MIGUEL PIEDROLA. UN PERSONAJE MOLESTO

   Se conoce su historia por lo que él mismo dijo de sí y el inquisidor anotó en los documentos que sirvieron para dictar sentencia y condenarlo, que se conservan en la Biblioteca Nacional. Es en el manuscrito 721 donde se habla del protagonista de esta historia: Miguel Piedrola Beamonte, el soldado profeta.

   Dijo haber nacido en Marañón, pero vivir entonces en Madrid. Que de niño fue un clérigo quien le enseño a leer, hasta que a los ocho años, por temor al castigo que le podían imponer por una travesura cometida, huyó y anduvo deambulando, viviendo como pudo y trabajando en lo que le ofrecían hasta que acabó, ya más crecido, enrolado y llevado a Sicilia, donde combatió bajo las órdenes de don Juan de Austria.

   Contó Miguel que la mala suerte le llevó a caer preso de los sarracenos y, llevado cautivo a Constantinopla, pasó mucho tiempo, hasta que huyó. Una voz era la que le recomendaba hacerlo; pero la fortuna no le acompañó, pues capturado de nuevo fue llevado otra vez a Constantinopla. De la fantasía que podía haber en todo aquello que Piedrola contaba, se hizo eco el inquisidor, que anotaba cómo Piedrola, según decía, había estado en varias ocasiones cautivo de los sarracenos, y lo que es más extraño, nunca había sido castigado. Más aún, se le permitió ser barquero, hasta que de nuevo la voz que le guiaba le incitó a la fuga y dar aviso a las autoridades de hechos próximos a suceder.

   De cómo logró dar cuenta a Felipe II de sus proféticos avisos, poco se sabe, pero parece que lo consiguió y el rey Prudente le mostró agradecimiento, otorgándole una renta y permiso para indagar en las genealogías reales de Navarra, a las que decía pertenecer.

   Sin embargo Piedrola insiste anunciando sus profecías, que por sus facultades, según muchos, o por la suerte, se cumplen. Anuncia la muerte del príncipe Carlos al avisar que no sucedería a su padre; la de don Juan de Austria, por causa de la enfermedad y el abandono  al que, dice, le sometería su hermano, el rey, durante el sitio de Namur; el fallecimiento del papa Gregorio y la coronación de otro: Sixto.

Toledo. Plaza de Zocodover

   Sus predicciones se cumplen, su fama crece y el pueblo parece creerle. Se convierte en un personaje molesto. Cuando avisa que ha tenido un nuevo sueño, lo interpreta y lo da a conocer, Felipe II recurre al cardenal Gaspar de Quiroga, el Inquisidor General. No es para menos, Piedrola al relatar su sueño, ahora ante el inquisidor, anuncia el fin de la Casa de Austria, explica que el gran cuervo negro que aparece en su sueño es un tirano que vuela hacia Portugal, al que la gente ya ha empezado a identificar con don Felipe; que la bola de sangre que lleva en el pico y gotea es el pueblo, oprimido con gravámenes, que se desangra; y el monte y las águilas que allí anidan, la cristiandad y los miembros de la casa de Austria, que la dirigen. El pueblo fácil de convencer empieza a creer lo que se le dice. Condenado a prisión perpetua, según sentencia leída en la plaza de Zocodover de Toledo el domingo 18 de diciembre de 1588, fue conducido preso a un castillo que se guardó secreto al reo, y en el que, privado de comunicación, incluso con otros presos, nunca más se supo de él.
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SALINAS DE AÑANA

   Salinas de Añana, pequeño pueblo alavés, no es conocido por sí mismo; pero sus salinas explotadas desde tiempo inmemorial le prestaron nombre y le dieron riqueza, y constituye uno de esos parajes cuyo aspecto se debe a la mano del hombre. Documentadas desde el siglo IX, se sabe que ya los romanos las explotaron, usando un sistema de terrazas similar al actual. Están formadas por una sucesión casi interminable de pequeñas balsas, llamadas eras, construidas sobre terrazas artificiales, formando pisos que se sustentan sobre columnas de madera, siguiendo la pendiente que imponen los cerros hasta cubrirlos totalmente con dichas construcciones. 


















