ordena la construcción de galerías más profundas aún, que crucen las de los sitiadores tratando de hundirlas. Tarea ésta de muy incierto resultado, dadas las dificultades que supone adivinar el trazado de la galería enemiga y el punto en el que provocar el hundimiento.

   Presente en el campo de batalla, tras la victoria, está Felipe II. Es la primera vez, y será la última, que el Rey Prudente, con una armadura sobre su cuerpo, visitará el escenario de una batalla. Más dado a la diplomacia, a diferencia de su padre, deja las guerras en manos de sus generales; pero aquí en San Quintín, está él, feliz por la victoria obtenida y la pronta rendición de la plaza.


   En cierto momento, tras uno de los constantes intercambios artilleros, Felipe II envía un mensajero a Coligny. Tiene el almirante francés, en la iglesia, en lo alto de su campanario, instalada una pieza artillera con la que trata de destruir los cañones españoles. El monarca español en su mensaje pide a Coligny que abandone los disparos desde esa posición. La torre es una magnífica construcción ─advierte en el mensaje─, que valdría la pena conservar, pero que tendrá que ser destruida si persisten los disparos desde ella. Coligny, comprende y, conforme, acepta.

   Los bombardeos continúan, y finalmente la mina construida por los españoles alcanza las murallas. Tras la explosión, que no logra derrumbarlas, pero sí abrir enormes brechas de imposible reparación, permite a los atacantes lanzarse al asalto de la ciudad. En ella un campanario, en pie gracias a un pacto entre caballeros, será testigo mudo de lo que sucederá  a partir de entonces: saqueo y destrucción, violencia y muerte.  

(1) Los reiters eran jinetes alemanes. Armados con media docena de armas cortas, se aproximaban con rapidez, en oleadas sucesivas, sobre la caballería enemiga descargando sus armas y revolviéndose con sus monturas para eludir el choque con las lanzas del enemigo.

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ME SUPRIMO

   Dedicó su ingenio a distraer a los demás. Escribió mucho y bien sobre las aventuras de personajes que hicieron las delicias de pequeños y mayores, y el éxito de su obra ha perdurado hasta nuestros días: Sandokán o El corsario negro son leídos y recordados aún; sin embargo, la vida de Emilio Salgari es una mezcla de misterio y desgracia, sobre todo de esto último. Se sabe que vino al mundo en Verona, pero ni siquiera sobre la fecha de su nacimiento hay acuerdo(1). Intentó ser marino, lo que consiguió a medias, porque aunque hizo algunos viajes por el Mediterráneo pronto se dedicó a la literatura como periodista y escritor, actividad en la que realizó las auténticas  singladuras por exóticos mares, con las que soñó, que le darían fama.


   En 1892, Emilio contrae matrimonio con Ida Peruzzi. Las cosas no parecen irle mal. Tiene trabajo en lo que le gusta hacer. Ida le da hijos y, aunque, pese al éxito y aceptación que logran sus artículos y libros, no está bien pagado, siempre en contante lucha con los editores que, en contratos leoninos, le exigen constantes títulos, mantiene, a duras penas, un nivel de vida razonable. En Turín, tras su regreso de Génova a la que había ido en busca de mejoras laborales, continúa escribiendo; sin embargo el germen de la desgracia está en él.

   Que su padre tiempo atrás se hubiera suicidado es posible que dejara en él una marca imborrable. El caso es que a sus cuarenta años se considera un viejo. Refugiado en su escritorio, insomne y fumando sin parar escribe: “Llega la vejez, nada tengo para pasarla tranquilo: sólo la eterna pluma, el eterno tintero y mi inseparable cigarrillo. El alivio me lo procura el tabaco: cien cigarrillos diarios me dan fuerza para mantenerme en pie; el alimento, no.”

   Sus adicciones al tabaco y al alcohol no son sus únicos males. Se hace llamar Capitán Altieri, pseudónimo utilizado por Salgari en algunos de sus cuentos; pero su inestabilidad emocional se manifiesta, de modo más notorio, cuando en 1909 Salgari trata de matarse dejándose caer sobre una espada. Fracasa, de momento. Dos años después una nueva desgracia golpea el ánimo de Salgari. Ida es ingresada en el manicomio de Collegno. Es más de lo que el escritor puede soportar. Casi arruinado, con cuatro hijos y una esposa loca, seis días después del ingreso de Ida en el sanatorio, Salgari decide poner fin a su vida. Pocos días antes ha comprado un cuchillo. El 25 de abril de 1911, Salgari deja Turín, se dirige al valle de San Martín y en uno de sus bosques se hace el harakiri, clavándose un cuchillo en el vientre para luego cortarse el cuello hasta morir desangrado. Una nota dirigida a sus hijos avisándoles del lugar en el que encontrarán su cadáver y pidiendo se entregue su cuerpo para su entierro por caridad, al carecer de bienes, se encontrará en su escritorio después de su muerte.

