CHINCHÓN

   Cuando el viajero acude Chinchón, lo hace a propósito, porque para estar allí, no hay que pasar, hace falta ir. Y la razón que ha tenido el viajero es doble: sabe que en el pueblo, muy próximo a Madrid, que en tiempos de Alfonso XIII se hizo ciudad, se come bien, y sabe también que allí pasaron muchas cosas y vivió mucha gente de las que han hecho historia.

   Chinchón tiene una plaza, que lo es casi todo. Por ser, al viajero le parece que es hasta mirador. Un mirador un tanto peculiar, porque, al contrario de lo que sucede con los miradores, tiene sus mejores vistas de abajo hacia arriba; y eso no es todo: sino que es el propio mirador, la plaza, su mejor vista. Por lo hermosa que es y por los testimonios del pasado que guardan sus piedras y maderas, que de éstas hay más que de las primeras.

   El recinto bastante grande, de forma poligonal e irregular, está cerrado por viejas casas con balcones de madera, casi todas de tres plantas. Hoy la mayor parte de los inmuebles están ocupados por restaurantes desde cuyos balcones los comensales pueden disfrutar de las vistas de todo lo que sucede a ras del suelo, como en tiempos pretéritos se podía observar lo que allí sucedía, fuera bueno o malo. Porque en la plaza de Chinchón a pasado de todo. Fue, y sigue siendo, mercado, coso taurino o plató de cine.


   Por esta plaza anduvo Goya, que pasó algunas temporadas descansando y haciendo lo que mejor sabía hacer. De su estancia allí queda un cuadro en la iglesia de la Asunción y en el Museo del Prado dos más, uno sobre los desastres de la represión francesa en la villa, que fue muy perjudicada por el mariscal francés Claudio Víctor Perrín, que el viajero lo quiere dejar escrito para vergüenza suya; y otro de la condesa de Chinchón, porque de cuantas condesas de Chinchón han sido, María Teresa de Borbón y Vallabriga es la que más ha dado que hablar. Esposa de Godoy, ninguneada por el valido amante de Pepita Tudó, dueño del corazón de la reina María Luisa, María Teresa aborreció  a su esposo y hasta el fruto que de aquel matrimonio nació. Para muchos otros Godoy resultará también insoportable, para el rey Fernando VII el primero, que le perseguirá implacable con saña, pero eso sucedió lejos de Chinchón.

   Sabe también el viajero que tiempo atrás hubo otra condesa de Chinchón, menos famosa, y con razón, pues lo que se dice que hizo no está bien documentado, pues hay datos muy contradictorios que ponen en duda lo que como leyenda pugna por ser verdad. Quizás lo fuera. Era esta señora, de nombre Francisca Enriquez de Rivera esposa, la segunda que tuvo, del IV conde de Chinchón. Eran los tiempos de Felipe IV. Cuando el conde fue nombrado virrey del Perú, los condes se trasladaron al Nuevo Mundo. Poco después doña Francisca cayó enferma. Unas fiebres la consumían. Según una de las versiones más difundidas de la leyenda, enterado del asunto el corregidor de Loja, don Juan López Cañizares, advirtió éste al conde que él mismo estuvo aquejado del mismo mal y una infusión de una corteza usada por los naturales del país, y que a él le administró un misionero, le sanó al poco de tomarla. Dicho y hecho, la condesa probó aquella infusión y se curó al poco tiempo.  Era aquella corteza la de un árbol llamado quina y la señora pensó que tan gran remedio debía ser conocido por todos. Se empeñó en darlo a conocer y aún hoy, sea o no cierto, se le atribuye el descubrimiento de dicha droga.

   El viajero vuelve a esta tierra, deja la América de la condesa, y mientras pasea por los soportales de la plaza, después de hacer una buena digestión ayudada con un sorbo de anís, del famoso “Chinchón”, dulce, como al viajero le gusta, encuentra un local en el que venden de todo, también ajos, que dicen son finos y de gran sabor; porque si el aguardiente local tiene fama, no es menor la de sus ajos, y el viajero no quiere dejar de decir algo de lo que con tanto orgullo produce el pueblo.

   De camino, apunto de dejar Chinchón, el viajero pasa ante la Casa de la Cadena, una casona barroca. Es conocida porque fue hospedería y en ella se alojó el rey Felipe V durante una visita que en tiempos de la Guerra de Sucesión hizo al lugar. El viajero tiene otros planes. La gran ciudad próxima le espera.

