DISFRACES

     A Diana de Méridor, muy aficionada a estos asuntos del florete y las máscaras.

     Reinaba en España Felipe III, un rey incompetente del que su padre ya dejó aviso: “Dios que me ha dado tantos Estados, me niega un hijo para gobernarlos”; pero pese a la incapacidad del rey, España mandaba en el mundo y era combatida por sus enemigos en diversos frentes. Venecia era uno de sus rivales. La Serenísima República y el ducado de Saboya, con Francia y sin olvidar a Inglaterra, eran los encargados de urdir los tejemanejes antiespañoles en el norte de Italia.

Felipe III

     Mientras, en España, se mantenían posturas enfrentadas sobre las acciones a seguir. El valido del rey, el duque de Lerma, más preocupado por llenar sus bolsillos hasta llegar a ser el hombre más rico de España, dirigía las posturas más moderadas; pero había también gentes que abogaban por mantener una acción más enérgica con los rivales que trataban de socavar el poderío español.

     Uno de estos hombres era don Pedro Téllez, duque de Osuna, y en 1618 virrey de Nápoles. Era el duque, desde sus tiempos mozos, amigo de don Francisco de Quevedo. Compañeros de estudios en Alcalá de Henares, habían tenido aventuras galantes y juntos se habían visto envueltos en algún que otro lío. El duque, que conocía a su amigo, lo llamó a Nápoles. Quevedo que, como el duque, pensaba que España debía plantar cara a sus oponentes acudió a la llamada de Osuna. Nada más llegar conoció los planes del virrey, y Quevedo, escritor, pero aventurero por naturaleza, aceptó el encargo: debía organizar la toma de Venecia. Instalado en la ciudad de los canales, con ayuda de algunos mercenarios franceses y de nobles venecianos descontentos preparó el ambiente. La invasión se haría por mar, el día de la Ascensión, fiesta de mucha importancia, en la que a bordo de la galera Bucentoro, el Dux y el consejo de los Diez se harían a la mar para arrojar un anillo de oro para conmemorar la gran victoria naval, en tiempos del dux Pietro Oscolo, que hizo de Venecia una gran potencia, y cuya flota, de la que dependía su poder comercial, dominaba las aguas mediterráneas.

     Los buques del virrey de Nápoles, pagados por el propio duque, tomarían Venecia, en una operación, no autorizada por el gobierno de Madrid, pero tampoco prohibida.

     Pero los venecianos avisados por espías ingleses enterados del asunto desbarataron la conjura. Quevedo, en Venecia, atento a los sucesos, estaba en peligro, como todo español que se dejara ver. Las turbas enfurecidas se dirigieron al asalto de la embajada española. El marqués de Bedmar, embajador, debió ser protegido por la policía, la misma que junto a la población exaltada buscaba a Quevedo, sin estatus diplomático, para detenerlo y probablemente ajusticiarlo de inmediato.

     Pero don Francisco, aventurero, tan ingenioso en la vida real como en sus letras, piensa deprisa, arroja la espada, cambia su ropa por harapos y, ya convertido en pordiosero, se une a las turbas vociferantes, gritando en contra de sí mismo y amenazándose de muerte. A los pocos días Quevedo está en Nápoles con Osuna.

     Si para don Francisco de Quevedo el disfraz fue una necesidad, para Luis XV, rey de Francia, fue una diversión.

     Este rey francés, como los anteriores, y sucedería con los que vinieron después, tuvieron costumbre de tomar amantes. A diferencia de las amantes de los reyes de otros países, cuyas relaciones eran mantenidas discretamente, las amantes reales en Francia eran conocidas del público, de la corte y de la propia reina la mayor parte de las veces.

     La más famosa de las muchas que tuvo Luis XV fue la marquesa de Pompadour: Jeanne Antoinette Poisson, una jovencita burguesa nacida en 1721, que acabó casada con Charles Le Normant d’Etioles, el sobrino de su preceptor. Jeanne Antoinette correteaba, como otras muchas muchachas, por el bosque que el rey frecuentaba en busca de jóvenes candidatas, y allí el rey se fijo en ella; pero sería tiempo después, durante un baile de disfraces donde ella, disfrazada de Diana Cazadora, tendría la ocasión de dirigirse al rey; aunque había un inconveniente: se había anunciado que el rey acudiría a la mascarada disfrazado de árbol, de esbelto ciprés; pero el asombro fue general cuando al anunciar la llegada del monarca hizo entrada en el salón de baile un bosquecillo de ocho cipreses que hacía imposible la identificación real.