   En el momento de mayor esplendor su número alcanzó las cinco mil, que eran rellenadas con el caudal de varios manantiales de agua salada muy próxima a la saturación. Los excesivos costes y la competencia de las salinas costeras supuso su abandono hacía la mitad del siglo XX. Hoy, y desde hace unos pocos años, tras varios lustros de abandono, recuperan su esplendor y son objeto de explotación comercial y curiosidad turística.
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CANFRANC. TORRE DE FUSILEROS

  Comenzada a construir según el proyecto del capitán de ingenieros don José San Gil, aprobado por Real Orden de 19 de marzo de 1878, no estuvo sola al principio, pero su compañera fue derruida en 1910 durante las obras para abrir el túnel ferroviario de Canfranc.

   La torre, con varias dependencias interiores distribuidas entre sus tres plantas, destinada a albergar una pequeña guarnición de veinticinco soldados, y un patio interior, estaba rodeada por un foso defensivo, con puente levadizo en su entrada, que aún se conserva.

















    Varias filas de aspilleras se abren entre los sillares con los que está construida la torre, destinadas al propósito defensivo para el que fue levantada, defender el paso a la altura de Canfranc, de una hipotética invasión francesa, que nunca se produjo; pero quizás la mayor batalla que la peculiar torre tuvo que afrontar sucedió hacia 1990 cuando con ocasión de la ampliación de la carretera que pasa a sus pies, se pensó en desmontarla y, piedra a piedra, reconstruirla en Jaca. La oposición del pueblo de Canfranc logró impedirlo y hoy, restaurada y esplendorosa, se halla abierta al público y es testimonio de otros tiempos.
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LA HISTORIA EN LOS CUADROS. EL ENTIERRO DE ISABEL DE PORTUGAL

   La Historia no sería lo mismo sin aquellas frases que, dichas o no han pasado a ella gracias a cronistas o literatos con fortuna. La muy famosa “Nunca más servir a señor que se me pueda morir”, si la pronunció o no el marqués de Llombay al ver a su querida emperatriz, Isabel de Portugal, la esposa de Carlos V, puede ponerse en duda, pero no que, a juzgar por sus actos, lo pensó.
                                                   
El entierro de Isabel de Portugal de Mariano Salvador Maella, Catedral
de Valencia. Pintado en 1787, en él Francisco de Borja, entonces marqués
 de Llombay, se halla ante el ataud con los restos en descomposición de
la emperatriz Isabel. Sobrecogido por el aspecto de quien conoció tan
gentil y hermosa, su espíritu se transformará tras aquella visión.

   Oculta su importancia histórica por la extraordinaria relevancia del emperador Carlos, poco se ha dicho y menos escrito de Isabel de Portugal, salvo que era delicada y de gran hermosura, bondadoso su carácter, fiel esposa y abnegada madre de familia;  sin embargo tuvo una constante ocupación y preocupación por los asuntos del reino, pues ausente el emperador casi siempre, ocupaba la regencia consultándole siempre, y dando cuenta de su gobierno.

    El día 21 de abril de 1539, la emperatriz Isabel se pone de parto. No es la primera vez. Otras veces ha pasado por ese trance; de uno de los anteriores, doce años atrás, nació Felipe, príncipe del más vasto imperio conocido; pero ahora las cosas no van bien. Da a luz un varón que nace muerto, y la reina, indispuesta desde unos días antes,  queda aquejada de fuertes calenturas y está muy débil. Sin que los médicos sepan qué hacer más que anunciar un infortunado desenlace, el primer día de mayo la emperatriz muere en el palacio de los condes de  Fuensalida en Toledo.

