VIAJES EN TERCERA PERSONA. SANTANDER

   Dicen que la primera impresión es la que cuenta, y Santander impresiona ya antes de ver algo de lo mucho que tiene que enseñar. Sin ser una gran ciudad, lo parece. Paseos llenos de gentes variopintas, grandes avenidas, mucho comercio, magníficos edificios y el pintoresquismo que le da la bahía hacen de Santander una ciudad aparentemente cosmopolita en época veraniega, de la que se puede disfrutar incluso en pleno mes de agosto por su agradable temperatura(1). Pero el viajero que ve edificios, monumentos y avenidas, mira también a las gentes y enseguida observa como en el paseo de Pereda es observado por quienes parece han tomado la avenida como observatorio. Y el viajero, que empieza a estar curtido en visitas a algunos lugares, no da importancia al escrutinio al que le someten las miradas locales, es más, ese provincianismo enmascarado por la curiosidad le hace gracia, aunque sólo sea porque el paseo de las miradas, el más concurrido de Santander, lleva por nombre el de un insigne novelista cántabro, José María Pereda, en cuyo número cuatro vivió. Fueron muchos los años que vivió en esa casa, allí escribió Sotileza y otras novelas de corte costumbrista, para lo que sin duda el escritor debió acentuar sus dotes de observación. Hay enfrente, en los jardines abiertos a la bahía, dedicados al mismo autor, monumento en su honor. Fue don Marcelino Menéndez Pelayo el encargado, por delegación del rey Alfonso XIII, de inaugurar el monumento en 1911. Y precisamente de don Marcelino, el gran erudito español, es de quien es obligado hablar. 

Isla de Mouro, guardiana de la bahía de Santander

   Al morir dejó su biblioteca de más de cuarenta mil volúmenes a la ciudad de Santander, que se vio en la necesidad de construir un edificio para albergarla. Se le hizo el encargo a Leonardo Rucabado, que construyó la nueva biblioteca sobre el solar en el había estado la casa en la que don Marcelino tuvo sus libros. De la importancia y mucha consideración que por don Marcelino ha tenido la toda la comunidad hispana no hay mas que ver, en el jardincillo que da acceso a la biblioteca pública de Santander, la gran cantidad de bustos del sabio encargados por la mayor parte de los países americanos o asociaciones culturales de todo tipo, en reconocimiento suyo.

   Su figura abarca mucho en esta ciudad, pues cerca del mar, junto al barrio de los pescadores está la catedral y en ella reposan sus restos en un formidable sepulcro obra de Victorio Macho, cerca de los relicarios con las cabezas de los santos patronos de Santander: San Emeterio y San Celedonio, aquellos mártires muertos en Calahorra, donde fueron decapitados, y en cuya catedral se conservan sus cuerpos descabezados.  De la catedral, a la que los santanderinos llaman también la iglesia de arriba no dirá mucho más el viajero, salvo que está en terrenos en los que hubo abadía primero y colegiata después, y que se apoya en buena parte en la iglesia de abajo, en realidad casi una cripta con su bóveda corta de altura y que, gracias al espesor de sus muros y sus gruesas columnas, sirve de sostén al templo superior.

   Y si ha dicho el viajero que don Marcelino Menéndez y Pelayo abarca mucho, no lo ha dicho por capricho, porque en el otro extremo de la ciudad, asomándose al Cantábrico está la península de la Magdalena, hoy un parque, en cuyo palacio, antes residencia veraniega de Alfonso XIII, está la sede de la  Universidad de verano Menéndez Pelayo, que bien merecida tiene don Marcelino esa dignidad. El palacio fue costeado por suscripción popular y regalado al rey Alfonso. Si tuvo algo que ver la reina Victoria Eugenia en el diseño realizado por Javier Gonzáles Riancho y Gonzalo Bringas Vega es cosa que el viajero no sabe, pero sí que muy pocos años después, se construyeron las caballerizas reales, y que ahí sí que tuvo la reina voz y hasta voto. Y no es de extrañar, pues por el estilo en el que fueron construidas, verlas y sentirse en un pabellón inglés de la época antes que en una antigua provincia de Castilla, cuesta bien poco.

Palacio de la Magdalena

   Y un poco más allá, El Sardinero, con sus playas, su casino, levantado en 1919, sus palacetes de finales del XIX y principios del XX. El viajero da un rápido paseo por este modernizado lugar, heredero de lo que fue esplendoroso hace cien años.

   Y de vuelta al centro  el viajero toma asiento frente a la bahía, en los jardines de Pereda y ve atracado uno de los ferrys que une Santander con Plymouth y Portsmouth, en el muelle de Maliaño, el mismo en el que, en 1892, hizo explosión el buque “Cabo de Machichaco” que cargaba dinamita y chatarra, alcanzando la catedral, muy próxima, causando importantes destrozos. Esto le recuerda al viajero un episodio bastante reciente, un suceso ocurrido en los años cuarenta del siglo XX, causa de que el viajero vea  buena parte del centro como hoy es.


   En la noche del 15 de febrero de 1941, se dijo que a causa de un cortocircuito en una casa de la calle Cádiz, se produjo un incendio que el fuerte viento del sur se encargó de avivar e hizo que se propagara rápidamente. El fuego alcanzó la catedral, que quedó seriamente dañada, y manzana tras manzana acabó, imparable, por devastar casi un tercio de la ciudad. La ayuda tuvo que ser solicitada por radio, por la de los buques atracados en el puerto, ya que el edificio de la radio fue uno de los primeros afectados por las llamas y los cables telegráficos también habían sido inutilizados. El petrolero Plutón prestó este servicio radiofónico y así pudieron ponerse en marcha las ayudas. Primero bomberos, que llegaron de las provincias limítrofes y Madrid; luego alimentos, mantas y todo lo necesario para atender las necesidades de los damnificados.