     El baile discurría sin que ninguno de los cipreses descubriese su identidad. Nadie sabía cual de ellos escondía al rey. La expectación era grande. Por fin, avanzada la noche, mientras madame D’Etioles bailaba con uno de los cipreses, el árbol se descubrió, dejó caer sus hojas, se desprendió de su corteza y se mostró a la multitud atenta: era el rey quien bailaba con Jeanne Antoinette. A partir de entonces fue la amante real. Charles, su marido, con resignación, debió renunciar a ella y marchar de París. Una suculenta renta como compensación hizo más llevadera la pérdida y el retiro.

     Jeanne Antoinette recibió el marquesado de Pompadour. En París el rey le regaló el palacio de Evreux(1), que adornó a su gusto, al igual que hizo con el de Versalles. Su impronta en la decoración de Versalles permitió acuñar el término “versallesco” para señalar costumbres palaciegas muy ceremoniosas. Con el tiempo “La Pompadour” fue perdiendo su atractivo físico, pero nunca su influencia sobre el rey, que le consultó, hasta el final, los asuntos de Estado, entre visita y visita a sus nuevas y jóvenes amantes.

(1) El palacio de Evreux es hoy la residencia del presidente de la Republica Francesa, conocido como Palacio del Elíseo.
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EL DORADO

     Al descubrimiento de América por los españoles siguió de inmediato la conquista y evangelización. Rápidamente, España comenzó a rentabilizar su dominio sobre el continente. Junto a la realidad encontrada, no exenta de riquezas, se unió la fábula y la ilusión de encontrar fuentes de eterna juventud, paraísos terrenales y ciudades llenas de tesoros. Uno de los grandes mitos de la conquista americana fue la búsqueda de “El Dorado”. Hubo quienes creyeron que se trataba de una región donde el oro era abundantísimo; también se le identificó con una persona, jefe de alguna tribu que, cubierto el cuerpo de oro en polvo, mandaba sobre un país lleno de riquezas. No es de extrañar que cuantos europeos llegasen por aquellas tierras americanas trataran de encontrarlo. Españoles, alemanes, ingleses, todos lo buscaron. Ninguno lo encontró, porque no existía.

    Muchos fueron los españoles que se adentraron en la selva en su busca. Sebastián de Belalcázar fue un prototipo de conquistador. Anduvo por Centroamérica, se unió a Pizarro participando en la conquista del Perú, y por fin en Colombia se dedicó, terco, a la busca del “El Dorado”. Murió en 1551, sin encontrarlo, pero dejó fundadas las ciudades de Quito, Guayaquil, Cali y Popayán.

Francisco Pizarro (Plaza de Manises, Valencia)
Copia en bronce (1969) del original en madera de Pio Mollar de 1930

     Pero es la expedición mandada por el navarro Pedro de Ursúa la que más ha contribuido a difundir el mito de “El Dorado”. Todo empezó por el interés del virrey del Perú, don Antonio de Mendoza, por librarse de delincuentes y maleantes, gentes de mal vivir, propensos a la aventura y el botín. Fue Ursúa el encargado de organizar la expedición. Acompañó a don Pedro una mujer, doña Inés de Atienza, bella y promiscua, intrigante y sin escrúpulos, que había abandonado a su marido para seguir a su amante. El viaje comenzó con mucho retraso y sin las condiciones necesarias para el éxito. Así las cosas, el sofocante calor, los ataques de tribus hostiles, la escasez de todo lo necesario hicieron mella en el ánimo de los aventureros. Sin ilusión por encontrar lo que buscaban, el descontento creció rápido. La tragedia era inevitable. Un tal Lope de Aguirre, deforme en lo físico por su joroba, y en lo moral por su ambición y falta de escrúpulos, conspiró contra Ursúa. Doña Inés fue su cómplice en el plan. El resultado: don Pedro fue asesinado. Aguirre puso al mando de la expedición a Fernando de Guzmán, al que nombró príncipe. La ambición de Lope no tenía límite. Su fin no era “El Dorado”, sino un imperio del que él sería el emperador. Eliminó a todos cuantos se le oponían, a todos cuantos le estorbaban. También a Fernando de Guzmán y a la pérfida Inés de Atienza. Declaró la guerra al rey de España. Creyó haber encontrado “su dorado”; pero no fue así. Murió arcabuceado el 27 de octubre de 1561.
   