  Tras los funerales en Toledo, en los que Carlos lloró sinceramente la perdida de su amada esposa, encargó que el marqués de Llombay, Francisco de Borja, futuro IV duque de Gandía, se ocupara del traslado a Granada de la emperatriz difunta. El día 16 de mayo, tras su paso por Orgaz, Los Yébenes, Malagón, El Viso, Baeza y Jaén llega a Granada la comitiva con el cuerpo de la difunta. Es deseo del esposo, el Emperador, y lo había sido de Ella, ser enterrada en Granada, ciudad en la que habían pasado tiempos muy felices. Junto a su catedral había sido terminada pocos años antes la Capilla Real, donde reposan los restos de los Reyes Católicos.

   El día 17, durante el sepelio en la Capilla Real, presentes, además de Borja, el obispo de Burgos, fray Juan de Toledo; Luis Hurtado de Mendoza, arzobispo de Granada; el marqués de Mondejar y otros nobles portugueses se da cumplimiento al protocolo: se abre el ataúd para la identificación del cuerpo. No había querido la emperatriz que se embalsamara su cuerpo para evitar así que su cuerpo desnudo quedara expuesto a la vista de extraños. La marquesa de Llombay había amortajado su cuerpo con un hábito franciscano y así se había dispuesto su traslado; pero los días transcurridos y el calor hecho durante el viaje fueron suficientes para su rápida descomposición. Francisco de Borja muy impresionado por esta visión y sin duda también por las palabras de Juan de Ávila en las homilías que en los oficios que por el alma de doña Isabel se dieron influyeron mucho en su conversión. Casado como estaba con Leonor de Castro, siguió al servicio del Emperador, hasta que en 1545, viudo, tomó al pie de la letra sus propias palabras e ingresó en la Compañía de Jesús, para servir a señor que no se le pudiera de morir.
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EL FIN DE UNA DINASTÍA

   De los muchos pueblos y reyes que habitan y gobiernan en el Asia Menor los Heráclidas gobiernan Lidia desde hace veintidós generaciones. Ahora, a finales del siglo VII a. C.,  en su capital, Sardes, es Candaules el tirano que la rige.

   Candaules está casado y muy enamorado de su esposa. La considera la mujer más bella de cuantas existen. Tiene además Candaules un valido de nombre Giges, que atiende cuantos asuntos de importancia le confía el rey y cómo no, escucha los elogios que sobre la belleza de la reina le hace; pero Giges, discreto, guarda siempre silencio, escucha y calla. Cierto día Candaules, creyendo que el silencio de Giges supone una duda sobre la incuestionable belleza de la reina, le propone verla desnuda y convencerse así, no por lo oído sino por sus ojos, de aquello de lo que el rey está tan seguro.
   ─Mi señor ─contesta Giges─, no creo sea conforme a la ley ver desnuda a mi señora, tu esposa. Estamos de acuerdo en que cada uno debe conformarse con mirar lo suyo; sin su ropa, ante otro que no sea su esposo, la mujer pierde el decoro. No me pidas, porque no hace falta, que contemple desnuda a tu esposa, pues sé que es la más hermosa de las mujeres.
   ─No temas, mi buen Giges, pues no te estoy poniendo a prueba ─le contestó Candaules─; y nada temas tampoco de la reina, pues no sabrá nada del asunto y nada habrá de reprocharte. Yo te esconderé en mi alcoba, cerca de la puerta, verás cómo se desnuda, se acerca al lecho y ya en él, entretenida, podrás salir sin ser visto.

   A regañadientes, pero sin más remedio que hacer lo que su rey le pide,  Giges se esconde en la alcoba real, junto a la puerta, donde el rey le indica. Desde allí ve cómo la reina se despoja de sus ropas, camina desnuda hasta el lecho y se introduce en él; pero al escabullirse y cruzar la puerta la reina lo descubre; pero calla.

