LA DONACIÓN

   La siguiente es la larga historia de una de esos pequeños casos que apenas tienen cabida en los libros de los grandes acontecimientos de la historia. Comenzó en los primeros años del siglo XVIII y debieron pasar más de cinco generaciones para que los de esta última, y en un país distinto, pudieran beneficiarse de la generosidad de un hombre que murió solo, en el olvido, y sin ver cumplido sus deseos. 

   Para conocer el porqué y el cómo de esta historia debemos conocer primero a su principal protagonista. Manuel Belgrano había nacido en Buenos Aires en 1770. Teniendo, por sus circunstancias familiares, los medios para formarse, se licenció en Filosofía y posteriormente se trasladó a España donde en 1793 obtuvo el título de abogado. No sólo hizo eso. Coincidió su estancia en España con la Revolución Francesa y pese a la censura impuesta por Carlos IV y el favorito Godoy para evitar la contaminación de las ideas revolucionarias, leyó sobre ellas, habló con gente que las conocía, y se empapó a fondo de alguna de aquellas ideas que ya nunca olvidaría.

 Cuando regresó a América lo hizo como Secretario del Consulado, un organismo colonial destinado al desarrollo de la actividad económica; pero en Belgrano había arraigado la semilla de la libertad y la igualdad, que pronto germinaría en anhelos de independencia.

   En 1810, el traslado a Cádiz de la Junta Suprema Central y la caída de Sevilla ante las tropas napoleónicas supone el pistoletazo de salida en las colonias americanas en la carrera por su independencia de España. Belgrano no es ajeno a esa inquietud. Lleva tiempo publicando artículos que disgustan más de una vez al virrey, y últimamente las reuniones en la jabonería de don Hipólito Vieytes, donde secretamente se reúnen para hablar de la independencia, son frecuentes. No es extraño, pues, que participara activamente durante la revolución de mayo, que supuso la destitución del virrey Cisneros.




   Empeñado Belgrano en la educación de la población como instrumento para el desarrollo, cuando en 1813, como general de los ejércitos del Norte en lucha con los realistas venció a los españoles en Salta y Tucumán, fue premiado con 40.000 pesos oro, una suma muy considerable en aquellos tiempos. Como ya hacía el idealista general con parte de su soldada, que era donada para contribuir al sustento de sus propias tropas, carentes siempre de todo lo necesario, quiso destinar el premio para la construcción de cuatros escuelas. Al agradecer el premio otorgado dijo: “Nada hay más despreciable para el hombre de bien, para el verdadero patriota que merece la confianza de sus conciudadanos en el manejo de los negocios públicos, que el dinero o las riquezas; que éstas son un escollo de la virtud, y que adjudicadas en premio no solo son capaces de excitar la avaricia de los demás, haciendo que por lo general objeto de sus acciones subordinen el interés público al bienestar particular, sino que también parecen dirigidas a estimular una pasión abominable como es la codicia. He creído propio de mi honor y de los deseos de la prosperidad de mi patria, destinar los cuarenta mil pesos que me fueran otorgados como premio por los triunfos de Salta y Tucumán, para la dotación de escuelas públicas de primeras letras”.

   Aceptada la donación, se decidió, mientras se iniciaban las obras, remunerar el capital con un rédito del cinco por ciento y poder disponer en su momento del montante para la obra decidida.

   Pero pasó el tiempo, cinco años, y las localidades favorecidas al comprobar la excesiva demora en la construcción de las escuelas prometidas demandaron lo prometido. No obtuvieron respuesta. Ni cinco años después, en 1823 el ministro Bernardino Ribadavia, ni Juan Ramón Balcarce, gobernador de Buenos Aires, pasados diez años más lograron dar razón del dinero donado por Belgrano. Tampoco cuando se aireó que el dinero en su momento se había ingresado en una cuenta del Banco Provincia se logró que las autoridades asumieran responsabilidades.

