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FATALIDADES

   Si ciertos hechos ocurren, sea por la fuerza del destino, sea por mera casualidad, después de haberlos presentido sus protagonistas, es cosa que nos resulta difícil saber. Son sucesos fatales que nos impresionan porque, pese a ser soñados o presentidos por sus víctimas, parecen resultar inevitables.

   Así le sucedió a Catulle Mendés. Nacido en Burdeos en 1841, llegó a París en busca de gloria con apenas dieciocho años, y la consiguió. Literato polifacético, de su pluma nacieron obras de teatro, novelas, cuentos, ensayos, libretos musicales, poesías…

   En 1899 Catulle se hallaba reunido con unos amigos. Estaba inusualmente triste, meditabundo. Uno de sus amigos se lo observó y Catulle contó al grupo lo que le apesadumbraba: la noche anterior había tenido un sueño, en realidad una pesadilla, que aún le torturaba. En ella se veía sumido en la oscuridad de un túnel del ferrocarril, tumbado junto a los raíles y herido. Había perdido un pie y sangraba copiosamente. La vida se le iba, al tiempo que escuchaba una voz que insistente le susurraba: ¡Es el fin, es el fin! Y la sensación de realidad era tal, que recordaba la pesadilla como si aquella desgracia hubiera sucedido realmente.

   Los amigos de Catulle trataron de animarlo, de convencerle de que por nada debía preocuparse, pues todo había sido un mal sueño. Sin embargo, aunque Catulle recordaba a menudo aquella pesadilla, que no quería apartarse de su mente, el tiempo transcurría sin que nada ocurriera. Tenía una vida estable viviendo con su segunda esposa y dedicado a sus letras.

   Pero pese a todo, Catulle Mendés nunca dejó de coquetear con la muerte. Famosos fueron sus duelos, de los que siempre salió airoso, siempre hasta que el domingo 7 de febrero de 1909, diez años después de aquella pesadilla que siempre le atormentó, la fatalidad hizo presa en él. Esta vez no era un duelo con otro hombre, era un encuentro con un fatal destino. Había estado en París por la mañana tomando un aperitivo con varios amigos, ocupando el resto del día  en varias visitas hasta que alrededor de la media noche, se dirigió, acompañado por monsieur Hirsch, hacia la estación de Saint-Lázare. Hacía tres años que Mendés tenía alquilada una pequeña villa rodeada de jardines en el número tres de la calle Sully, en Saint Germain, para pasar los veranos, pero aquel invierno había decidido pasarlo allí también. Aquella noche, en Saint Lazare, tomó el tren camino de su domicilio.

   Como no hubo testigos, las investigaciones se limitaron a formular una hipótesis de lo sucedido. Muy probablemente las cosas sucedieron tal como se señaló en una nota redactada por la familia del escritor en la que se explicaba que de regreso monsieur Mendés a su domicilio, el tren se detuvo en el túnel existente unos metros antes de alcanzar la estación de Saint Germain,  por lo que monsieur Mendés, adormilado, creyendo haber llegado a su destino, inició el descenso del vagón, momento en el que el convoy se puso en marcha para recorrer los pocos metros que lo separaban del andén. La brusquedad del movimiento hizo perder el equilibrio a monsieur Mendés, que al caer sobre las vías y arrancar el tren fue mutilado por las ruedas de uno de los vagones, perdiendo el brazo y pie derechos, muriendo desangrado.



   La capilla ardiente se instaló en su domicilio parisino, siendo posteriormente enterrado en el cementerio de Montparnasse.

   El trágico caso de Méndes, turbador sin duda, no fue el único, porque igualmente patético, aunque las consecuencias para la víctima no fueron letales, fue el del pintor rumano Víctor Brauner.

   En los años treinta del siglo XX coincidieron en París, la meca del arte en todas sus tendencias, los españoles Esteban Francés, Oscar Domínguez y Remedios Varo con el rumano Brauner. Miembros del movimiento surrealista, a cuyo ideólogo, el escritor André Breton, admiraban y a cuyo círculo se unieron, se reunían a menudo en el estudio que Domínguez tenía en el Boulevard Montparnasse.

   Dentro de su estilo, las obras de Brauner mantuvieron durante algún tiempo una constante perturbadora. Era frecuente la presencia de ojos, ojos aislados, rostros con las cuencas de los ojos vacías, seres ciegos o tuertos. En 1931 Víctor Brauner pintó su autorretrato. Se le veía en él sin uno de sus ojos, con su cuenca vacía y sangrante. Al año siguiente pintó Paisaje mediterráneo, en el que la figura de un hombre  sujetando a una mujer se hallaba con una flecha clavada en uno de sus ojos. De la flecha pendía dibujada la letra D, ¿acaso la inicial del dueño de aquella flecha?

   Un día de 1938, como otras veces habían hecho, se reunieron en el estudio de Oscar Dominguez. Esteban Francés, que había sido amante de Varo durante sus tiempos de Barcelona, profirió algún comentario relativo a la promiscuidad de Remedios Varo, que mantenía varias relaciones simultáneamente. Remedios tenía treinta años, era una mujer atractiva y seductora. Se había separado de su marido y, liberal en su carácter y comportamiento, como sus compañeros, vivía la atmósfera desinhibida de la bohemia del París de entreguerras. El comentario deslizado por Francés, quizás movido por los celos, provocó que Domínguez saliera en defensa de su amiga. En un instante las voces se convirtieron en pelea entre los dos hombres. Algunos de los asistentes trataron de sujetar a los contendientes, pero Domínguez aún tuvo tiempo de alcanzar un vaso que arrojó contra Francés, con tan mala fortuna que impactó en el rostro de Víctor Brauner, que sujetaba a Francés. Brauner cayó al suelo y cuando, conmocionados todos por lo ocurrido, giraron a Brauner, observaron cómo el vaso había impactado en su ojo, de cuya órbita ensangrentada lo había sacado. Al levantarlo, pudo verse en un espejo y según contó después, en aquel instante vino a su mente la imagen de su autorretrato. El horror de una premonición fatal. 
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