Nota: De lo insoportable que fue Godoy para Fernanndo VII puede saber algo más el lector en "Historia de un ensañamiento".
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El XIX. ESPARTERO, EL FIN DE SU REGENCIA

   Casi desde el primer momento las conspiraciones contra el regente Espartero se suceden. Es cierto que el duque de la Victoria ha sido designado regente por votación, pero también que su autoritarismo se hace patente enseguida. Él mismo escribe: “ (…) con la Constitución  se manda como con la Ordenanza (…)”. María Cristina, la reina gobernadora, exiliada en París, con su apoyo, fomenta las conspiraciones. Allí está Narváez, que en septiembre de 1841 pone en marcha un plan para expulsar a Espartero del poder. No está solo. Los generales O’Donnell, Diego de León, de la Concha, Borso di Carminate  y otros, le acompañan en la aventura. O’Donnell desde Pamplona, Diego de León y de la Concha, en Madrid y Narváez desde Andalucía, tras esperar su momento en Gibraltar, lo intentan. El plan es muy atrevido, incluye el secuestro de las infantas, de las que se ha hecho cargo el regente.

   Pero las cosas no pueden ir peor para los golpistas. Enterado el gobierno, el levantamiento es abortado. En el Palacio Real se produce un tiroteo, el comandante Dulce, al mando de los alabarderos rechaza el asalto. Muchos logran huir: Narváez, O’Donnell, de la Concha; el general Pezuela, que participa  en Madrid, lo logra también. Diego de León, que podría haber huido, se entrega, confía que el duque de la Victoria no será estricto con él. Se equivoca, es condenado a muerte. De la dignidad con la que acepta su ejecución baste decir cómo, ya en el lugar donde va a ser fusilado, pide permiso para leer la sentencia, ordena al piquete que le va a fusilar su formación y grita: “No muero como traidor”.

   Repleta de sociedades secretas o semisecretas, algunas de ellas con inclinaciones a la conjura, aunque enmascaradas por idearios orientados hacia la libertad, España es un hervidero de fuerzas en choque. Desde París Narváez, que no se desanima tras el fracaso del año anterior, es el alma impulsora de una de ellas. Le ha puesto por nombre “Orden Militar Española”  y, en 1842, nada más nacer se pone en marcha para alcanzar sus fines: derrocar al general Espartero. Siguen con él los generales O’Donnell y Pezuela y además, Fernández de Córdoba, el escritor Patricio de la Escosura y muchos militares descontentos con las políticas llevadas a cabo por el gobierno con el estamento militar. También ahora cuentan los miembros de la “Orden” con el apoyo de María Cristina, de su esposo Muñoz y discretamente de Luis Felipe de Francia, como lo demuestra que sea la valija diplomática francesa la utilizada por los conjurados para comunicarse.

El general Narváez por Vicente López.
Museo de Bellas Artes de Valencia.

   Prim, que actúa por su cuenta, también es requerido. Viaja a Francia, habla con Narváez, pero no es posible el arreglo. Son muchas las diferencias entre ellos. Ya no sintonizarán en el futuro.

  Mientras, en España, se suceden las crisis, dimiten los gobiernos. Un proyecto de amnistía es en parte la causa. Permitirá volver a quienes desde el extranjero confabulan. Las fuerzas en contra del regente se multiplican. Prim censura en las Cortes su autoritarismo, al tiempo que en muchos lugares se producen levantamientos. Y Prim que no es ajeno a todo esto, poco después, desde Reus, su ciudad natal, reclama la mayoría de edad para la infanta Isabel. Ya es hora. España debe tener una reina, no un regente. Sabe también lo que Narváez está dispuesto a hacer y que cuenta con fuerzas suficientes para intentarlo.

   Serrano se pronuncia en Barcelona. Valencia también se ha sublevado. En ella, Narváez, procedente de Marsella, desembarca el 27 de junio. Camino de Madrid, toma Teruel. Allí proclama su compromiso con la Constitución del 1837 y su disposición a la unidad con los progresistas.

   Cuando Narváez llega a las puertas de Madrid, donde las tropas del gobierno se unen, sin apenas lucha, a las del futuro duque de Valencia, el duque de la Victoria, ya no está en la capital. En el puerto de Santa María, a bordo del “Betis”, Espartero zarpa hacia Gibraltar. Otro buque, el Malabar, le conducirá al exilio londinense. No estará, sin embargo, allí mucho tiempo.
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EL RAYO DE SINALOA

   Heraclio Bernal tuvo una existencia corta en el tiempo, pero intensa en sus vivencias. Mitad bandolero, mitad guerrillero, comenzó como lo primero y acabó siendo, por lo segundo, un mito.

   Agitado México en tiempos de Juárez, primero con el artificioso Imperio de Maximiliano,  luego con el Porfiriato, la niñez de Heraclio Bernal transcurre entre El Chaco, donde nació un 28 de junio de 1855, hijo de Jesús y de Jacinta; Guadalupe de los Reyes, una mina de plata a la que su padre trasladó la familia en busca de trabajo y Palo Verde, la tierra de su madre.