    También hubo unos cuantos alemanes que intentaron conquistar “El Dorado”. Cuando Carlos I de España trató de ganar para sí el cetro imperial, que era electivo, precisó de grandes cantidades de dinero para sus fines electorales. Exprimió las arcas castellanas y recurrió a prestamistas europeos. Los Welser le concedieron un préstamo de ochocientos mil florines. El precio: Venezuela sería administrada por los Welser durante veinte años. Durante dicho plazo los alemanes se ocuparon, sobre todo, de extraer cuantas riquezas pudieron, con la mayor rapidez posible, y con esa pretensión dedicaron grandes esfuerzos, como hacían los españoles, a encontrar “El Dorado”. Nombraron gobernadores: Ambrosio Alfinger, Nicolás Federmann, Jorge de Spira y Phillip von Hutten fueron designados por los Welser. Todos tuvieron el mismo objetivo, encontrar “El Dorado”; y el mismo final, el fracaso.

    El mismo fin que tuvo otro extranjero, el pirata inglés Walter Raleigh, hombre culto, muy leído, que sería nombrado “sir” por sus logros en perjuicio de España. En 1595 inició la búsqueda de “El dorado”. Ascendió por el Orinoco, más no encontró nada que no se conociera ya.

    No fueron los únicos; pero ambición o codicia a un lado, el hercúleo esfuerzo que supuso la búsqueda del mito permitió conocer la geografía de regiones desconocidas, deshabitadas, llenas de peligros, que hombres de muy distinta condición recorrieron, detallando en mapas y escritos lo descubierto. Sus relatos y experiencias supusieron una fuente de información valiosísima para la humanidad.

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PIRATAS

    Aún hay, hoy en día, mares en los que es peligrosa la navegación a causa de los piratas. Aguas del océano Indico, sobretodo, pueden resultar fatales para una embarcación desprevenida, pero al hablar de piratería, la mente dirige sus pensamientos a otros tiempos y otros mares.

    Los tiempos eran los de los reyes españoles de la dinastía austríaca, y los mares los del océano Atlántico: aguas caribeñas, de las Azores, del golfo de Cádiz. Las víctimas, buques portugueses y españoles. Los agresores: holandeses, franceses, y sobre todo ingleses.

    Un escenario y unos actores que representaron una función a lo largo de dos siglos en la que los villanos, protegidos por los reyes que los alentaban, se enorgullecían de los robos y crímenes que cometían.

    Sin contar los abordajes y actos de piratería protagonizados por daneses y normandos sucedidos antes del descubrimiento de América, la piratería tuvo sus comienzos en los puertos de la Francia atlántica: Nantes, Honfleur, la Rochelle, Burdeos, y sobre todo Dieppe, donde un tal Jean Ango, protegido por Francisco I, dirige su flota contra los barcos de Carlos I de España.


    Atacan cualquier nave que ven flotar en aguas próximas a Europa; pero poco a poco se van aventurando hasta llegar a las costas norteamericanas. Las costas de Florida son batidas, e incluso hay intentos de establecer asentamientos, que no son consentidos por los españoles, verdaderos dominadores de los mares y también de la tierra.

    El acoso a los barcos españoles es constante. Carlos I, irritado, busca una solución. Cree encontrarla en Pedro Menéndez de Avilés, al que nombra gran almirante de la flota. Hay que poner remedio al creciente expolio al que piratas y filibusteros franceses e ingleses someten a los pesados y lentos galeones españoles cargados de oro. Hombre de carácter y firme determinación, ordena que los buques naveguen en grupos compactos y bien armados, protegidos siempre por buques de guerra. También idea un plan de construcción y refuerzo de los fortines en tierra: Cartagena de Indias, La Habana y otros puertos son considerablemente reforzados. Las pérdidas disminuyen. Años después, Felipe II también echaría mano de Menéndez para impedir que hugonotes franceses se establecieran en la Florida.