   Hoy el viajero ve lo que de aquellas cenizas surgió, nuevos edificios, calles, plazas, como la porticada, escenario actual de actividades culturales, una ciudad moderna que, como dice el bolero, sigue siendo novia del mar y difícil de olvidar.

(1) Quizá el verano sea la mejor época del año para visitarla, no en vano los reyes la eligieron como lugar de descanso hasta el verano de 1930.
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LA CONSPIRACIÓN DEL TRIANGULO

   Aunque el complot es conocido como la Conspiración del Triángulo, las precauciones de los conjurados para mantener ese modelo no fueron lo suficientemente estrictas como para asegurar el anonimato de los participantes. Este modelo se fundamenta en que cada uno de los miembros de la intriga sólo conoce a otras tres personas. Gráficamente, se podría representar como un entramado de triángulos. El vértice de cada uno de ellos está ocupado por un miembro de la trama, que sólo conoce los nombres de quienes ocupan  en sentido descendente los dos vértices inferiores de su triángulo y en sentido ascendente el del que ocupa el vértice superior de un nuevo triángulo. Nadie conoce, y nadie, pues, puede delatar más que a esas tres personas a las que conoce, y por tanto rota una cadena, no es posible poner nombre a los restantes vértices y llegar a la cúspide de la pirámide, el vértice superior ocupado por el cabecilla.

   El principal detenido sí conocía a muchos de los implicados, que lograron escapar, cuyos nombres se llegaron a conocer merced a la declaración que bajo tortura se le arrancó. Sin embargo otro de los detenidos, Juan Antonio Yandiola, que resultaría absuelto en el proceso, no aportó gran cosa durante su interrogatorio, quizás por no saber nada pese al trato recibido, que no cabe duda cuál fue al leer la nota escrita por el propio Fernando VII dirigida a José Manuel de Arjona, consejero del rey y alcalde de su real casa: “Palacio, 29 de febrero de 1816. Arjona: Estando Yandiola negativo a todo lo que se le pregunta, te autorizo para que eches mano de los apremios a pesar de haberlos yo abolido (…),  por ser este caso gravísimo y excepcional.”

   Pero veamos los hechos. Dos años lleva Fernando VII en España desde que Napoleón consintiera su regreso a España y aquél llegara el 22 de marzo de 1814. Los españoles ya han empezado a sufrir en sus carnes los efectos de su intolerancia. No resulta raro que el descontento se manifieste enseguida, y así, en 1815, al año siguiente del retorno del rey, se pone en marcha una conspiración contra el rey Fernando, cuya cabeza más visible es Vicente Ramón Richart.

                                                     *

   Vicente Ramón Richart había nacido en Biar.  Abogado, durante la Guerra de la Independencia desempeñó, como él mismo dijo, diversos servicios a favor del Rey y la Patria por tierras castellanas y andaluzas. Fue comisario de guerra y en 1812, al servicio de don Juan Martín, se ocupó de las cuentas de la división militar a cuyo mando estaba “el Empecinado”. En 1813 ya se encontraba en Madrid. Pronto, con Fernando VII ya en España, se conducirá por un camino sin retorno, mezcla de idealismo, por su carácter liberal y aversión al rey tirano; y resentimiento, convencido de merecer mejor suerte en atención a sus méritos.

   Por todo ello Richart decide pasar a la acción. El plan del que él y otros,  mucho más importantes y discretos, son alma, consiste en secuestrar al rey y obligarle a jurar la Constitución de Cádiz.

   Richart pone el marcha el complot. En la calle Leganitos de Madrid hay una barbería. Su dueño es un tal Baltasar Gutiérrez, que no se ha privado en los últimos tiempos de acusar en voz alta al rey felón de todos los males que minan la Nación. Richart y Gutiérrez se reúnen, hablan, primero con recelo, sobre todo Gutiérrez; luego con franqueza. Pide Richart, que sabe de las muchas relaciones del barbero, le ponga en contacto con dos militares para que lleven a cabo el plan. Los quiere Richart alistados fuera de los cuarteles, entregados a la causa y dispuestos a sus planes. Y Gutiérrez cumple. Al poco le presenta a los cabos de la infantería de marina Francisco Leyva y Victoriano Illán.

   Conforme Richart con los militares llevados por Gutiérrez, se entrevista con ellos y les instruye sobre cómo desarrollar el plan.
   ─Conminareis al rey a que os acompañe al carruaje que estará dispuesto para su traslado a palacio─ les dice Richart.

   Nada hacer temer a los conspiradores que el rey pueda resistirse. Su carácter, escaso de valor, como siempre fue, así lo hace creer, pero Richart advierte que si acaso tal cosa sucediera, si el rey se revelara como lo que no es: valiente y bravo, y opusiera resistencia, antes que desistir en el rapto, el rey deberá morir.

Fernando VII

   Al oír a Richart, Leyva e Illán protestan. Una cosa es raptar al rey, están conformes en ello; otra matarlo. Un regicidio es cosa distinta y de gravísimas consecuencias para ellos y para la Nación. Pero Richart se impone autoritario, y los militares callan, y al hacerlo parece que otorgan. Nada más lejos de la realidad. El miedo a ver sus manos manchadas con la sangre de un rey supera el temor que Richart pueda infundirles en el ánimo si no obedecen.