Odalisca. Joaquín Sorolla. Museo de Bellas Artes de Valencia

   Pasada aquella noche la reina hace llamar a Giges y le habla así:
   ─Sabes que es gran ofensa entre nosotros lo sucedido. Tú me has visto desnuda, y ha sido por culpa de mi marido. Así que tendrás que seguir uno de estos dos caminos: matar al rey, tomarme a mí por esposa y ser el nuevo rey, o morir tú mismo, pues no puedes seguir viviendo después de haberme visto desnuda, salvo como rey y esposo mío.

   Giges se disculpa por lo sucedido, trata de convencer a la reina de que olvide el asunto, pero ésta inflexible, se mantiene firme en sus exigencias y amenazas. No tiene el privado de Candaules más opción que someterse y puesto que no desea morir, será Candaules quien pierda la vida asesinado, y en el mismo tálamo real. Así lo dispone la reina, que le entrega una daga con la que consumar el crimen y así se dispone a ejecutarlo Giges.

   Escondido en el mismo lugar en el que ya estuvo, espera que Candaules duerma y es entonces cuando acercándose le apuñala. Por su estupidez Candaules ha perdido a su esposa, su reino y la vida, pero no el amor de su pueblo que no ve con buenos ojos cómo el antiguo privado se encumbra en el lecho de la reina y en el trono de los lidios, que alzados en armas están dispuestos a enfrentarse a Giges y sus seguidores.

   Para tratar de resolver el pleito sin violencia, los partidarios de Giges y sus contrarios acuerdan someter el litigio al oráculo de Delfos. Convienen que si el oráculo da la razón a los heráclidas Giges les restituirá el gobierno sobre el reino, más si lo confirma a él, aquellos se allanarán. Y así sucedió. Cuando el oráculo habló confirmó a Giges como rey de los lidios, llegando a paz a aquel pueblo, comenzando el gobierno de una nueva dinastía, los Mérmnadas. 
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EL BESO

   Sometido el rey Fernando a la voluntad imperial y entregado a la vida regalada que Talleyrand le proporciona en su castillo de Valençay, el único anhelo del pueblo español es la marcha de España de José Bonaparte, el rey intruso, y el retorno de Fernando, el Deseado. No saben los españoles que pronto tendrán a su rey de vuelta. Napoleón, al que no le han ido bien las cosas en los últimos tiempos, ni en España ni en el Norte de Europa, donde la línea del Rhin se ve amenazada, necesita las tropas asentadas en España para reforzar otros frentes. Por medio del conde de La Forest, José Bonaparte conoce las intenciones de su hermano: “Su majestad juzga conveniente terminar los asuntos de España. Está dispuesto a colocar en el trono al príncipe Fernando”.

   No es que Fernando se muestre entusiasmado por su pronto regreso, a tenor de lo dicho poco antes: “Estoy bajo la protección del Emperador y me resigno a cuanto la Providencia quiera hacer de mí; y que contento con mi actual situación, pasaría el resto de mi vida en Valençay, si preciso fuera”, pero es muy posible que una mezcla de egoísmo, astucia, falta de escrúpulos y doblez en sus palabras siempre, le llevaran a manifestarlo así sin sentirlo.

   El 22 de marzo de 1814 Fernando VII entra en España. Habíase firmado el 11 de diciembre anterior el tratado de Valençay, por el que las tropas de Napoleón abandonaban España, se reconocía su independencia y a Fernando como su rey, al que ahora, libre de su cautiverio, al cruzar la frontera, acompaña buena parte de aquella corte aduladora y perezosa que le había distraído en Valençay a la que poco a poco se unían otros muchos. Entre ellos el intrigante Escoiquiz.

El 24 de marzo de 1814, Fernando VII cruza el río Fluviá
por este puente de Besalú. Durante todo el recorrido
el entusiasmo por el retorno del rey es constante.