     Inglaterra es consciente de la necesidad de poseer el dominio de los mares para lograr ser una gran potencia. Isabel I, no obstante, es prudente, tanto o más que Felipe, el rey “prudente” por antonomasia. No quiere un combate frontal con España, auténtica dueña de mundo, pero propicia y fomenta activamente la acción de bandidos. Piratas que infunden pavor a las tripulaciones de los galeones españoles que transportan oro, plata, perlas, piedras preciosas, pero también cueros o azúcar, desde las colonias americanas a la metrópoli. Los barcos piratas ingleses obtienen la financiación de armadores y aún de la reina Isabel, que da su consentimiento, al principio tímido, después abierto; que otorga patentes de corso y, bajo mano, participa con un significativo porcentaje en la financiación y beneficios de las incursiones que sus piratas favoritos realizan en todos los mares.

    John Hawkins, Francis Drake, Walter Raleigh y otros muchos son piratas y ladrones del oro ajeno; algunos serán nombrados “caballeros” por la reina que les aplaude, otros muchos alcanzarán notoriedad histórica; pero, sin duda, Sir Francis Drake, brilla con luz propia en el firmamento de los corsarios dedicados a socavar el poderío español, y llenar sus bolsillos con las fortunas robadas.

    En 1577, Inglaterra prepara una flota. Espías españoles descubren el asunto. Los ingleses dicen que darán la vuelta al mundo. No quieren ser menos que los españoles. Mienten. Buscan el oro español allí donde creen que podrán robarlo con mayor facilidad, sin oposición. Quieren el oro del Perú, y van a intentar apoderarse de él en la costa del océano Pacífico. La reina Isabel participa económicamente en la operación, aunque pocos lo saben. Drake capitanea la expedición. Ya tiene cierta fama, pero esta incursión le consagrará. Será Sir cuando regrese a Inglaterra. Durante la singladura hacia el estrecho de Magallanes surgen los problemas. Drake ve conspiradores por todas partes. Resuelve expeditivo. Corta cabezas. La de Thomas Doughty, ya separada del cuerpo, es enseñada a la tripulación por el propio Drake: “Así acaban los traidores”. En septiembre de 1578 ya surca aguas del Pacífico. Por fin Drake llega al Perú. Después de abordar pequeñas embarcaciones y saquear puertos cobra el botín que busca. Se apodera del “Nuestra Señora de la Concepción”, un navío cargado de oro, plata y piedras preciosas. Con las bodegas llenas regresa a Inglaterra. En el otoño de 1579, tras dos años de viaje entra en el puerto de Plymouth siendo aclamado por la multitud que le espera. Aventurero sin escrúpulos, pero protegido por la Reina Virgen, es intocable, y rico. Aún seguirá durante años sembrando el terror y llenando las arcas inglesas y sus propios bolsillos con lo que robó a España.

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EL HERMANO MAYOR DEL REY

     Faltaba un día para que Felipe IV cumpliera los veinticuatro años cuando fue padre. No era la primera vez. De su esposa Isabel de Borbón ya había tenido cuatro hijas y algún hijo más fuera del matrimonio, pero este hijo nacido de pasiones ilícitas, con sangre nueva, iba a ser el único, de los otros muchos que tuvo en sus aventuras fuera de palacio, que el rey Planeta reconociera como suyo.

     Y es que de la madre se sintió el rey muy enamorado desde el primer momento. Andaba el soberano, en aquellos tiempos juveniles, con la sangre ardiente y la conducta disipada cuando un día, de incógnito, decidió ir al teatro.