   Y sin embargo, leyendo las últimas letras escritas por Salgari dirigidas a su editor se vislumbra un ápice de cordura y un mucho de desesperación y resentimiento: “Vencido por mis desdichas, reducido a la miseria a pesar del enorme volumen de mi trabajo, con la mujer loca en el hospital, sin poder pagar su pensión, me suprimo. Creo que con mi nombre merecía otra fortuna y otra muerte.”

    Con su trágica muerte se libró de comprobar cómo la fatalidad, no conforme con su sacrificio, se ceba también en toda su familia, a la que una mala estrella parece perseguir. A los pocos días de la muerte del escritor es su esposa, en el hospital, la que fallece. Sus cuatro hijos tampoco pudieron escapar a fatídicos destinos. Mónica, su única hija, cuatro años después, a los veintitrés años, muere de tuberculosis; Nadir, el hijo al que Salgari encargó del cuidado de su madre y hermanos, conducía una motocicleta que colisionó con un tranvía con fatal resultado. En 1931 fue Romeo el que falleció: durante un ataque de celos había intentado matar a su esposa, suicidándose después con la misma arma. Sólo Omar, el hijo menor, parecía salvarse del siniestro signo de su familia. Escritor de aventuras exóticas, como su padre, aunque sin su fama, vivía en Turín. Un día del año 1963 decidió pasar a otro mundo. Se arrojó desde la ventana de su casa. Nada se pudo hacer por él.

(1) Hay dudas sobre la fecha exacta de su nacimiento. La mayoría de las fuentes indican el año 1863, pero él dejó escrito en sus memorias haber nacido en 1862. Otras circunstancias personales manifestadas por el propio Salgari, como las relativas a sus viajes y condición de marino, no están confirmadas, dejando en el misterio parte de su existencia. 
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AIZKOMENDI

   Tan antiguo es este monumento, perdida su construcción en los lejanos tiempos del periodo neolítico y posterior Edad del Bronce que, en realidad, hablar de él es referirnos a una historia de la prehistoria, si es que a ésta la encuadramos en los términos clásicos de su coincidente fin con el del nacimiento de la escritura.


   El de Aizkomendi es un dolmen, o lo era, porque lo que hoy vemos no es ni sombra de los que fue. Reducido a la mínima expresión, fue descubierto casualmente en 1832, en Eguilaz, cerca de Salvatierra de Álava. Era un monumento funerario enorme, cuya cámara central alcanzaba unas dimensiones de diez a doce pies tanto en su longitud como en su anchura y en la que, tras las sucesivas excavaciones realizadas durante los siglos XIX y XX fueron encontrados restos humanos, y armas de silex, algunas de bronce y objetos diversos depositados junto a aquellos. Cubierto con una enorme losa, se accedía al recinto por medio de un largo corredor, destruido dos años después del hallazgo.

   En 1965, a fin de permitir su vista desde la carretera que discurre ante él, fue desmontado el túmulo que lo cubría, dejando su impresionante estructura a la vista, pero privándonos de la contemplación de su verdadero aspecto como monumento funerario.
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LO QUE DEBA SER, SERÁ

   Así dijo Esquilo, aunque muchos han sido los que han tratado de llevarle la contraria para evitar un destino insoslayable. El afán, a veces obsesivo, por conocerlo no ha hecho más que demostrar cuáles son nuestras limitaciones. La necesidad de conocer el porvenir tiene como consecuencia la aparición de aquellos capaces de satisfacerla: profetas, adivinos, personas extraordinarias tocadas con el don de la clarividencia han saciado el ansia por conocer el porvenir, la mayor parte de las veces con la vana intención de dominar y cambiar lo venidero.

   Pero ni el mayor empeño puesto en cambiar un anunciado y desgraciado futuro logra modificar el destino, cuando éste esta escrito.


   Domiciano fue uno de los que lo intentó sin lograrlo. Había dirigido Roma con cautela y prudencia al principio, pero tornose  autoritario en grado sumo después; y desconfiado de todo y todos, ordenó muchas ejecuciones, granjeándose el temor y el odio de muchos, Tácito uno de los que más, como bien se ocupó de dejarlo escrito. Los cristianos, con su propio Dios, incompatible con la deidad del tirano,  tampoco tuvieron fácil su existencia. Viendo enemigos por doquier, preguntó el emperador en cierta ocasión a un mago con fama de adivino cuál sería su final. Ascletarión, que ese era su nombre, le anunció que su muerte sería violenta. Entonces Domiciano preguntó al vidente de qué modo se produciría su propia muerte, y Ascletarión contestó:
    ─ Moriré devorado por los perros.
   Pero el emperador dispuesto a burlar las predicciones del mago en lo relativo a su propia muerte, haciéndolo errar en la suya, lo apresó, ordenó que le cortaran la cabeza y que su cuerpo, despedazado, fuera quemado. Cuando las llamas comenzaban a ganar altura se desató una gran tormenta, y los soldados que guardaban el lugar abandonaron sus puestos al caer una torrencial lluvia, que acabó por apagar el fuego, dejando el cuerpo de Ascletarión expuesto al apetito de unos perros que lo devoraron. Tiempo después, una noche, con gran violencia, resistiéndose cuanto pudo, Domiciano cayó apuñalado en palacio, como predijo Ascletarión. Tenía cuarenta y cinco años y había reinado durante quince el que fue último emperador de la dinastía Flavia.
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SIR JULIÁN ROMERO