   Francisco Leyva y Victoriano Illán confiesan a sus superiores los planes en los que participan. Ellos mismos, como si trataran con ello de mostrar su arrepentimiento, de purgar su culpa, participan en el arresto de Richart. Mientras, el general O’Donoju, el héroe de la guerra de la Independencia; el mariscal Mariano Renovales o el político Ramón Calatrava ponen pies en polvorosa y logran escapar; a Portugal e Inglaterra la mayoría. Peor suerte corren el zapatero Manuel Montero, el herrero Pedro Montalvo, Manuel Molina, carpintero, Blas Blázquez, tratante de aguardientes o la criada María Fernández, que son detenidos y el  4 de mayo de 1816 condenados a distintas penas de cárcel.

   Richart y el barbero Gutiérrez son condenados a muerte, el primero, con orden de que ejecutada la pena, el verdugo le corte la cabeza y sea ésta colocada en el Camino Real, fuera de la Puerta de Alcalá. Y así sucede. El 6 de mayo de 1816, en la plaza de la Cebada de Madrid, una soga rodea el cuello de Vicente Ramón Richart. Poco después su cabeza es exhibida en el Camino Real, quinientos pasos más allá de la Puerta de Alcalá. 
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CUANDO AMANDINA AÚN NO ERA GEORGE

   “No es posible negarle a la mujer su derecho de escribir (…), pero ese derecho solamente se ejercita con una condición: la de perder el sexo. Comprendiéndolo así, George Sand, Stern y otras escritoras adoptaron seudónimos masculinos”.
Leopoldo Alas, Clarín.

   Porque muchas han sido las mujeres escritoras que, en un mundo de hombres, han necesitado ocultar su identidad y sustituirla por la de un varón. Vieron en ese proceder la única forma, antes que de obtener el éxito, de ser consideradas de un modo serio, cuando no simplemente tenidas en cuenta.
                                                            
   Hoy no tienen las escritoras de nuestro tiempo necesidad de los subterfugios usados por aquellas pioneras. Han ganado derechos que siempre debieron tener: derecho a la educación y la cultura, lo que las ha convertido en lectoras masivas de sus propias letras. Y sin embargo, sin necesidad,  algunas por mero divertimento,  usan de un pseudónimo con el que presentarse en público.

   Diana de Mèridor es una de estas mujeres. Desde sus blogs “De reyes, dioses y héroes” y “Cierto sabor a veneno” atrapa con sus letras al lector, que una vez allí no logra escapar del embrujo de esta escritora, también conocida como “La dame masquée”, de la que, no podía ser de otra manera, vemos publicado uno de sus relatos en un libro de antologías sobre vidas de mujeres escrito por mujeres.




   Mujeres en la historia, editado por M.A.R. Editor, es un libro de relatos cortos. Allí con “El viaje de Amandina” nuestra escritora, esta vez publicando con su propio nombre, demuestra cómo, no sólo en la historia, sino en la ficción, es maestra a la hora de juntar letras. Para ello, en esta primera obra suya editada en papel impreso, ha rescatado la figura de una de aquellas mujeres que sí tuvo que escribir bajo un pseudónimo masculino, incluso, a veces, adoptar formas, comportarse como varón, para acceder al coto cerrado que los recalcitrantes machistas de la época imponían en los círculos culturales.

                                                          *

   Porque George Sand, conocida así y por su relación con el pianista Frédéric Chopin, y mucho menos por su verdadero nombre Amandine Aurore Lucile Dupin fue mujer independiente y enamoradiza. Lo dijo Heinrich Heine cuando la tituló de “Emancimatriz”. Desde su matrimonio con el barón Casimir Dudevant, éste sin las aficiones intelectuales de su joven esposa que hubiera deseado compartir con él y que condujeron al fracaso conyugal, Amandine buscó el amor durante toda su vida. Tuvo amantes, casi todos hombres débiles, enfermizos, con los que parecía desarrollar un carácter maternal y protector: Jules Sandeau, tímido estudiante, al que llamaba “mi pequeño Jules”; Alfred de Musset, un “bon vivant” aficionado al alcohol, el opio y las mujeres; algún otro. Entre medias también a otra mujer, Marie Dorval, una actriz. Aún pasaría algún tiempo hasta que encontrara el amor con el más famoso de sus amantes, el compositor polaco Frédéric Chopin, hombre también enfermizo, con el que mantuvo una relación durante nueve años, difícil saber si de amistad o amor,  en la que lo afectivo se sobrepuso a lo carnal, hasta que también como otras veces la relación quedó rota. Aún una última relación con el escritor Gustave Flaubert, diecisiete años más joven que ella.  Tampoco el roce de la piel es en este trato lo que define esta relación, porque se vieron poco, pero se escribieron mucho; la lectura de las cartas que se enviaron demuestra un íntimo conocimiento de sentimientos, tanto como el que dos amantes pueden descubrir entre sí.

   Una vida llena de amantes y de libros. Escritora prolífica, su obra alcanza las 180 obras e incontable la producción epistolar de una mujer que no pudo llamarse como quería, pero sí vivir como quiso, hasta que en Noant, la finca familiar, falleció el 8 de junio de 1876.

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    Pero no es de estos aspectos de los que “El viaje de Amandina” nos habla. El relato nos cuenta, con imaginación basada en el rigor de los hechos, lo menos conocido de la futura escritora: su niñez. Un relato de ficción, como una novela corta, que nos habla de lo que casi siempre olvidan los autores de contar en sus obras, la importante etapa infantil y adolescente en la que se forja la personalidad de los grandes personajes.

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MELANCOLÍAS

   Muchas de sus locuras son bien conocidas: cantar sin motivo, estar en sus aposentos descuidado y sucio, dejando pasar las horas en su cama; deambular desnudo, cuando no lo hacía únicamente arropado con una camisa de la reina porque, según decía, si se ponía una suya moriría envenenado con el contacto de su piel con la prenda, eran sólo una pequeña parte de las fobias y manías que atormentaban al primer Borbón que reinó en España.