 Hubo que esperar hasta 1870 para que las autoridades bonaerenses declararan que la responsable de los fondos era la Junta del Crédito Público de la Provincia de Buenos Aires; pero descubrir al organismo administrador del dinero no suponía poder disponer de él, pues no había tal dinero. Doce años después, sesenta y nueve años después de la donación, sesenta y dos después de la muerte del donante, los fondos, cuya desaparición obedecía a la mala administración, cuando no a los desfalcos de las autoridades, fueron reconocidos y anotados en el debe de la cuenta Fondos Públicos Primitivos, a la espera de su reposición tras conocerse que el Banco de los Ganaderos Bonaerenses había dispuesto del capital sin abonar ninguno de los intereses pactados.

   A partir de ese momento la historia de las escuelas de Belgrano adquiere una nueva dimensión. El tiempo deja de medirse en años. Casi dos generaciones después Juan Domingo Perón y Eva Duarte ponen la primera piedra para la construcción de una escuela en Tarija, que ya no es el territorio del Alto Perú, dependiente de Buenos Aires en los tiempos del general Belgrano, sino Bolivia; pero ni siquiera entonces, el general  verá cumplido desde la tumba su deseo. Deberá pasar otra generación para que al fin comiencen las obras. El 27 de agosto de 1974, siendo presidenta de Argentina María Estela Martínez de Perón es inaugurada la escuela. Se le puso el nombre de “Escuela Argentina Manuel Belgrano”. Se habían necesitado 161 años para cumplir la voluntad del donante.
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JEREMY BENTHAM, ASPIRANTE A LA ETERNIDAD

    Siempre ha habido personas con ansias de trascender más allá de su muerte. Para ello han usado de las más diversas tácticas. Han dedicado su vida a procurar el bien ajeno para ser recordados, inventado objetos, enunciado leyes que explican el comportamiento de la naturaleza o realizado hechos extravagantes con los que ser recordados. El caso de Jeremy Bentham es de estos últimos. Bentham quiso perpetuar su cuerpo momificándolo. Así lo dispuso en su testamento, y así se cumplió su voluntad. Jeremy nació en Londres en 1748. Fue un niño estudioso y aplicado. Gracias a la buena situación económica de su familia estudió Derecho. No fue, sin embargo, el ejercicio de la abogacía lo que ocupó su existencia. Sus preferencias se inclinaron hacía el desarrollo de leyes que regularan la convivencia entre las personas. Los códigos fueron tomando fuerza en aquellos tiempos hasta la redacción por Napoleón del Código Civil francés, que acaba de cumplir doscientos años. A ello se dedicó Bentham, que trató de introducir algunos de sus textos en Rusia y también, a principios del siglo XIX, en las nacientes naciones sudamericanas. Tuvo tiempo, además, para el pensamiento económico. Se podría decir que esbozó lo que más tarde los economistas han venido en llamar Ley de la utilidad marginal decreciente. Sin conocer las curvas de oferta y demanda, ya percibió que un consumidor con una renta limitada consumía parte de ella en determinados productos, hasta que la satisfacción que le proporcionaban disminuía y eran sustituidos por otros. Su obra literaria fue tan extensa como desconocida durante mucho tiempo.

    Al morir a los 84 años se procedió, según su voluntad, a momificar su cadáver. Se le colocaron en la cara unos ojos de cristal que el propio Bentham había elegido como adecuados, y que se dice había llevado en el bolsillo de sus pantalones durante muchos años; pero la cabeza quedó dañada durante el proceso y hubo de ser sustituida por una reproducción de cera. El cuerpo fue vestido con sus propias ropas y colocado en un armario de madera, con las puertas abiertas, para su exhibición en el University College de Londres, donde todavía hoy puede ser contemplado por los visitantes. La verdadera cabeza de Bentham también se conserva. Fue colocada dentro del armario a los pies de su dueño, seguramente con los ojos de cristal con los que Benthan quería seguir viendo el mundo después de muerto.
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