 Ya mayor, muerto Juárez, Lerdo de Tejada en su exilio norteamericano y Porfirio Diez dueño de México, Heraclio, por su cuenta, vuelve a la mina, a trabajar. Las condiciones de trabajo son malas, para él y para todos los trabajadores. Protesta por ello. Quizás harto, un día roba unos lingotes de plata, pero es descubierto y denunciado. La leyenda que paralelamente se escribe con la historia lo convierte en víctima de una trampa de quien mal le quiere en la mina.

   Pero huye. Comienza una carrera desenfrenada, mezcla de delito y justicia social. Le acompaña Gonzalo Landeros. Perseguido, con malas compañías, su camino se traza inexorable por la senda del bandolerismo.

   Heraclio es jovial, alegre, buen bailarín, le gusta perfumarse, galán con las mujeres  y osado, muy osado, con los hombres. Ya con cierta fama de bandolero, buscado por las autoridades para apresarlo, sin aviso, aún con riesgo de ser reconocido, llega a Cosalá. Allí se celebra una partida de cartas. Uno de los jugadores es el general Cleofás Salmón, prefecto del distrito. Heraclio se acerca. Mira. Pide jugar y le dejan. Cuando termina la partida sus bolsillos están tan llenos como vacíos los de sus compañeros de mesa. Y Heraclio parte con sus ganancias. Al momento, un niño entra en el local, lleva una nota para el prefecto Salmón. Dice: “Espero volver a jugar con usted y que tenga mejor suerte. Heraclio Bernal”. Salmón enrojece de ira. No será la única vez que Bernal se presente de incógnito para darse a conocer luego.

   Durante los tiempos que siguen Heraclio y sus hermanos se dedican a lo único que ya pueden seguir haciendo. Sí, se apropian de lo ajeno. Los bienes de los comerciantes, de los explotadores de las minas de plata, casi todas en manos extranjeras, son ahora el botín de sus atracos. No hay mina cuya caja fuerte no deje de serlo a manos de Heraclio y su partida.

   Y la gente del pueblo comienza a verlo de otro modo, con otros ojos. Porque Heraclio entrega mucho de lo que roba a los ricos, a los necesitados, se presenta en los pueblos, da dinero, participa en fiestas; y se declara, como lo es su padre, juarista, partidario de la Constitución de 1857 y declarado enemigo de Porfirio Diez, el dictador.

 
   Ayudado y ayudando al general rebelde Ramírez Terrón, que antes de ser rebelde tuvo mando importante cuando Porfirio Diez tomó la presidencia de la República en 1877, a veces juntos, la mayor parte por separado, Terrón y Bernal asaltan y toman pueblos y ciudades de Sinaloa. Colaborando con el general, Heraclio ya es teniente de guerrillas.

   El 26 de junio de 1880, Ramírez Terrón y Heraclio Bernal se apoderan de Mazatlán. Bernal parte y deja allí a Terrón. Victoria efímera, pues el general la abandona enseguida ante el temor de quedar sitiado por las tropas del gobierno que se aprestan a liberar la capital. En su huída toma y abandona distintas localidades y asalta, como hace Bernal, algunas minas de plata. Descubierto y perseguido por el capitán Juan Gómez, Terrón es abatido.

   Los tiempos que siguen ven a Heraclio Bernal como un cabecilla ubicuo. Los asaltos de su partida se producen en muchos lugares. En todos se pronuncia el grito “Aquí Bernal” y Bernal ora aquí, ora allá, a dicho grito, sin tiempo para estar en todos a la vez, se convierte en rayo.

   El gobierno estrecha el cerco sobre Bernal. Se envían más tropas. De nada sirve. Visto como un bandolero por las autoridades, cada vez está más comprometido en la lucha política. Comienza a publicar manifiestos, proclamas, planes políticos. En 1886 ya es teniente coronel de los rebeldes. Recibe la noticia de que el general Trinidad García de la Cadena pronto se levantará en armas contra el dictador Diez. Bernal acoge el aviso con esperanza. Vana. El 1 de noviembre de ese mismo año García de la Cadena es asesinado. El mismo, poco antes, durante una refriega es herido, pero logra huir.

   Si por la fuerza no es posible, quizás por la delación y la recompensa, ésta siempre tentadora y lenitivo de escrúpulos, sea posible la captura del cabecilla. Así lo piensa el gobernador del Estado de Sinaloa, Francisco Cañedo, quien ofrece diez mil pesos de gratificación por Bernal.