   En los momentos de locura sus excentricidades resultaban, en lo personal molestas, pero intrascendentes, mostrando al rey en sus actitudes menos dignas; pero también suponían muchas veces que sus incongruentes actos alteraran la marcha del reino. Así ocurrió cuando después del fallecimiento de su hijo Luis, tras brevísimo reinado como Luis I, asumió de nuevo el gobierno de mala gana y, en uno de sus arrebatos, puede que para demostrar su escasa inclinación a reinar por segunda vez, decidió convertirse en difunto. En la cama, inmóvil, sin moverse ni hablar con nadie, allí permanecía como si no fuese.

   La segunda entronización de Felipe V, tras la muerte de Luis, estuvo sujeto a los intereses de quienes le rodeaban: unos a favor, la reina Isabel Farnesio a la cabeza, a la que naturalmente interesaba mucho, habida cuenta la ascendencia que tenía sobre el rey; otros en contra, y entre ellos grupos de nobles partidarios de Fernando, el príncipe de Asturias, y el confesor del rey, el padre Bermúdez que, para fortalecer su postura, que era la misma que la del rey, convocó un grupo de teólogos para que le dieran la razón.  Y se la dieron, pero en parte: únicamente como regente de su hijo Fernando sería posible.  Aquello no gustó mucho a Felipe al que se le oyó decir: “Ni como regente ni como rey ni como nada”.

   Que Luis hubiera reinado tras la abdicación de su padre suponía para muchos que, a la muerte de aquél, éste debiera recuperar el trono, máxime cuando  Fernando, el príncipe de Asturias, no había aceptado, ni estaba en condiciones, por su edad, de aceptarlo. Naturalmente la reina Isabel Farnesio era de esta opinión. Intrigante, interesada y despótica con su marido, pero también con su hijastro Fernando, no iba a permanecer inmóvil en este asunto, y tampoco estaba dispuesta a ser ignorada, como pretendían algunos opositores. Que Felipe no reinara de nuevo perjudicaba sus intereses y los de sus hijos, y para conseguir su propósito también recurrió a la Iglesia, pero llamando a puertas más importantes que la del padre Bermúdez. Isabel Farnesio pide opinión al nuncio papal. Finalmente, en contra de los deseos del rey, prevaleció que éste debía asumir de nuevo la corona. El 7 de septiembre de 1724, Felipe V da inicio a su segundo reinado, y anuncia, quizás como desahogo, lo único que se le deja decir, que no hacer, pues de esto ya se encargaría la reina de impedirlo: la posibilidad de abdicar en su hijo Fernando cuando alcanzase la edad precisa.

   Los altibajos en la salud del rey Felipe eran constantes. Uno de los momentos de aparente lucidez, que los tuvo y muchos, en los que elucubró grandes propósitos ocurrió a finales de 1728, cuando al enterarse de que su sobrino Luis, rey de Francia, había contraído unas viruelas su mente no concibió otra idea que la de iniciar acciones para reclamar el trono de Francia, si llegado el caso, Luis XV moría de su enfermedad(1). El pasmo y el asombro sacudieron las Cortes francesa y española con la pretensión de Felipe, que no daban crédito a la iniciativa, que finalmente, con la curación de Luis, quedó en agua de borrajas.

   Su estado mental, la obesidad y los disgustos por los reveses que los ejércitos españoles cosechaban en las guerras exteriores parece ser que fueron causa de su progresivo empeoramiento. Como le sucedería a su hijo, la melancolía y, final y súbitamente, un ataque de apoplejía se llevó a Felipe V de este mundo. Fue el 9 de julio de 1746. Una contrariedad para la reina, ahora viuda, que perdida su influencia, hubo de esperar trece años para ver colmados sus deseos.

Fernando VI

   Al morir Felipe V heredaba la corona su hijo Fernando, un rey pacífico y enamorado de su esposa, la portuguesa Bárbara de Braganza.  El fallecimiento de ésta causó una gran depresión en el rey que, como le sucedió a su padre, tampoco logró librarse de una grave enajenación mental. Nada más quedarse viudo comenzó a presentar síntomas de demencia. Ni los trinos de Farinelli, que tan bien habían aliviado a su padre tiempo atrás, lograban devolverlo a la realidad. Cierto día, cuenta el infante don Luis, hijo de Isabel Farnesio, que le acompañaba, dijo sentirse aquejado de la rabia. Con ese convencimiento el rey pretendía morder a todo aquel que se acercase a él. Uno de los que estuvo a punto de recibir la dentellada real fue uno de sus médicos, que vio cómo el rey se apoderaba de una de las mangas de su traje durante el lance.

   Y cuando no trataba de agredir a los demás era hacia sí mismo contra quien dirigía sus manías destructivas. Varias veces intento suicidarse con sus propias camisas; en otra ocasión pidió veneno para poner fin a su vida e incluso cierta vez exigió al capitán de la guardia su arma para lo mismo, a lo que éste se negó advirtiéndole al rey que las armas de la guardia estaban a su servicio para protegerlo y no para ir contra él.

   La demencia condujo al rey a todo tipo de conductas desordenadas, descuidó su alimentación, negándose a comer y así pronto se vio reducido a piel y huesos. Su séquito atendía sus necesidades, cuidaba de él, rezaba por él. Y rezando por el rey estaba el marqués de Villadarias, cuando el monarca lo llamó a su lado. Al decirle los sirvientes que el marqués oraba por su recuperación se le oyó balbucir: “Sí, sí, por mi salud; estará pidiendo por el feliz viaje de mi hermano Carlos”.