     En el Corral de la Cruz se representa una comedia de Lope de Vega. La función está protagonizada por una actriz, ya de cierta fama. Se llama María Inés Calderón, pero todos la conocen como “La Calderona”. Fue verla el rey y quedar prendado de ella de inmediato. Enseguida quiere el monarca conocerla, y ella se va a dejar querer. María Inés, pese a su juventud, pues apenas tiene dieciséis años, no es ajena a los asuntos del mundo ni, desde luego, de la carne. Ya tiene marido y amante. El primero se llama Pablo Sarmiento, pero tiene cedido su puesto en la alcoba al segundo, que es un duque; porque la muchacha pica alto y el duque de Medina de las Torres tiene una posición elevada; pero cuando se le arrima el rey, nuevos peldaños se alzan ante ella, y piensa que lo juicioso será subirlos.

     Ahora, con la presencia real, el duque, como hizo el marido de la actriz cuando él llegó, se retira. Felipe ve el campo libre y se dedica al galanteo. El resultado no es otro que el nacimiento de un niño dos años después. Le ponen por nombre Juan, aunque se le añade detrás un José, dicen las malas lenguas que para evitar odiosas comparaciones con otro don Juan que hubo y ganó fama, vencedor de Lepanto y querido por todos.

     No son las únicas comparaciones. Al recién nacido alguien le encuentra gran parecido con el duque. No tardan los mentideros en afirmar que es el duque de Medina de las Torres el padre del niño; pero es la madre quién asegura que es ella quien lo ha engendrado, que nadie mejor que ella sabe de donde viene y que es el rey, sin duda alguna, el padre. Dicho por la madre, el padre lo cree y lo afirma y el resto lo acata sin rechistar.

     De lo mucho que ama el rey a María Inés es prueba que el idilio dura cinco años. Seguramente amó más el rey que la actriz, que se dice siempre estuvo enamorada del duque, que cedió el lugar en la alcoba de la actriz, pero no en el corazón. Y siendo así las cosas sucedió lo inevitable: vino el rey a descubrirlos en el lecho, lo que le produjo gran disgusto primero y enfado después. El duque fue desterrado y María Inés cambió de profesión, dejó la escena, tomó los hábitos e ingresó en un convento de benitas en Guadalajara del que llego a ser abadesa.

     Y de lo mucho que ama el rey a su hijo Juan da constancia el hecho de que el niño es separado de la madre y criado y educado como príncipe, hasta que a los doce años don Felipe lo reconoce como hijo suyo sin tener en cuenta la opinión y el enfado de la reina Isabel. Después, al crecer el muchacho, llegan los títulos, las rentas y las misiones militares y diplomáticas, con un inicio fulgurante en Nápoles primero y después en Cataluña, que no tendrá continuidad: ni en Flandes ni en Portugal el éxito le acompaña y su luz se extinguirá a los ojos de su padre que tanto le quiso. Su ambición desmedida, su pretensión a ser heredero él o su descendencia fue en parte la causa de ese despecho.

Firma de don Juan José de Austria (Fotografía tomada del libro España
Histórica de Antonio de Cárcer Montalbán. Ediciones Hymsa. 1934)

     Sin escrúpulos un día se presenta ante el padre con una pintura hecha por él mismo. Es una miniatura. En ella se ve a Saturno, a Juno y a Júpiter, éstos amándose incestuosamente ante la mirada complacida de Saturno, que no la del rey que, colérico, echa de su lado al príncipe cuando se identifica en el rostro de Saturno y a su legítima hija Margarita y a su reconocido hijo Juan José en los de Juno y Júpiter. Esa fue, dicen, la forma de Juan José de pedir a su padre la mano de su propia hermanastra Margarita y que llevó al rey don Felipe al aborrecimiento que a partir de entonces tuvo de su hijo. Ni siquiera en su postrer momento, a punto de morir, cuando don Juan José acudió a despedir al agónico rey, éste consintió verlo y hubo de volver a su retiro de Consuegra, donde fue avisado poco después del fallecimiento del “rey Planeta”.

Nota 1:  Don Juan José fue el hijo mayor del rey  Felipe IV, pero también el hermanastro mayor del otro rey, Carlos II. Éste, al fallecer Felipe IV, hacía cuatro años que había nacido fruto, dicen, de su último y agotador esfuerzo de amar.

Nota 2:  Sobre la historia española y sus protagonistas durante el reinado de Carlos II encontraran una enorme fuente en el blog Reinado de Carlos II.