   Crispín García es un campesino que recorre aquellos caminos. Cierto día se cruza con un hombre y una mujer. Crispín es un hombre perspicaz. Curtido en la vida, que ya ha puesto en peligro otras veces, habla con los viajeros. Son la novia de Heraclio y uno de sus hombres. Sospecha. Les sigue. Sí, ha encontrado a Heraclio Bernal. De vuelta, da cuenta de su hallazgo y, con sigilo y rapidez, se prepara una partida. Con Bernal en la montaña en la que se refugia, aparte de su novia, Bernardina García, sólo hay seis hombres. Muchos de los que con él estaban han sido abatidos en los últimos tiempos y otros, muchos, tomando su propio camino han dejado al guerrillero para hacer lo único que saben hacer bien: robar en su propio beneficio.

   Al amanecer del día 5 de enero de 1888, en la montaña en la que se esconde, comienza un tiroteo fatal. Bernal es herido, pero resiste. El propio Crispín García participa en la escaramuza. Es un buen tirador. Apunta sobre Heraclio. Dispara. La bala atraviesa la cabeza del acorralado. Muere el hombre, nace el mito al que el pueblo cantará un corrido mexicano. Algunos verán en él al pionero de revolucionarios que años después darán batalla a la injusticia.
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EL MUSEO DEL PRADO: SU MEJOR LEGADO

   Aunque es considerado un borrón en la historia de España; aunque hurgando en los libros de historia es difícil encontrar que algo bueno hiciera; aunque a Fernando VII, quizás el rey que más desdeñosos motes haya coleccionado para adjetivar su ser, excepto el primero, que pronto fue olvidado y; aunque la historia le ha juzgado con merecido rigor, de su voluntad absoluta ha llegado a nosotros, quizás su más generosa herencia.

   Fue la obra de un rey, que siendo apisonadora de libertades, sin embargo, democratizaría el arte. Fue la creación del un museo público: el Museo del Prado.

  Apenas hacía dos meses que había vuelto a España el rey deseado, cuando el 4 de julio de 1814 anunció su intención de crear un museo público de pinturas con los fondos reales, de su propiedad por tanto. Si fue porque París tenía desde 1793 abiertas al público las puertas del Museo del Louvre, o por imitación a lo hecho por los reyes napoleónicos distribuidos por Europa, incluido José, ya fuera de España, pero que había tratado de fundar en Madrid uno, que de haber sido hubiera llevado el nombre de Museo Josefino, lo cierto es que la generosidad en este caso del rey fue grande, y justo es reconocérselo. Unos cinco años, pues el museo abrió sus puertas el 19 de diciembre de 1819, se tardó en elegir y rehabilitar el lugar, el viejo y medio arruinado palacio que Villanueva había construido como Museo de Ciencias Naturales. Todo ello pagado con el peculio privado del rey, que sin duda fue su alma impulsora, aunque sin olvidar otros estímulos como los de la propia reina, en aquellos días Isabel de Braganza, mujer culta y amante de la artes.


   No acabó aquí la bondad de Fernando. Inaugurado el museo, no se olvidó de él hasta que murió: gastos generales, de manutención y personal fueron pagados por el monarca, que autorizó desde el principio y hasta el fin de su reinado la entrega, al naciente museo, de muchos de los cuadros colgados en los Reales Sitios. Más aún, de su propio bolsillo pago obras con el mismo destino. Así sucedió con una Trinidad de Ribera que el rey adquirió para el museo en 1820, o con el celebérrimo Cristo Crucificado de Velázquez, que propiedad de Godoy, que lo había comprado, pasó a su esposa, la condesa de Chinchón, que lo poseyó en París. Al morir la condesa fue el duque de San Fernando, cuñado de la condesa, quien lo regaló al rey Fernando, y éste, generoso una vez más, lo cedió al museo en 1829. Entre unas cosas y otras, las aproximadamente 300 obras con las que se inauguró el museo en 1819 pasaron a ser cerca de 4.000 en 1827, apenas quince años después, que seguirían aumentando.

   De la protección de la que gozó el museo en vida del rey dan cuenta  los problemas y peligros en los que se vieron las obras allí depositadas en cuanto murió. Los cuadros fueron incluidos como de libre disposición en las disposiciones testamentarias del rey. El peligro de reparto entre los herederos y la dispersión de la colección fue real, pero la sensatez imperó. Se adjudicaron a Isabel, menor de edad, se compensó a su hermana Luisa Fernanda en lo le correspondía como haber por ese concepto y la colección quedó a salvo, y por tanto el museo. Sólo treinta años después, en 1865, el deseo de Fernando VII se vería asegurado cuando las obras fueron adscritas al patrimonio de la Corona, dejando de ser propiedad personal de la reina.

Nota: De Fernando VII y su poco ejemplar comportamiento público y privado se pueden leer algunos detalles en: "Vie de château", "Historia de un ensañamiento" o "La niña que logró ser reina".
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