   Y así transcurría el tiempo, con el progresivo deterioro del cuerpo del rey paralelo al del desgobierno del reino. En los últimos tiempos la debilidad física de Fernando hacía necesarias especiales precauciones para el cuidado de su salud. Una noche de verano, el doctor Purcell, al que correspondía en ese momento el cuidado del rey, recomendó al monarca la mejor forma de cubrirse para evitar sudores y resfriados peligrosos para su salud. El rey enrabietado, puesto boca abajo en la cama, se fingió cadáver y, al cabo de un rato, levantándose, se cubrió con una sábana y convertido en fantasma comenzó a perseguir y golpear al personal de palacio que acudía en su ayuda.

   En los primeros días del mes de agosto de 1759 Fernando VI perdió el habla, ya no se entendería nada de lo que de su boca salía, sólo sonidos que acabaron cesando también. Como diría el ministro Wall el día 9 de aquel mes: “Se haya el rey nuestro señor hecho un tronco, sin dar más señales de vida que un fuerte ronquido, que es efecto preciso del accidente apopléjico que ha poseído a S.M.”. Al día siguiente, el 10 de agosto de 1759, Fernando VI entregaba su alma a Dios. Su hermanastro Carlos, sería el nuevo rey de España. Se cumplía así el sueño de su madre.


(1) En realidad, probablemente, debió ser sarampión la enfermedad padecida por Luis cuando tenía 18 años. Tanto el sarampión como la viruela inmunizan para toda la vida y Luis falleció de está última enfermedad en 1774. El mismo rey, durante la enfermedad que le llevó a la tumba, dudó al principio de que fueran viruelas cuando dijo: “Si no hubiese tenido viruelas a los dieciocho años, pensaría que ahora se trata de eso”, aunque más tarde cuando se miró las pústulas en las manos exclamó: “Es viruela, en ese caso es sorprendente”, refiriéndose a su extrañeza de que se repitiera la enfermedad sufrida en su juventud.
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EL XIX. UN SABOYA EN EL PALACIO REAL

   Sin el apoyo de Prim, recién asesinado, el nuevo rey se instala en el Palacio Real, pero aunque pone empeño en hacer las cosas bien, no tiene suerte Amadeo. Sí, el pueblo no lo ve con malos ojos; su juventud, aspecto gallardo y actitud alejada del boato isabelino, a lo que contribuye mucho su esposa María Victoria, le favorece; pero la aristocracia no lo aprecia de igual modo. Ven en Amadeo el intruso que impide el paso al joven Alfonso y los carlistas el obstáculo a sus pretensiones. Pocos son los que acuden a palacio, el duque de Sesto no le saluda; tampoco la reina se libra del desprecio de las damas de la corte, que incluso organizan actos para desairar a la nueva dinastía. Y en cuanto a la Iglesia, su alto clero, hace gala de una falta de caridad impropia de su doctrina.

   Entre los políticos la cuestión no es mucho más favorable para el nuevo rey. Que los federalistas le ataquen no sorprende a nadie; pero sí el tono empleado por su más brillante orador, don Emilio Castelar, hombre educado y de tacto, que en las Cortes ─y así consta en el diario de sesiones─  dijo: “(...) Vuestra majestad debe irse, como seguramente se hubiera ido Leopoldo de Bélgica, no sea que tenga un fin parecido al de Maximiliano de Méjico… Esta nación que peleó tres siglos contra los romanos y siete contra los árabes; ésta nación, que venció a Carlomagno, el mayor guerrero de la Edad Media, en Roncesvalles; a Francisco I, en Pavía, y a Napoleón, el gran capitán de los tiempos modernos, en Bailén y Talavera; esta nación cuya gloria no cabe en los espacios, cuyo genio tuvo, como Dios, fuerza creadora para lanzar un nuevo mundo, una nueva tierra en la soledad del océano; esta nación que cuando iba en su carro de guerra veía tras de sí a los reyes de Francia, a los emperadores de Alemania seguir humildes sus estandartes; esta nación de la que eran alabarderos, maceros, y nada más que maceros, los pobres, los oscuros, los hambrientos Duques de Saboya, los fundadores de la dinastía (...)”.

   Es verdad que los ejecutores de la revolución de septiembre están con él, más o menos; o quizás muerto Prim, más menos que más, pero sus preocupaciones son luchar entre sí, sobre todo en el partido radical, Ruiz Zorrilla y Sagasta, juntos en un propósito antes, alejados ahora uno del otro, cuando más les necesita España y su nuevo rey.

   Porque desde el principio de la monarquía saboyana los problemas se ven llegar. Nada más ser Amadeo rey el antiguo regente, Serrano, forma gobierno. Apenas seis meses después estalla la primera crisis. Amadeo encarga la formación de un nuevo gabinete, pero al poco, el duque de la Torre confiesa al rey que nadie acepta ser ministro, ni Ruiz Zorrilla ni Sagasta. Finalmente es Ruiz Zorrilla quien se hace con el poder, que ofrece a don Práxedes la cartera de Estado, que no es aceptada. Es el comienzo de las disputas, el encono y la animadversión que ambos se profesarán en adelante, la causa del desgobierno y la desgracia para la nueva dinastía. El asunto de la quintas, aún no resuelto, la indisciplina en el ejército, la escasa actividad económica, que conduce a la miseria generalizada del pueblo, lo que obliga al ministro Figuerola a poner la hacienda pública en manos de la banca judía francesa son una mínima parte de los sufrimientos que España padece; y ello mientras la Nación se desangra en Cuba y los movimientos carlistas  enfrentan una vez más a los ejércitos españoles.

  Crisis tras crisis, gobierno tras gobierno, unos de Sagasta, otros de Zorrilla, alguno de Serrano, el rey está cada vez más solo, como sola, o casi, sino fuera por Concepción Arenal, está la reina, dedicada a obras piadosas.