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DOS REINOS

     Muchos personajes de la historia han pasado a formar parte de sus páginas por defender los principios en los que creían, que a veces eran contrarios a los que se les ordenaba seguir.

     Tomás Becket, hecho santo por la iglesia, fue uno de ellos. Había nacido en Londres, pero tenía sangre normanda. Durante su niñez fue educado para servir a Dios, pero también para tratar con los hombres: un prior se ocupó de su espíritu, forjando un carácter austero, y un noble de su cuerpo, hablándole de armas, cetrería y trato con los burgueses y señores.

     Viajó a París donde estudió leyes y de vuelta a Inglaterra logró entrar al servicio del rey Enrique II, un Plantagenet, duque de Normandía, rey de Inglaterra y por el matrimonio que contrajo con Leonor de Aquitania, dueño hasta la frontera con España de toda la franja occidental de Francia. Tomás, aunque clérigo, era ambicioso. No había sido ordenado sacerdote, tan sólo era un diácono al servicio del arzobispo de Canterbury, Teobaldo, cuando éste lo recomendó al rey. Nada en su conciencia le impedía atender los requerimientos de su monarca: llevar sus cuentas, mantener el orden, dirigir el reino. Había conseguido ser Canciller.

     Tomás logró ganarse la confianza del rey, que lo distinguió con su amistad. Inteligente y bien preparado, Tomás ejerció las funciones de canciller, hasta que… la conciencia le impidió servir a dos amos. Canciller y arzobispo de Canterbury eran cargos incompatibles en la conciencia de Becket, y Tomás inclinó la balanza del lado de Dios.

     Fue el rey quien, a la muerte de Teobaldo, le convenció para que aceptara el cargo de arzobispo. Ordenado sacerdote, fue nombrado prelado de Canterbury. A partir de ese momento las cosas entre Enrique y Tomás discurrirían como dos caminos que casi paralelos hasta entonces, se acercan y alejan, sin llegar nunca a tocarse, hasta que al fin cada uno discurre hacía su destino, alejado del otro. Ya Tomás había advertido al rey:
     ─Me pedirás cosas que no te podré dar.
     Tomás comunicó al rey su renuncia como canciller al tiempo que una cuestión de poca importancia, la recaudación de ciertos impuestos que el rey creía se le escamoteaban, comenzó a agriar las relaciones entre el prelado y el rey. La testarudez de ambos agravó la cuestión. El enfrentamiento fue en aumento. Enrique se negó a poner las disputas, que ya eran muchas y variadas, bajo el arbitrio del papa de Roma. Tomás tuvo que abandonar Inglaterra y se refugió en Francia bajo protección del rey, enemigo del Plantagenet.

     La mediación del papa Alejandro III y los deseos de ambos contendientes en la reconciliación permitieron la vuelta de Tomás a Canterbury, pero las cosas no mejoraron. Tomás no cedía a las pretensiones de Enrique de manejar los asuntos de la Iglesia. Enrique II, con frecuentes abscesos de ira, bramaba en contra de su antiguo canciller. Posiblemente no fuera un mandato expreso, sino una iniciativa cortesana interpretando los deseos del monarca, el caso es que cuatro caballeros entraron armados en la catedral de Canterbury en busca del arzobispo que, sin resistirse, fue asesinado ante el altar de su catedral.

Salamanca. Iglesia de Santo Tomás Cantuariense
La Iglesia de Santo Tomás Cantuariense de Salamanca
fue fundada en 1175 y es tenida por la primera construida
bajo la advocación de Santo Tomás Becket.
    
     Cuando la noticia fue conocida, el papa Alejandro excomulgó al rey, que arrepentido, dicen, hizo penitencia durante dos años por la muerte de su antiguo amigo. En 1173, tres años después del asesinato, Tomás fue canonizado por el mismo papa que en vida le defendió.

     Otro santo, de nombre también Tomás, de apellido Moro, sería ejecutado por otro rey, muy aficionado a separar cabezas de sus cuerpos, también de Inglaterra, de nombre Enrique y de ordinal octavo. Iguales razones, mismos resultados, cuatro siglos después. Pero a esta página de lo sucedido nos asomaremos otro día.
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