 
   Poco tarda Fernando en comprobar lo que él mismo suponía y sus consejeros más próximos le aseguraban. Le llaman “el Deseado” y confirma dicho sentir la aclamación que le dispensa el pueblo. El paso por Gerona y Tarragona, camino de Valencia, es un clamor. En Reus, contra la opinión de la Regencia, el rey a ruegos del general Palafox, retrasa la llegada a Valencia y se dirige a Zaragoza. Tras comprobar allí también la entrega del pueblo que tan valientemente resistió el embate francés, se dirige por fin a Valencia. En el camino, próximo a su destino, se unen a la comitiva real importantes personajes: los duques del Infantado, Frías, Osuna y San Carlos; unos partidarios de la firma de la constitución, otros de lo contrario.

   Pero el rey, que en lo más profundo de su ser anida el absolutismo más intransigente, al llegar a Valencia comprueba una vez más la incontenible euforia del pueblo. El entusiasmo de las gentes y la presentación de “El manifiesto de los persas”(1), un escrito firmado por un grupo de diputados adeptos, en el que se repudian los logros obtenidos desde 1808 y especialmente desde 1812, tras la firma de la Constitución de Cádiz, terminan por disipar cualquier duda sobre su proceder futuro. Y el manifiesto que en realidad es una mirada al siglo XVIII, al antiguo régimen, y una venda en los ojos ante los nuevos tiempos del siglo XIX, escrito y hecho, pues, a la medida del nuevo dueño de España, envalentona al cobarde Fernando.

   Y tanto. En las proximidades de Valencia, reciben al monarca el general Elío, Capitán General, y el Presidente de la Regencia, el cardenal don Luis María de Borbón Vallabriga, hermano de la desgraciada esposa de Godoy, la condesa de Chinchón. El primero contrario a que el rey firme la Carta Magna de Cádiz, el segundo, dado su carácter liberal, de que lo haga.


El 17 de abril de 1814, el general Francisco Javier Elío y Oloriz,
Capitán General de Valencia, y sus oficiales juraron ante el rey
mantener la plenitud de sus derechos.

  Durante el encuentro con el cardenal, Fernando VII ensoberbecido por la adulación del cortejo que le acompaña y el enardecido pueblo que le aclama, le tiende la mano. Don Luis, que preside la Regencia es también cardenal arzobispo de Toledo y Primado de España. Ante el gesto del rey, duda. Fernando impaciente se violenta. El cardenal parece quedar paralizado por la exigencia. La situación es de enorme tensión. Con imperioso ademán el rey insiste y grita exigente al Primado: “Besa”.

   Don Luis, humillado, pone su rodilla en tierra y besa la mano del rey. Es el principio de un nuevo reinado absolutista. En Valencia, el 4 de mayo de 1814, en la víspera de su partida hacia Madrid, Fernando VII firma el decreto que establece la monarquía absoluta. Mal aconsejado y carente de las cualidades del buen gobernante, muy pronto dejará de ser el Deseado.


(1) El nombre del manifiesto, como el propio documento indica en su artículo 1, resulta de una antigua costumbre persa: “Era costumbre en los antiguos Persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su Rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor".

Nota: La disipada vida de Fernando VII y su pequeña corte en el castillo de Valençay fue contada en “Vie de Château”.

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LOS RAPTOS EN LA ANTIGÜEDAD

   De todos los vaivenes a los que la máquina del tiempo nos ha sometido en estos viajes por la historia es posible que sea éste uno de los que a mayor distancia nos haya llevado nunca, tanto que al detenernos en él la fantasía se entremezcla con la realidad en proporciones tan inciertas que es difícil saber si nos movemos en la etérea morada de los dioses, sobre la tierra firme, hogar de los hombres o, en ambas a la vez.

   Io era hija de uno de los dioses del Olimpo, Ínaco; fue seducida por Zeus, que la convirtió en su amante, hasta que Hera, siempre atenta a los desvaríos de su esposo, los descubrió. Para proteger a Io de la ira de la enojada Hera, Zeus convirtió a su amada en ternera, pero la celosa Hera, descubierta la añagaza de Zeus, se apoderó de ella y encargó a Argos que se ocupara de su vigilancia. Al saberlo Zeus, envió a Hermes, que asesinó a Argos, pero Hera, al enterarse, furibunda, colocó sobre la cola de un pavo real los cien ojos del difunto Argos, para que continuase la vigilancia y, para mayor suplicio de Io, envió sobre ella un enorme tábano que picoteaba constantemente y sin piedad los cuartos de la transmutada Io, quien enloquecida por las picaduras huyó errante por todo el mundo, hasta que al fin Zeus  la devolvió a su forma humana.