Firma del rey Amadeo de Saboya (Fotografía tomada del libro
España Histórica de Antonio Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934.

   Y solos los dos, como en una repetición de la historia ocurrida pocos meses antes, afrontan el trance que, tras la guerra de la Independencia, ningún monarca español ─del  que sólo las reinas regentes María Cristina de Borbón y María Cristina de Habsburgo se libraron─  logró evitar durante el siglo XIX: un atentado contra sus vidas.

   Tienen los reyes, en las calurosas noches del verano madrileño, costumbre de salir en carruaje a dar un paseo nocturno por los jardines del Retiro y volver luego a palacio. La noche del 18 de julio de 1872, Amadeo podía haber variado su itinerario. Así se lo había aconsejado el presidente del Consejo y la prudencia; pero como Prim, quién sabe si en recuerdo suyo, sin hacer caso, enfila el camino habitual tras su paseo nocturno. La reina va con él. También ella conoce el peligro. Enterada, ha tratado por todos los medios, sin lograrlo, de convencer a Amadeo para cambiar la ruta; pero ante la insistente negativa decide, aún embarazada como está, acompañarle y afrontar con él un único destino.

   Y es que ese mismo día, unas horas antes, por casualidad, se había sabido que la vida del rey estaba en peligro. Cierta persona, instruida y bien relacionada que acababa de salir de la Biblioteca Nacional acertó a escuchar, sin que se percataran de su presencia, la conversación que mantenían dos individuos apostados junto a un coche:
   ─Esta noche el rey debe morir. Será al final de la calle del Arenal, cerca de la plaza de Isabel II, cuando regrese a palacio. Se bloqueará el camino para facilitar el asalto. Avisa para que estén todos listos y, advierte que nadie se eche atrás. Quién abandone lo pagará caro.

   
   Aterrado el buen hombre, al oír aquello, corre a comunicar a un militar amigo suyo la noticia que, siguiendo un conducto casi reglamentario, llega a oídos de Cristino Martos, ministro de Estado y del presidente del Consejo Ruiz Zorrilla. No hace caso el rey al requerimiento del presidente para evitar el trayecto y se dispone una discreta vigilancia  y  protección del monarca(1).

   Cuando, casi de madrugada, los reyes vuelven a palacio, en la Puerta del Sol, el coche real se cruza con el de don Pedro Mata, el gobernador civil de Madrid, que dando la vuelta, se coloca detrás del de los reyes, mientras éste sin detenerse emboca la calle del Arenal. Varios hombres están apostados al final de la calle. La policía, que discretamente vigila, los ha visto salir poco antes de una taberna de la Plaza Mayor y tomar posiciones. Cuando el coche real alcanza el lugar previsto la calle se halla cortada y el cochero obligado a detener el coche. Es el momento en el que varios individuos armados con trabucos y revólveres se acercan al coche detenido dispuestos a abrir fuego. El rey, para proteger a María Victoria, cubre el cuerpo de la reina con el suyo propio. El cochero azuza los caballos. Se oyen disparos. Uno de los caballos es herido por varias descargas. Por fin el coche se mueve. La policía responde con fuego a los atacantes. El tiroteo continúa mientras el coche de los reyes se aleja. Los reyes están a salvo. Milagrosamente no han sufrido daño y llegan a palacio. Uno de los criminales es abatido y tres más detenidos. De estos y de los muchos más detenidos en los días siguientes se constató la filiación republicana de los regicidas o al menos eso se deduce al ser un republicano el único muerto durante el tiroteo.

   Las muestras iniciales de apoyo y simpatía hacia los reyes duran poco. Siguen solos, aislados. A finales de 1872 Amadeo se reúne con Serrano. Quiere limar asperezas. Si alguien puede apoyarle es el general. La acción política y lo personal se mezclan en el encuentro. Aprovechando que el nacimiento del tercer hijo del rey está próximo Amadeo y el duque hablan:
   ─Como sabes, Francisco, falta poco para que nazca mi tercer hijo. La reina sería dichosa si Antonia aceptara ser su camarera en el bautizo llevando al recién nacido a la pila bautismal, y los dos accedierais al padrinazgo del nuevo infante de España. Serrano trata de obtener ventajas a cambio. Condiciones inaceptables que el rey no admite. En un clima que augura tormentas futuras se despiden:
   ─Majestad, me hacéis gran honor, pero sabéis que las circunstancias actuales no son las más propicias. En mi nombre y en el de mi esposa os agradezco el honor que nos hacéis, pero no podemos aceptar vuestro ofrecimiento. Deseo lo mejor para vuestra majestad, para la reina y el feliz desenlace en el parto.

   El rey está molesto, lleva dos años soportando desprecios. Ha tenido buena voluntad. Quizás haya cometido errores. España no es una nación fácil de comprender y menos de gobernar, pero si hay algo que sí comprende es que no se le quiere ni se le respeta. La cuerda nunca ha estado más tensa.

   El 29 de enero de 1873 María Victoria da a luz un niño, un infante de España. Un nuevo incidente agria más aún las relaciones del Gobierno con el rey. Cuando ese mismo día el gabinete y una representación de las cámaras acuden a la presentación del vástago real en el palacio real, el rey les da plantón(2). Sin recibirles, ordena que el mayordomo de palacio, el conde de Rius, les anuncie que el bautizo se celebrará al día siguiente. Al conocerse los hechos en las Cortes, los parlamentarios, indignados, explotan en feroces críticas contra el rey, a los que el Gobierno, pese al agravio, en boca de Cristino Martos, trata de apaciguar.