   Si de un soldado se puede decir que murió con las botas puestas es preciso pensar en uno que vivió y murió en el siglo XVI, que desde que se puso el uniforme de las tropas imperiales, a los dieciséis años, hasta que, a punto de cumplir los sesenta, cayó fulminado de su caballo en las cercanías de Crémona, camino de Flandes, no dejo de servir con honor al ejército español dueño en aquel siglo de los campos de batalla europeos.

    Se llamaba Julián Romero de Ibarrola y nunca, aun en contra de sus deseos, a los que renunció con disciplina por los de su señor, dejó de ser un soldado. Estaba, cuando la muerte le sorprendió, de nuevo dispuesto a la lucha.

   Cuando en Torrejoncillo del Rey, un pequeño pueblo de Cuenca nace Julián, nadie puede imaginar que el destino le depara obtener los más altos honores. Ha nacido en una familia humilde y sus perspectivas no son halagüeñas, sin embargo el siglo XVI es en España un siglo de aventura. España es un hervidero, en el que la sangre española viaja por el mundo. Hombres cargados con lanzas unas veces, con cruces otras, recorren Europa y América forjando su futuro.

  Julián elige Europa. En Italia, alistado en las tropas imperiales, a sus dieciséis años, con su tambor, se enfrenta a los franceses; después Túnez y Flandes también conocen el valor de Julián, que con el grado de teniente llega a Inglaterra, casi por casualidad, y se queda. Enrique VIII,  por los servicios prestados en su lucha contra los escoceses, le premia por ello. Asciende a capitán y es nombrado caballero.

   La separación de Enrique de Roma tras el divorcio de Catalina de Aragón parece no gustar a Julián, que deja Inglaterra y vuelve a la lucha en Flandes, donde se le respeta el grado.  Cuando en agosto de 1557 las tropas del duque de Saboya ponen sitio a la plaza de San Quintín, Julián Romero esta allí.

  Con tres compañías del tercio de Alonso de Navarrete encargadas de reducir el Arrabal, un pequeño núcleo fortificado defendido por unos cien hombres y dos cañones, separado de San Quintín por el río Somme, Julián y sus arcabuceros se ocupan de defenderlo. El enclave es de la máxima importancia, pues en él se encuentra el único puente que permite el acceso a San Quintín desde el Sur, cruzando el río.

  Cuando se produce el asalto de las murallas de San Quintín, Julián destaca por sus acciones, por su bravura y captura a varios capitanes franceses. De su participación en San Quintín recibe nuevas distinciones y resulta nombrado maestre de campo y caballero de la Orden de Santiago, esto último mal visto por no cuadrar la limpieza de su sangre ni su fortuna con la ley de la Orden. Pese a ello es el comienzo del ascenso social de aquel humilde muchacho nacido en un pequeño pueblo castellano.

El monasterio de El Escorial fue fundado por Felipe II para conmemorar la victoria en San Quintín como residencia de los reyes y panteón real.

   Otra vez en Flandes, queda al servicio del duque de Alba y sigue destacando por sus acciones. Con sus hombres, participa en la célebres “encamisadas”, aquellas escaramuzas nocturnas en las que los arcabuceros vestían camisas blancas para reconocerse entre ellos, pero guardándose bien de mantener ocultas las mechas encendidas de sus armas, hasta irrumpir por sorpresa en los campamentos enemigos y sembrar el pánico.

   Próximo a los cincuenta años, Julián ha recibido honores, tiene dinero y busca reposo. Pide permiso para retirarse y volver a España, pero no se le concede. Sigue luchando hasta el fin. Ha quedado mutilado, durante sus más de cuarenta años como soldado ha perdido un brazo, un ojo, la audición en un oído y exhibe una cojera desde los tiempos de San Quintín, suficiente para convertirle en un mito. El mito al que el Greco, escribiendo en el propio lienzo “Julián Romero, el de las hazañas” y expresa mención a su condición de caballero de Santiago, pintó en el cuadro “Julián Romero y su Santo Patrono”;  y del que Lope de Vega y Tirso de Molina escribieron también.
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