   Pero Io, también era la hija aquel rey Ínaco que, según los persas, dice Heródoto en “Los nueve libros de la Historia”, fue raptada por los fenicios en las playas de Argos y llevada a Egipto.

   En desagravio, tiempo después, los griegos, según cuentan los persas,  navegaron por las costas de Fenicia, llegaron a Tiro y raptaron a Europa, hija del rey y más tarde aún, a las costas de la Cólquida donde raptaron a Medea. El padre de ésta quiso negociar con los griegos la devolución de su hija, pero los raptores contestaron que aún no había sido devuelta Io ni satisfechas sus reclamaciones por lo que ellos tampoco lo harían.

   Las generaciones siguientes aún no habían olvidados aquellos agravios; y el hijo de Príamo y Hécuba, Paris(1), se obstinó en tener mujer griega a la fuerza. Su pretensión traería fatales consecuencias para el reino de su padre: Troya.

   Paris había nacido bajo funestos augurios, y su padre, para evitarlos, decidió matarlo; pero su madre logró evitarlo sin que Príamo llegara a saberlo, abandonándolo en el monte Ada, cercano a Troya, donde fue recogido por unos pastores que le cuidaron, dedicándose al oficio de sus padres adoptivos. Joven y fuerte, acudió en cierta ocasión a unos juegos que se celebraban en Troya, en los que el joven pastor resultó vencedor. Fue entonces cuando Casandra, su hermana de sangre, lo reconoció. La alegría de todos fue grande y los muchos años pasados hicieron olvidar al viejo Príamo la causa de su decisión años atrás. Paris volvió al palacio de sus padres y fue colmado de honores. Cuando tiempo después hubo ocasión de ir a Esparta con motivo de una embajada, Paris consiguió ser enviado, pese a las advertencias de Casandra, que tenía fama de profetisa, sobre las consecuencias que aquel viaje de su hermano iban a suponer.

   Y es que Paris, siendo aún pastor, había sido elegido por Zeus árbirtro para dilucidar cuál era la más hermosa de las diosas, merecedora de la manzana de oro destinada a la más bella. La manzana que Eride, personificación de la discordia, había arrojado en la boda de Peleo y Tetis.

   Las aspirantes Hera, Atenea y Afrodita se exhibieron desnudas ante el joven pastor y le ofrecieron presentes a fin de ganarse su voluntad. Hera, la reina de las diosas, le ofreció toda Asia y ser el hombre más rico; Atenea  prometió que sería vencedor en cuantas batallas participase y Afrodita, sensual y descarada se aproximó a Paris, y prometió que si la elegía a ella, Helena, la reina de Esparta, tan hermosa como ella misma, la mujer de carne y hueso más bella, sería suya. Sin pensarlo mucho Paris dio el triunfo a la astuta Afrodita, que consiguió la manzana de oro. Así el hijo de Príamo se aseguró conseguir para sí a la hermosa Helena, y el odio de las otras diosas y la desgracia para su pueblo.

Medallones de Helena y Menelao, Lonja de Valencia.

   Cuando Paris llegó a Esparta su rey Menelao estaba ausente, sí estaba su esposa Helena, a la que Paris sedujo y raptó, llevándola consigo a Troya. Cuando a su vuelta Menelao fue informado del rapto, reclamó la devolución de Helena. La negativa de Paris y de los troyanos obligó a Menelao a pedir ayuda a su hermano Agamenón, quien invocó el juramento hecho por los griegos, formando un gran ejército todos los aliados griegos. Pronto habría guerra en Troya.

(1) También conocido como Alejandro.
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