   Tras el bautizo, en el que la duquesa de Prim actúo como camarera de la reina se celebra el banquete. El rey y el presidente Zorrilla ocupan sus asientos uno junto al otro, se cruzan reproches y el rey, al parecer, dispuesto a no dejarse doblegar por voluntad que no sea la suya habla sobre su futuro en términos que Zorrilla no alcanza a comprender. La suerte del rey parece echada. Si durante dos años parecer haber ido a remolque de lo que los partidos decidían, también parece resolver que es hora de ser él quien decida su propio futuro. La ocasión se presenta enseguida, el asunto Hidalgo estalla ante el rey como artillería pesada, porque asunto de artilleros es.

   Cuando el general Baltasar Hidalgo Quintana fue destinado como Capitán General con destino en Vitoria, el rechazo de los oficiales del cuerpo de Artillería fue unánime. Alegando enfermedad se negaron a presentarse ante el nuevo Capitán General. Su pasado en la cuartelada de San Gil de 1866 le marcó siempre. Responsable de la asonada, que  fue sofocada y varios suboficiales fusilados, Hidalgo fue condenado a la pena de muerte. Huido y exiliado, con el triunfo de la revolución de septiembre regresó a España y fue rehabilitado, pero nunca aceptado por el cuerpo artillero.

   El caso se fue complicando con el perseverante rechazo a Hidalgo  en  Vitoria y en su posterior destino en Cataluña, y el asunto por fin llega a las Cortes. Ante tan complicada situación y aprovechando la oposición el conflicto el Gobierno decide reorganizar el cuerpo de Artillería, presentando al rey el decreto de supresión del Cuerpo previamente votado favorablemente en la Cortes.

   Contrario, pero sin más remedio que acatar la decisión de las Cortes, Amadeo firma el decreto y anuncia su intención de abdicar. El martes 11 de febrero de 1873, entrega al presidente Ruiz Zorrilla su renuncia y la de sus hijos y sucesores a la Corona de España.

   Ese mismo día la Asamblea nacida de la monarquía moría;  y con su mismo cuerpo renacía como republicana. La mayoría de los ministros, también monárquicos ─sólo cuatro de ellos: Fernández de Córdoba, Beránguer, Echegaray y Becerra, se habían levantado como ministros al servicio de un rey y acostarían como ministros de la República─, renunciaron a sus cargos, pese al intento de Rivero, presidente del Congreso, de obligarles con autoritarismo inaceptable a mantener sus carteras. Cristino Martos, desde el banco azul le contestó: “No está bien, señores representantes de la Nación española, que, contra la voluntad de nadie, parezca que empiezan las formas de la tiranía el día que la monarquía acaba."

Cristino Martos por Sorolla.
Museo de Bellas Artes de Valencia.

   La primera República daba el primer mal paso de una andadura efímera, por un camino por el que no supo transitar. Muchos serían los inconvenientes, muchos también los enemigos.

(1) Hubo posteriormente gran polémica, tanto en España como en Italia, sobre porqué el Gobierno expuso al rey a tan peligroso trance y no trató de impedir el atentado.
(2) Aunque era costumbre en la Corona hacerlo así, ya le había manifestado el rey a Ruiz Zorrilla que consideraba familiares y privados los primeros instantes tras el nacimiento de su hijo, reservando los actos públicos para el día del bautizo.
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LA DUQUESA

   No, no fue una linajuda dama orgullosa de título nobiliario la protagonista de esta historia. Así, con ese nombre, se constituyó una sociedad mercantil, cuyo objeto era la minería y cuyo propósito era al parecer encontrar un tesoro. El lugar elegido fue un cerro próximo al granadino pueblo de Pinos Puente, el Cerro de los Infantes.

   El lugar tiene su historia y su leyenda. De la primera es por lo que el cerro recibe su nombre, porque allí el 25 de junio de 1319, don Juan(1), infante de Castilla, y su sobrino don Pedro, también infante, murieron durante la batalla de la Vega de Granada contra los ejércitos del sultán nazarí Ismail I; de la segunda porque hubo allí un palacio que guardaba grandes tesoros, que nunca fueron encontrados.

   El mismo año en que Isabel II dejaba España, llega a “La Duquesa” José Da Costa Leitao Oliveira, un arribista portugués de currículum poco recomendable, que atento a cualquier oportunidad y atraído por el olor del dinero se presenta en Pinos Puente. No le cuesta mucho ser nombrado director del proyecto; pero sus intenciones son otras. En realidad, Da Costa es un alumbrado, o un loco, quién sabe. Se autoproclama con el rimbombante título de  “El tercer testamento” de reminiscencias mormónicas, un enviado de Dios. Se rodea de una corte “divina”. Su facilidad para hacer prosélitos para su causa es enorme. Casi como un nuevo mesías en poco tiempo sus seguidores son legión. Pronto el cerro, la mina, el tesoro son olvidados, de momento.

   Lo que sucede en Pinos Puente llega a oídos del Gobernador Civil de Granada don Francisco García Goyena. No parece gustarle mucho al gobernador lo que allí sucede, y requiere a la propiedad de la mina para que la actividad de “La Duquesa” sea la expresada en sus estatutos y no otra. Mientras Da Costa sermonea a sus fieles, suben al cerro dos guardias civiles para notificar la orden gubernativa. Manda el cabo Andrés Pérez, que se ocupa de dar lectura a la nota del gobernador, más no puede terminar, Da Costa, a quemarropa, dispara contra el cabo Pérez. Lo mata. Luego, acólitos suyos, un tal Rivera y otro llamado Cid, exculparían al portugués, diciendo ser ellos quienes dieron muerte a Pérez. El dominio de Da Costa sobre las voluntades ajenas es indudable. Las autoridades, tras el crimen, buscan a Da Costa, no lo encuentran. Preguntan. Todos callan, aunque saben. Le han ayudado a huir. Lo han tenido oculto en Granada. Allí ha estado muchos días a salvo. Pretenden sus seguidores sacarlo de España por Gibraltar. De camino lo llevan a la choza del santo de Ojén, un  santurrón anacoreta que habita por aquellos parajes malagueños. Da Costa, que cuenta con ayuda, espera el momento. No lo consigue, enterada la Benemérita es capturado en la Sierra Parda de Ojén.

Granada desde El Generalife. Da Costa se ocultó en Granada a la espera
del momento apropiado para, a través de Gibraltar, huir de España. 

   Y se le juzga. Un Consejo de Guerra lo condena a muerte, también a los otros inculpados en el asesinato del cabo Pérez que se declararon culpables; mas éstos, con mejor suerte, fueron indultados el mismo día de su ejecución. Tuvo que ver mucho en ello el obispo de Granada y, sobre todo, el duque de Abrantes, pues uno de los condenados era guardia suyo.

   El 21 de febrero de 1879, en los muros del cementerio de Pinos Puente está José Da Costa Leitao Oliveira, enfrente hay un pelotón de fusilamiento. Es el fin de una historia que más valdría no hubiera sucedido.

(1) El infante don Juan de Castilla, hijo de Alfonso X y hermano del Sancho IV, ganó fama durante los sucesos de Tarifa donde el infante, aliado entonces de los benimerines, raptó al hijo del defensor de la plaza Alonso Pérez de Guzmán, que sería conocido desde entonces como “el Bueno”, amenazando con matarlo si no rendía Tarifa. Famosa fue la respuesta que dio Guzmán al infante por dicha amenaza cuando le constestó:  “Más vale honra sin hijo, que hijo sin honra” y arrojando su puñal para el sacrificio de su hijo, mantuvo la plaza por encima de la vida de su hijo.
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AMÉRICA, ¿DEBIÓ LLAMARSE ASÍ?

   Fue a decir de unos un gentil, desenfadado y gracioso florentino; aunque otros lo calificaron como de feliz impostor y, llegando más lejos, un americano, Ralph Emerson, en el siglo XIX escribió: "Extraña que toda América deba llevar el nombre de un ladrón, Américo Vespucci, negociante de conservas en Sevilla (…), y cuyo puesto más elevado en el escalafón naval fue el de segundo contramaestre en una expedición que nunca se dio a la vela, pero quien se dio trazas para suplantar en este mundo mentiroso a Colón y bautizar la mitad del globo con su propio nombre de embaucador”.

   La historiografía, en general, ha sido muy crítica con la figura del florentino. Ha puesto en duda alguno de sus viajes y desde luego muchos de sus relatos, tachados de fantasías. Y en parte parece que así fue, como también la de tener cierta propensión a atribuirse méritos que no le correspondían, pero también, es posible que fuera el primero en comprender que aquellas tierras descubiertas por Colón, y sobre las que él mismo puso sus plantas, no eran Asia, sino un Nuevo Mundo. 

                                                          *

   Cuando Cristobal Colón descubre nuevas tierras, Américo Vespucci ya lleva en Castilla dos años. Proviene de una notable familia florentina  relacionada con los Medici, y durante su juventud había sido educado conforme a su posición. Ahora, instalado en Sevilla, es agente de los Medici, y a orillas del Guadalquivir se ocupa de los asuntos portuarios al servicio de sus jefes.

   Vespucci, que ha conocido a Colón,  ha colaborado en la preparación de alguno de sus viajes. Él mismo quiere viajar. Se embarca en varios viajes, sin que se sepa con exactitud en cuantos. Con Juan de Ojeda, al servicio de España, en los últimos años del siglo XV; al servicio del rey de Portugal en algún otro, nada más comenzar el XVI. 

   A su vuelta, se encierra, escribe. A la Casa Medicis, primero. De su afán resulta un escrito: “Cuatro navegaciones”, que trata de difundir por las cortes europeas. Y no sólo en las cortes.

   En Saint-Dié, en los Vosgos franceses, hay un grupo de geógrafos. El club en el que se reúnen y trabajan recibe el nombre de Gimnasio Vosgos.  Allí se prepara una obra, Cosmographiae e Introductio. La escribe Martin Waldessemüller. Y al club llega el escrito de Vespucci. Se decide incorporarlo a la obra de Waldessemüller, editada en 1509, como un apéndice, y sin ninguna observación sobre la falsa afirmación de Vespucci de haber descubierto él, en su primer viaje, las nuevas tierras antes de que Colón llegara a ellas; antes al contrario, Waldessemüller añade un comentario(1) y un mapa en el que las nuevas tierras son designadas como América, de lo que años más tarde se arrepentiría e intentaría corregir; pero era ya tarde. A partir de 1513 nuevos mapas de Waldessemüller omitieron el nombre de América, y el propio cartógrafo reconoció a Colón como descubridor. De nada serviría.


  En 1538, Mercator, un cartógrafo flamenco, cuyo verdadero nombre era Gerard Kremer, editó, y fue rápidamente vendida su primera edición, un mapa en el que figuraba el nombre América. Era Mercator, cartógrafo conocido y apreciado. Su obra era muy estimada, y nada más fue necesario para que aquellas tierras descubiertas por Colón, que durante algún tiempo fueron conocidas con diversos nombres según el país en el que se hablara de ellas, fueran finalmente reconocidas con el nombre del florentino que logró, en parte gracias a la mentira, en parte al azar y la ingenuidad de  Waldessemüller y sus colegas, que un nuevo continente llevara su nombre.

(1) “Como pronto se verá, Américo Vespucci ha descubierto una cuarta parte… ¿porqué no llamarla América, es decir, tierra de Américo, con el nombre de su sagaz y gran descubridor, así como Europa, y Asia llevan nombre de mujeres?”
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